8 de enero 2019. Mensaje del Santo Padre Francisco con
motivo de la jornada mundial del enfermo. Queridos hermanos y hermanas: «Gratis
habéis recibido; dad gratis» (Mateo 10,8). Estas son las palabras pronunciadas
por Jesús cuando envió́ a los apóstoles a difundir el Evangelio, para que su
Reino se propagase a través de gestos de amor gratuito. Con ocasión de la XXVII
Jornada Mundial del Enfermo, que se celebrará solemnemente en Calcuta, India,
el 11 de febrero de 2019, la Iglesia, como Madre de todos sus hijos, sobre todo
los enfermos, recuerda que los gestos gratuitos de donación, como los del Buen
Samaritano, son la vida más creíble para la evangelización.
El cuidado de los
enfermos requiere profesionalidad y ternura, expresiones de gratuidad,
inmediatas y sencillas como la caricia, a través de las cuales se consigue que
la otra persona se sienta “querida”.
La vida es un don de Dios —y como advierte san Pablo—:
«¿Tienes algo que no hayas recibido?» (1 Co 4,7). Precisamente porque es un
don, la existencia no se puede considerar una mera posesión o una propiedad
privada, sobre todo ante las conquistas de la medicina y de la biotecnología,
que podrían llevar al hombre a ceder a la tentación de la manipulación del “árbol
de la vida” (cf. Gn 3,24).
Frente a la cultura del descarte y de la indiferencia, deseo
afirmar que el don se sitúa como el paradigma capaz de desafiar el
individualismo y la contemporánea fragmentación social, para impulsar nuevos vínculos
y diversas formas de cooperación humana entre pueblos y culturas. El diálogo,
que es una premisa para el don, abre espacios de relación para el crecimiento y
el desarrollo humano, capaces de romper los rígidos esquemas del ejercicio del
poder en la sociedad. La acción de donar no se identifica con la de regalar,
porque se define solo como un darse a sí mismo, no se puede reducir a una
simple transferencia de una propiedad o de un objeto. Se diferencia de la
acción de regalar precisamente porque contiene el don de sí y supone el deseo
de establecer un vínculo. El don es ante todo reconocimiento recíproco, que
es el carácter indispensable del vínculo social. En el don se refleja el amor
de Dios, que culmina en la encarnación del Hijo, Jesús, y en la efusión del
Espíritu Santo.
Cada hombre es pobre, necesitado e indigente. Cuando
nacemos, necesitamos para vivir los cuidados de nuestros padres, y así en cada
fase y etapa de la vida, nunca podremos liberarnos completamente de la
necesidad y de la ayuda de los demás, nunca podremos arrancarnos del límite
de la impotencia ante alguien o algo. También esta es una condición que
caracteriza nuestro ser “criaturas”. El justo reconocimiento de esta verdad nos
invita a permanecer humildes y a practicar
con decisión la solidaridad, en cuanto virtud indispensable de la existencia.
Esta conciencia nos impulsa a actuar con responsabilidad y a
responsabilizar a otros, en vista de un bien que es indisolublemente personal y
común. Solo cuando el hombre se concibe a sí mismo, no como un mundo aparte,
sino como alguien que, por naturaleza, está ligado a todos los demás, a los
que originariamente siente como “hermanos”, es posible una praxis social
solidaria orientada al bien común. No hemos de temer reconocernos como
necesitados e incapaces de procurarnos todo lo que nos hace falta, porque solos
y con nuestras fuerzas no podemos superar todos los límites. No temamos
reconocer esto, porque Dios mismo, en Jesús, se ha inclinado (cf. Flp 2,8) y
se inclina sobre nosotros y sobre nuestra pobreza para ayudarnos y regalarnos
aquellos bienes que por nosotros mismos nunca podríamos tener.
