12 de marzo 2018. Autor: Padre, Raniero Cantalamessa. Predicador
de la casa pontificia. Roma. Dios ama los humildes, porque en los humildes está
la verdad. «No os hagáis una idea demasiado alta de vosotros mismos» La
humildad cristiana La exhortación a la
caridad que hemos recogido de boca del Apóstol, en la meditación anterior, está
encerrada entre dos breves exhortaciones a la humildad que se reclaman entre sí
con evidencia, para formar una especie de marco para el discurso sobre la caridad.
Leídas las dos exhortaciones seguidamente, omitiendo lo que hay en medio,
suenan así:
«No os estiméis en más de lo que conviene, sino estimaos
moderadamente, según la medida de la fe que Dios otorgó a cada cual. […] Tened
la misma consideración y trato unos con otros, sin pretensiones de grandeza,
sino poniéndoos al nivel de la gente humilde. No os tengáis por sabios» (Rom
12, 3.16).
No se trata de recomendaciones de poca monta a la moderación
y a la modestia; a través de estas pocas palabras la parénesis apostólica nos
abre por delante todo el vasto horizonte de la humildad. Junto a la caridad,
san Pablo concreta en la humildad el segundo valor fundamental, la segunda
dirección en que se debe trabajar para renovar, en el Espíritu, la propia vida y
edificar la comunidad.
Nunca como en este campo las virtudes cristianas nos
aparecen como un hacer propios «los sentimientos que hubo en Cristo Jesús». Él,
recuerda en otro lugar el Apóstol, aun siendo de naturaleza divina, «se humilló
a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte» (Flp 2, 5-8) y a sus
discípulos les dijo él mismo: «Aprended de mí que soy manso y humilde de
corazón» (Mt 11,29). De la humildad se puede hablar desde distintos puntos de
vista, como veremos que hará el Apóstol, pero, en su significado más profundo,
la humildad es sólo la de Cristo. Humilde realmente es quien se esfuerza por
tener el corazón de Cristo.
1. La humildad como sobriedad
En la parénesis de la Carta a los Romanos, san Pablo aplica
a la vida de la comunidad cristiana la enseñanza bíblica tradicional sobre la
humildad que se expresa constantemente a través de la metáfora espacial del
«alzarse» y el «abajarse», del tender a lo alto y tender a lo bajo. Se puede
«aspirar a cosas demasiado altas» o con la propia inteligencia, con una
indagación desmedida que no tiene en cuenta el propio límite frente al
misterio, o con la voluntad, ambicionando posiciones y funciones de prestigio.
El Apóstol tiene en el horizante estas dos posibilidades y, en cualquier caso,
sus palabras afectan a una y otra cosa juntamente: tanto la presunción de la
mente como la ambición de la voluntad.
Sin embargo, al transmitir la enseñanza bíblica tradicional
sobre la humildad, san Pablo da una motivación para esta virtud en parte nueva
y original. En el Antiguo Testamento, el motivo o la razón que justifica la
humildad es que Dios «rechaza a los soberbios y da su gracia a los humildes»
(cf. Prov 3,34; Jb 22,29), que Él «mira hacia el humilde, pero al soberbio le
retira la mirada desde lejos» (Sal 137,6). Pero no se decía, —al menos
explícitamente— porqué Dios hace esto, es decir, porqué «eleva a los humildes y
abaja a los soberbios». A este hecho se pueden dar diferentes explicaciones:
por ejemplo, la envidia o «envidia de Dios» (sphonos Theou), como pensaban
algunos escritores griegos, o simplemente la voluntad divina de castigar la
arrogancia humana, la hybris.
El concepto decisivo que san Pablo introduce en el discurso
en torno a la humildad es el concepto de verdad. Dios ama al humilde porque el
humilde está en la verdad; es un hombre verdadero, auténtico. Él castiga la
soberbia, porque la soberbia, antes aún que arrogancia, es mentira. Todo lo que
en el hombre no es humildad es mentira.
Esto explica porqué los filósofos griegos, que también
conocieron y exaltaron casi todas las demás virtudes, no conocieron la
humildad. La palabra humildad (tapeinosis) conservó siempre, para ellos, un
significado prevalentemente negativo de bajeza, estrechez de miras, mezquindad
y pusilanimidad. Los filósofos griegos ignoraban los dos polos que permiten
asociar entre sí humildad y verdad: la idea de creación y la idea bíblica de
pecado. La idea de creación fundamenta la certeza de que todo lo que hay de
bueno y hermoso en el hombre viene de Dios, sin excluir nada; la idea bíblica
de pecado funda la certeza de que todo lo que hay de mal, en sentido moral,
viene de su libertad, de él mismo. El hombre en el hombre bíblico es empujado a
la humildad tanto por el bien como por el mal que descubre en sí.
