Discurso del Papa Francisco en la ceremonia
de acogida y apertura de la JMJ Panamá. 24 de enero 2019.
Ustedes en esto se transforman en maestros y artesanos de la
cultura del encuentro que no es “hola que tal, chau”; sino que nos hace caminar
juntos. °°°
Queridos jóvenes, ¡buenas tardes!
¡Qué bueno volver a encontrarnos y hacerlo en esta tierra
que nos recibe con tanto color y calor! Juntos en Panamá, la Jornada Mundial de
la Juventud es otra vez una fiesta de alegría, una fiesta de esperanza para la
Iglesia toda y, para el mundo, un enorme testimonio de fe.
¡Al contrario! Queremos reencontrar y despertar junto a
ustedes la continua novedad y juventud de la Iglesia abriéndonos siempre a esa
gracia del Espíritu Santo que hace siempre un nuevo Pentecostés (cf. SÍNODO
SOBRE LOS JÓVENES, Doc. final, 60). Eso solo es posible, como lo acabamos de
vivir en el Sínodo, si nos animamos a caminar escuchándonos y a escuchar
complementándonos, si nos animamos a testimoniar anunciando al Señor en el
servicio a nuestros hermanos que siempre es un servicio concreto. No es un
servicio de figuritas.
Pienso en ustedes empezando a caminar primero en esta
jornada, los jóvenes de la juventud indígena. Fueron los primeros en América y
los primeros en caminar en este encuentro. Un aplauso grande. Y también los
jóvenes de la juventud descendiente de africanos que también hicieron su
encuentro y nos ganaron la mano.
Sé que llegar hasta aquí no ha sido nada fácil. Conozco el
esfuerzo, el sacrificio que realizaron para poder participar en esta Jornada.
Muchos días de trabajo y dedicación, encuentros de reflexión y oración hacen
que el camino sea en gran medida la recompensa. El discípulo no es solamente el
que llega a un lugar sino el que empieza con decisión, el que no tiene miedo de
arriesgar y ponerse a caminar. Si uno empieza a caminar ya no tiene miedo.
Esa es su mayor alegría, estar en camino. Ustedes no
tuvieron miedo de arriesgar y caminar. Hoy podemos “estar de rumba”, porque
esta rumba comenzó hace ya mucho tiempo en cada comunidad.
Escuchamos decir en la presentación con las banderas que
venimos de culturas y pueblos diferentes, hablamos lenguas diferentes, usamos
ropas diferentes. Cada uno de nuestros pueblos ha vivido historias y
circunstancias diferentes. ¡Cuántas cosas nos pueden diferenciar!, pero nada de
eso impidió poder encontrarnos, tantas diferencias no impidieron poder
encontrarnos y divertirnos juntos. Ninguna diferencia nos paró. Eso es posible
porque sabemos que hay algo que nos une, hay Alguien que nos hermana. Ustedes,
queridos amigos, han hecho muchos sacrificios para poder encontrarse y así se
transforman en verdaderos maestros y artesanos de la cultura del encuentro.
Ustedes en esto se transforman en maestros y artesanos de la cultura del
encuentro que no es “hola que tal, chau”; sino que nos hace caminar juntos.
Con sus gestos y actitudes, con sus miradas, sus deseos y
especialmente con su sensibilidad desmienten y desautorizan todos esos
discursos que se concentran y se empeñan en sembrar división, en excluir o
expulsar a los que “no son como nosotros”. Como en varios países de América
decimos, no son GCU: gente como uno. Todos somos gente como uno, todos con
nuestras diferencias.
Y esto porque tienen ese olfato que sabe intuir que «el amor
verdadero no anula las legítimas diferencias, sino que las armoniza en una
unidad superior». Sabe quien dice eso? El Papa Benedicto XVI, que está mirando
y lo vamos a aplaudir. ¡Le mandamos un saludo! Desde acá. Él nos está mirando
por la televisión. Un saludos, todos, con la mano al Papa Benedicto.
Por el contrario, sabemos que el padre de la mentira, el
demonio, siempre prefiere un pueblo dividido y peleado, a un pueblo que aprende
a trabajar juntos. Y este es un criterio para distinguir a la gente, los
constructores de puentes y de muros, esos constructores de muros que dividen a
la gente. ¿Ustedes qué quieren ser? ¡Constructores de puentes! (responden los
jóvenes).
Ustedes nos enseñan que encontrarse no significa
mimetizarse, ni pensar todos lo mismo o vivir todos iguales haciendo y
repitiendo las mismas cosas, eso lo hacen los loros y los papagayos.
Encontrarse es un llamado e invitación a atreverse a mantener vivo un sueño en
común.
Tenemos muchas diferencias, nos vestimos diferente, pero
podemos tener un sueño común. Sí, un sueño grande y capaz de cobijar a todos.
Ese sueño por el que Jesús dio la vida en la cruz y el Espíritu Santo se
desparramó y tatuó a fuego el día de Pentecostés en el corazón de cada hombre y
cada mujer, en corazón de cada uno, el tuyo y en el mío, a la espera de que
encuentre espacio para crecer y para desarrollarse.
Un sueño llamado Jesús sembrado por el Padre, Dios como Él,
enviado por el Padre, con la confianza que crecerá y vivirá en cada corazón. Un
sueño concreto que es una persona y que corre por nuestras venas, estremece el
corazón y lo hace bailar cada vez que los escuchamos: «Ámense los unos a los
otros. Así como yo los he amado, ámense también ustedes. En esto todos
reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a
los otros» (Jn 13,34- 35).