En esta circunstancia de la solemne celebración en la
India, quiero recordar con alegría y admiración la figura de la santa Madre
Teresa de Calcuta, un modelo de caridad que hizo visible el amor de Dios por
los pobres y los enfermos. Como dije con motivo de su canonización, «Madre
Teresa, a lo largo de toda su existencia, ha sido una generosa dispensadora de
la misericordia divina, poniéndose a disposición de todos por medio de la
acogida y la defensa de la vida humana, tanto la no nacida como la abandonada y
descartada. [...] Se ha inclinado sobre las personas desfallecidas, que mueren
abandonadas al borde de las calles, reconociendo la dignidad que Dios les
había dado; ha hecho sentir su voz a los poderosos de la tierra, para que
reconocieran sus culpas ante los crímenes [...] de la pobreza creada por ellos
mismos. La misericordia ha sido para ella la “sal” que daba sabor a cada obra
suya, y la “luz” que iluminaba las tinieblas de los que no tenían ni siquiera
lágrimas para llorar su pobreza y sufrimiento. Su misión en las periferias de
las ciudades y en las periferias existenciales permanece en nuestros días como
testimonio elocuente de la cercanía de Dios hacia los más pobres entre los
pobres» (Homilía, 4 septiembre 2016).
Santa Madre Teresa nos ayuda a comprender que el único criterio de acción debe ser el
amor gratuito a todos, sin distinción de lengua, cultura, etnia o religión.
Su ejemplo sigue guiándonos para que abramos horizontes de alegría y de
esperanza a la humanidad necesitada de comprensión y de ternura, sobre todo a
quienes sufren. La gratuidad humana es la levadura de la acción de los
voluntarios, que son tan importantes en el sector socio-sanitario y que viven
de manera elocuente la espiritualidad del Buen Samaritano.
Agradezco y animo a todas las asociaciones de voluntariado
que se ocupan del transporte y de la asistencia de los pacientes; aquellas que
proveen las donaciones de sangre, de tejidos y de órganos. Un ámbito especial
en el que vuestra presencia manifiesta la atención de la Iglesia es el de la
tutela de los derechos de los enfermos, sobre todo de quienes padecen
enfermedades que requieren cuidados especiales, sin olvidar el campo de la
sensibilización social y la prevención. Vuestros servicios de voluntariado en
las estructuras sanitarias y a domicilio, que van desde la asistencia sanitaria
hasta el apoyo espiritual, son muy importantes. De ellos se benefician muchas
personas enfermas, solas, ancianas, con fragilidades psíquicas y de movilidad.
Os exhorto a seguir siendo un signo de la presencia de la
Iglesia en el mundo secularizado. El voluntario es un amigo desinteresado con
quien se puede compartir pensamientos y emociones; a través de la escucha, es
capaz de crear las condiciones para que el enfermo, de objeto pasivo de cuidados,
se convierta en un sujeto activo y protagonista de una relación de
reciprocidad, que recupere la esperanza, y mejor dispuesto para aceptar las
terapias. El voluntariado comunica valores, comportamientos y estilos de vida
que tienen en su centro el fermento de la donación. Así es como se realiza también
la humanización de los cuidados.
La dimensión de la gratuidad debería animar, sobre todo,
las estructuras sanitarias católicas, porque es la lógica del Evangelio la
que cualifica su labor, tanto en las zonas más avanzadas como en las más
desfavorecidas del mundo. Las estructuras católicas están llamadas a expresar
el sentido del don, de la gratuidad y de la solidaridad, en respuesta a la
lógica del beneficio a toda costa, del dar para recibir, de la explotación
que no mira a las personas.
Os exhorto a todos, en los diversos ámbitos, a que promováis la cultura de la gratuidad y del
don, indispensable para superar la cultura del beneficio y del descarte.
Las instituciones de salud católicas no deberían caer en la trampa de
anteponer los intereses de empresa, sino más bien en proteger el cuidado de la
persona en lugar del beneficio. Sabemos que la salud es relacional, depende de
la interacción con los demás y necesita confianza, amistad y solidaridad, es
un bien que se puede disfrutar “plenamente” solo si se comparte. La alegría
del don gratuito es el indicador de la salud del cristiano.
Os encomiendo a todos a Marina, Salus infirmorum. Que ella
nos ayude a compartir los dones recibidos con espíritu de diálogo y de acogida reciproca,
a vivir como hermanos y hermanas atentos a las necesidades de los demás, a
saber dar con un corazón generoso, a aprender la alegría del servicio
desinteresado. Con afecto aseguro a todos mi cercanía en la oración y os envío
de corazón mi Bendición Apostólica.