Pero vayamos al pensamiento del Apóstol. La palabra usada
por él en nuestro texto para indicar la humildad-verdad es la palabra sobriedad
o sabiduría (sophrosyne). Exhorta a los cristianos a no hacerse una idea
errónea y exagerada de sí mismos, sino a tener de sí, más bien, una valoración
justa, sobria, podríamos casi decir objetiva. Al retomar la exhortación, en el
versículo 16, el «hacerse una idea sobria de sí», encuentra su equivalente en
la expresión «tender a las cosas humildes». Con ello viene a decir que el
hombre es sabio cuando es humilde y que es humilde cuando es sabio.
Al abajarse, el hombre se acerca a la verdad. «Dios es luz»,
dice san Juan (1 Jn 1,5), es verdad, y no puede encontrar al hombre si no en la
verdad. Él da su gracia al humilde porque sólo el humilde es capaz de reconocer
la gracia; no dice: «¡Mi brazo, o mi mente, ha hecho esto!» (cf Dt 8,17; Is
10,13). Santa Teresa de Jesús escribió: «Me preguntaba un día por qué motivo el
Señor ama tanto la humildad y me vino a la mente de repente, sin ninguna
reflexión mía, que esto debe ser porque él es la suma verdad y la humildad es
la verdad»[1].
2. ¿Qué tienes que no hayas recibido?
El Apóstol no nos deja ahora en la vaguedad o en la
superficie, a propósito de esta verdad sobre nosotros mismos. Algunas de sus
frases lapidarias, contenidas en otras Cartas pero pertenecientes a este mismo
orden de ideas, tienen el poder de escapar a toda «excusa» y hacernos ir realmente
a fondo en el descubrimiento de la verdad.
Una de tales frases dice: «¿Qué tienes que no hayas
recibido? Y si lo has recibido, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras
recibido?» (1 Cor 4,7). Hay una sola cosa que no he recibido, que es toda y
sóla mía, y es el pecado. Esto sé y siento que viene de mí, que encuentra su
fuente en mí, o, de todas maneras, en el hombre y en el mundo, no en Dios,
mientras que todo el resto —incluido el hecho de reconocer que el pecado viene
de mí— es de Dios. Otra frase dice: «Si alguien piensa que es algo, mientras
que es nada, ¡se engaña a sí mismo!» (Gál 6,3).
La «justa valoración» de sí mismo es, pues, esta: ¡reconocer
nuestra nada! ¡Este es ese terreno sólido, al que tiende la humildad! La perla
preciosa es precisamente la sincera y pacífica persuasión de que, para nosotros
mismos, no somos nada, no podemos pensar en nada, no podemos hacer nada. «Sin
mí no podéis “hacer” nada», dice Jesús (Jn 15,5) y el Apóstol añade: «No es que
por nosotros mismos seamos capaces de pensar algo…» (2 Cor 3,5). Nosotros
podemos, ocasionalmente, usar una u otra de estas palabras para truncar una
tentación, un pensamiento, una complacencia, como una verdadera «espada del
Espíritu»: «¿Qué tienes que no hayas recibido?». La eficacia de la palabra de
Dios se experimenta sobre todo en este caso: cuando se usa en uno mismo, más
que cuando se usa en los demás.
De este modo, nos encaminamos a descubrir la verdadera
naturaleza de nuestra nada, que no es un nada pura y simple, una «inocente
pequeñez». Vislumbramos el objetivo último al que la palabra de Dios nos quiere
conducir que es que reconozcamos lo que realmente somos: ¡una nada soberbia! Yo
soy ese alguien que «cree que es algo», mientras que soy nada; yo soy el que no
tiene nada que no ha recibido, pero que siempre se jacta —o está tentado de
gloriarse— de algo, ¡como si no hubiese recibido!