¿Cómo se llame el sueño nuestro? ¡Jesús! (responden los
jóvenes)
A un santo de estas tierras, escuchen esto, le gustaba
decir: «El cristianismo no es un conjunto de verdades que hay que creer, de
leyes que hay que cumplir, o de prohibiciones. Así el cristianismo resulta muy
repugnante. El cristianismo es una Persona que me amó tanto, que reclama y pide
mi amor. El cristianismo es Cristo» ¿Lo decimos todos juntos? El cristianismo
es Cristo. (cf. S. OSCAR ROMERO, Homilía, 6 noviembre 1977). Es desarrollar el
sueño por el que dio la vida: amar con el mismo amor que nos ha amado. No nos
amó hasta la mitad, no nos amó un cachito, nos amó totalmente. Nos llenó de
amor, dio su vida.
Nos preguntamos: ¿Qué nos mantiene unidos? ¿Por qué estamos
unidos? ¿Qué nos mueve a encontrarnos? ¿Saben lo que es? La seguridad de saber
que hemos sido amados con un amor entrañable que no queremos y no podemos
callar, un amor que nos desafía a responder de la misma manera: con amor. Es el
amor de Cristo que nos apremia (cf. 2 Co 5,14).
Fíjense que el amor que nos une es un amor que no “patotea”
ni aplasta, un amor que no margina, que no se calla, un amor que no humilla ni
avasalla. Es el amor del Señor, un amor de todos los días, discreto y
respetuoso, amor de libertad y para la libertad, amor que sana y levanta. Es el
amor del Señor que sabe más de levantadas que de caídas, de reconciliación que
de prohibición, de dar nueva oportunidad que de condenar, de futuro que de
pasado. Es el amor silencioso de la mano tendida en el servicio y la entrega.
Es el amor que no se pavonea, que no la juega de pavo real, que se da a los
humildes. Ese es el amor que nos une a nosotros.
Te pregunto: ¿Creés en este amor? Te pregunto otra cosa:
¿Crees que este amor vale la pena?
Jesús una vez preguntó a uno lo mismo y le dijo que vaya y
haga lo mismo. En nombre de Jesús yo les digo que hagan lo mismo. No tengan
miedo de ese amor que gasta la vida.
Fue la misma pregunta e invitación que recibió María. El
ángel le preguntó si quería llevar este sueño en sus entrañas y hacerlo vida,
hacerlo carne.
María tenía la edad de tantos de ustedes y María dijo: «He
aquí la sierva del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). Cerremos
los ojos todos y pensemos en María. No era tonta, sabía lo que sentía su
corazón, sabía lo que era el amor y respondió "He aquí la Sierva del
Señor, hágase en mí según tu palabra". En este momentito de silencio,
Jesús le dice a cada uno, a vos, a vos y vos: ¿Te animas? ¿Querés? Pensá en
María y contesta: quiero servir al Señor, que se haga en mí según tu palabra.
María se animó a decir “sí”. Se animó a darle vida al sueño
de Dios. Y esto es lo mismo que el ángel te quiere preguntar a vos, a vos, a
mí: ¿querés que este sueño tenga vida? ¿Querés darle carne con tus manos, con
tus pies, con tu mirada, con tu corazón? ¿Querés que sea el amor del Padre el
que te abra nuevos horizontes y te lleve por caminos jamás imaginados y
pensados, soñados o esperados que alegren y hagan cantar y bailar al corazón?
¿Nos animamos a decirle al ángel, como María: he aquí los
siervos del Señor, hágase? No contesten acá. contesten en el corazón. Hay
preguntas que solo se responden en silencio.
Queridos jóvenes: Lo más esperanzador de esta Jornada no va
a ser un documento final, una carta consensuada o un programa a ejecutar. No,
eso no va a ser. Lo más esperanzador de este encuentro serán vuestros rostros y
una oración. Eso dará esperanza. Con la cara con la cual vuelvan a sus casas,
con la oración que aprendieron a decir con el corazón cambiado.
Cada uno volverá a casa con la fuerza nueva que se genera
cada vez que nos encontramos con los otros y con el Señor, llenos del Espíritu
Santo para recordar y mantener vivo ese sueño que nos hace hermanos y que
estamos invitados a no dejar que se congele en el corazón del mundo: allí donde
nos encontremos, haciendo lo que estamos haciendo, siempre podremos levantar la
mirada y decir: Señor, enséñame a amar como Tú nos has amado —¿se animan a
repetirlo conmigo?—. Señor, enséñame a amar como Tú nos has amado. Más fuerte,
están roncos: Señor, enséñame a amar como Tú nos has amado.
Y como queremos ser buenos y educados, no podemos terminar
este primer encuentro sin agradecer. Gracias a todos los que han preparado con
mucha ilusión esta Jornada Mundial de la Juventud. Todo esto, gracias, fuerte.
Gracias por animarse a construir y hospedar, por decirle “sí” al sueño de Dios
de ver a sus hijos reunidos. Gracias Mons. Ulloa y todo su equipo por ayudar a
que Panamá hoy sea no solamente un canal que une mares, sino también canal
donde el sueño de Dios siga encontrando cauces para crecer, multiplicarse e
irradiarse en todos los rincones de la tierra.
Amigos y amigas, que Jesús los bendiga. Lo deseo de todo
corazón. Que Santa María la Antigua los acompañe siempre, para que todos seamos
capaces de decir sin miedo, como ella: «Aquí estoy. Hágase». Gracias.