Esta no es una situación de algunos, sino una miseria de
todos. Es la definición misma del hombre viejo: una nada que cree ser algo, una
nada soberbia. El Apóstol mismo nos confiesa lo que descubría cuando él también
bajaba al fondo de su corazón: «Descubro en mí —decía— otra ley…, descubro que
el pecado habita en mí… ¡Son un desgraciado! ¿Quién me librará?» (cf. Rom
7,14-25). Esa «otra ley», el «pecado que habita en nosotros» es, para san
Pablo, como se sabe, ante todo la autoglorificación, el orgullo, el jactarse de
uno mismo.
Al término de nuestro camino de descenso, no descubrimos,
pues, en nosotros la humildad, sino la soberbia. Pero precisamente este
descubrimiento de que somos radicalmente soberbios y que lo somos por culpa
nuestra, no de Dios, porque lo hemos llegado a ser haciendo mal uso de la
nuestra libertad, esto es precisamente la humildad, porque esto es la verdad.
Haber descubierto este objetivo, o incluso haberlo vislumbrado sólo como desde
lejos, a través de la palabra de Dios, es una gracia grande. Da una paz nueva.
Como quien, en tiempo de guerra, ha descubierto que posee bajo su propia casa,
sin siquiera tener que salir fuera, un refugio seguro contra los bombardeos,
absolutamente inalcanzable.
Una gran maestra de espíritu —santa Angela de Foligno—, a
punto de morir, exclamó: «¡Oh, nada desconocida, oh, nada desconocida! El alma
no puede tener mejor visión en este mundo que contemplar su propia nada y
habitar en ella como en la celda de una cárcel»[2]. La misma santa exhortaba a
sus hijos espirituales a hacer lo posible para volver a entrar enseguida en esa
celda, apenas hubieran salido fuera por cualquier motivo. Hay que hacer como algunas
crías muy acobardadas que no se alejan nunca del agujero de su guarida hasta el
punto de que no pueden volver allí enseguida, al primer aviso de peligro.
Hay un gran secreto oculto en este consejo, una verdad
misteriosa que se experimenta probando. Se descubre entonces que existe
realmente esta celda y que se puede entrar realmente en ella cada vez que se
quiera. Consiste en el silencioso y tranquilo sentimiento de ser una nada, y
una nada soberbia. Cuando se está dentro de la celda de esta cárcel, ya no se
ven los defectos del prójimo, o se ven bajo otra luz. Se entiende que es
posible, con la gracia y con el ejercicio, realizar lo que dice el Apóstol y
que parece, a primera vista, excesivo, es decir, «considerar a todos los demás
superiores a uno mismo» (cf. Flp 2,3), o al menos se comprende cómo puede haber
sido posible a los santos.
Encerrarse en esa cárcel es, pues, algo muy distinto a
encerrarse en uno mismo; por el contrario, es abrirse a los otros, al ser, a la
objetividad de las cosas. Al contrario de lo que siempre han pensado los
enemigos de la humildad cristiana. Es cerrarse al egoísmo, no en el egoísmo. Es
la victoria sobre uno de los males que la moderna psicología considera letal
para la persona humana: el narcisismo.
En esa celda, además, no penetra el enemigo. Un día, Antonio
el Grande tuvo una visión; vio, en un instante, todos los infinitos lazos del
enemigo desplegados por tierra y dijo gimendo: «¿Quien podrá, pues, evitar
todos estos lazos?» y entendió que una voz le respondía: «¡La humildad!»[3].
El Evangelio nos presenta un modelo insuperable de esta
humildad-verdad, y es María. Dios —canta María en el Magnificat— «ha mirado la
humildad de su esclava» (Lc 1,48). Pero, ¿qué entiende aquí la Virgen por
«humildad»? No la virtud de la humildad, sino su condición humilde o, a lo
sumo, su pertenencia a la categoría de los humildes y los pobres delos que se
habla a continuación en el cántico. Lo confirma la referencia explícita al
cántico de Ana, la madre de Samuel, donde la misma palabra usada por María
(tapeinosis) significa claramente miseria, esterilidad, condición humilde, no
sentimiento de humildad.
Pero la cosa está clara en sí misma. ¿Cómo se puede pensar
que María exalte su humildad, sin destruir, con ello mismo, la humildad de
María? ¿Cómo se puede pensar que María atribuya a su humildad la elección de
Dios, sin destruir, con esto, la gratuidad de tal elección y hacer
incomprensible toda la vida de María a partir de su Inmaculada Concepción? Para
subrayar la importancia de la humildad, alguien escribió imprudentemente que
María «no se jacta de ninguna otra virtud más que de su humildad», como si, de
este modo, se hiciera un gran honor, y no un gran error, a dicha virtud. La
virtud de la humildad tiene un estatuto muy especial: la tiene quien cree que
no la tiene, no la tiene quien cree tenerla. Sólo Jesús puede declararse
«humilde de corazón» y serlo verdaderamente; esta es la característica única e
irrepetible de la humildad del hombre-Dios.
¿No tenía María, pues, la virtud de la humildad? Cierto que
la tenía y en grado sumo, pero eso lo sabía sólo Dios, ella no. Precisamente
esto, en efecto, constituye el mérito inigualable de la verdadera humildad: que
su perfume es captado solamente por Dios, no por quien lo emana. El alma de
María, libre de toda concupiscencia verdadera y pecadora, ante la nueva
situación creada por su maternidad divina, se ha colocado, con toda rapidez y
naturalidad, en su sitio de verdad —su nada— y de allí nada ni nadie la ha
podido mover.
En esto la humildad de la Madre de Dios parece un prodigio
único de la gracia. Ella arrancó a Lutero este elogio: «Aunque María hubiera
acogido en sí esa gran obra de Dios, tuvo y mantuvo tal sentimiento de sí que
no se elevó por encima del menor hombre de la tierra […]. Aquí se debe celebrar
el espíritu de María maravillosamente puro, porque mientras se le hace un honor
tan grande, no se deja inducir en la tentación, sino que, como si no viese,
permanece en el camino correcto»[4].
La sobriedad de María está por encima de cualquier
comparación incluso entre los santos. Ella aguantó la tensión tremenda de este
pensamiento: «¡Tú eres la madre del Mesías, la Madre de Dios! ¡Tú eres lo que
toda mujer de tu pueblo hubiera deseado ser!». «¿A qué debo que la madre de mi
Señor venga a mí?», había exclamado Isabel, y ella responde: «¡Ha mirado la
pequeñez de su esclava!». Ella se abismó en su nada y «elevó» sólo a Dios,
diciendo: «Mi alma glorifica al Señor». Al Señor, no a la esclava. María es
verdaderamente la obra maestra de la gracia divina.
3. Humildad y humillaciones
No nos debemos engañar de haber alcanzado la humildad sólo
porque la palabra de Dios y el ejemplo de María nos hayan llevado a descubrir
nuestra nada. Se ve hasta qué punto hemos llegado en materia de humildad cuando
la iniciativa pasa de nosotros a los demás, es decir, cuando ya no somos
nosotros los que reconocemos nuestros defectos y errores, sino que son los
demás los que lo hacen; cuando no sólo somos capaces de decirnos la verdad,
sino también de dejárnosla decir, con gusto, por otros. En otras palabras, se
ve en los reproches, en las correcciones, en las críticas y en las
humillaciones. «A menudo sirve mucho para conservarnos en la humildad —dice el
autor de la Imitación de Cristo— que los demás conozcan y recobren nuestros
defectos»[5].
Pretender matar el propio orgullo golpeándolo a solas, sin
que nadie intervenga desde fuera, es como usar el propio brazo para castigarse
a sí mismo: uno no se hará nunca realmente mal. Es como querer arrastrar a
solas un tumor. Hay personas (y yo estoy ciertamente entre estas) que son
capaces de decir de sí —e incluso sinceramente— todo el mal posible e
imaginable; personas que, durante una liturgia penitencial, hacen
autoacusaciones de una franqueza y de un coraje admirables, pero en cuanto
alguien alrededor de ellos alude a tomar en serio sus confesiones, o se atreve
a decir en ellas una pequeña parte de lo que se ha dicho a solas, son chispas.
Evidentemente, todavía queda mucho camino por recorrer para llegar a la
verdadera humildad y a la verdad humilde.
Cuando trato de recibir gloria de un hombre por algo que
digo o hago, es casi seguro que ese mismo hombre busca recibir en respuesta
gloria de mí por lo que dice o hace. Y así sucede que cada uno busca su propia
gloria y nadie la obtiene y si, por casualidad, la obtiene no es más que
«vanagloria», es decir gloria vacía, destinada a disolverse en humo con la
muerte. Pero el efecto es igualmente terrible; Jesús atribuía a la búsqueda de
la propia gloria incluso la imposibilidad de creer. Decía a los fariseos:
«¿Como podéis creer cuando recibís gloria los unos de los otros y no buscáis la
gloria que viene sólo de Dios?» (Jn 5,44).
Cuando nos encontramos envueltos en pensamientos y
aspiraciones de gloria humana, echamos en la mezcla de estos pensamientos, como
una antorcha ardiente, la palabra que Jesús mismo utilizó y que nos dejó: «¡Yo
no busco mi gloria!» (Jn 8,50). Ella tiene el poder casi sacramental de
realizar lo que significa, de disipar dichos pensamientos.
La humildad es una lucha que dura toda la vida y se extiende
a cada aspecto de la vida. El orgullo es capaz de alimentarse tanto del mal
como del bien y sobrevivir, por lo tanto, en cualquier situación y en cualquier
«clima». Más aún, a diferencia de lo que sucede con cualquier otro vicio, el
bien, no el mal, es el caldo de cultivo preferido de este terrible «virus».
«La vanidad tiene raíces tan profundas en el corazón del
hombre que un soldado, un siervo de milicias, un cocinero, un mozo de carga, se
jacta y pretende tener sus admiradores y los mismos filósofos la quieren. Y
aquellos que escriben en contra de la vanagloria aspiran al orgullo de haber
escrito bien, y quienes los leen, al orgullo de haberlos leído; yo, que escribo
esto, tengo quizá el mismo deseo y quizá también aquellos que me leen»[6].
La vanagloria es capaz de transformar en acto de orgullo
nuestro mismo tender a la humildad. Pero con la gracia, podemos salir
vencedores también de esta terrible batalla. En efecto, si tu hombre viejo
logra transformar en actos de orgullo tus mismos actos de humildad, tú, con la
gracia, transforma en actos de humildad también tus actos de orgullo, al
reconocerlos. Reconociendo, humildemente, que eres una nada soberbia. Así, Dios
es glorificado también por nuestro propio orgullo.
En esta batalla Dios suele acudir en auxilio de los suyos
con un remedio muy eficaz y singular. Escribe san Pablo: «Para que no me
enorgulleciera por la grandeza de las revelaciones un enviado de Satanás me
clavó una espina en la carne encargado de abofetearme: para que no caiga en
soberbia» (2 Cor 12,7).
Para que el hombre «no se enorgullezca», Dios lo fija al
suelo con una especie de ancla; le pone «pesos en los lomos» (cf. Sal 66,11).
No sabemos qué era exactamente esta «espina en la carne» y este «enviado de
Satanás» para Pablo, ¡pero sabemos bien qué es para nosotros! Todo el que
quiere seguir al Señor y servir a la Iglesia la tiene. Son situaciones
humillantes por las que uno es llamado constantemente, a veces de noche y de
día, a la dura realidad de lo que somos. Puede ser un defecto, una enfermedad,
una debilidad, una impotencia, que el Señor nos deja, a pesar de todas las
súplicas. Una tentación persistente y humillante, ¡quizás justo una tentación
de soberbia! Una persona con la que uno se ve obligado a vivir y que, a pesar
de la rectitud de ambas partes, tiene el poder de poner al desnudo nuestra
fragilidad, de destruir nuestra presunción.
A veces se trata de algo más pesado aún: son situaciones en
las que el siervo de Dios está obligado a asistir impotente al fracaso de todos
sus esfuerzos y a cosas demasiado más grandes que él, que le hacen palpar su
impotencia frente al poder del mal y de las tinieblas. Sobre todo aquí aprende
qué quiere decir «humillarse bajo la poderosa mano de Dios» (cf 1 Pe 5,6).
La humildad no es sólo importante para el progreso personal
en la vía de la santidad; es esencial también para el buen funcionamiento de la
vida de comunidad, para la edificación de la Iglesia. Yo digo que la humildad
es el aislante en la vida de la Iglesia. El aislante es muy importante y vital
para el progreso en el campo de la electricidad. En efecto, cuanto más alta y
potente es la alta tensión y la corriente eléctrica que pasa a través de un
cable, más resistente debe ser el aislante que impida que la corriente se descargue
a tierra o provoque cortocircuitos. Al progreso en el ámbito de la electricidad
debe corresponder un progreso análogo de la técnica del aislante. La humildad
es, en la vida espiritual, el gran aislante que permite a la corriente divina
de la gracia que pase a través de una persona sin disiparse o, peor aún,
provocar llamas de orgullo y de rivalidad. Fuente: Zenit.