29 de junio 2025. “Pedro y Pablo dan su vida por causa del Evangelio.” Homilía Papa León XIV, Basílica de san Pedro. Queridos hermanos y hermanas:
La historia de estos dos apóstoles nos interpela de cerca
también a nosotros, que somos la comunidad peregrina de los discípulos del
Señor en nuestro tiempo. En particular, viendo sus testimonios, quisiera
subrayar dos aspectos: la comunión eclesial y la vitalidad de la fe.
En primer lugar, la comunión eclesial. La liturgia de esta
solemnidad, de hecho, nos hace ver cómo Pedro y Pablo fueron llamados a
vivir un único destino, el del martirio, que los asoció definitivamente a
Cristo. En la primera lectura encontramos a Pedro que, en la cárcel, espera que
se ejecute la sentencia (cf. Hechos 12, 1-11); en la segunda encontramos al
apóstol Pablo, también él con cadenas, afirmando, en una especie de testamento,
que su sangre está por ser derramada y ofrecida a Dios (cfr. 2 Timoteo 4, 6-8.17-18).
Tanto Pedro como Pablo, por tanto, dan su vida por la causa del Evangelio.
Sin embargo, esta comunión en la única confesión de la fe no
es una conquista pacífica. Los dos apóstoles la alcanzan como una meta a la que
llegan después de un largo camino, en el cual cada uno ha abrazado la fe y ha
vivido el apostolado de manera diversa. Su fraternidad en el Espíritu no
borra la diversidad de sus orígenes: Simón era un pescador de Galilea,
Saulo en cambio un riguroso intelectual perteneciente al partido de los
fariseos; el primero deja todo inmediatamente para seguir al Señor; el segundo
persigue a los cristianos hasta que es transformado por Cristo Resucitado;
Pedro predica sobre todo a los judíos; Pablo es impulsado a llevar la Buena
Noticia a los gentiles.
Entre ambos, como sabemos, no faltaron conflictos
respecto a la relación con los paganos, al punto que Pablo afirma: «Cuando
Cefas llegó a Antioquía, yo le hice frente porque su conducta era reprensible»
(Gálatas 2, 11). Y de dicha cuestión, como sabemos, se ocupará el Concilio de
Jerusalén, en el que los dos apóstoles seguirán debatiendo.
Queridos hermanos, la historia de Pedro y Pablo nos
enseña que la comunión a la que el Señor nos llama es una armonía de voces y
rostros, no anula la libertad de cada uno. Nuestros patronos han recorrido
caminos diferentes, han tenido ideas diferentes, a veces se enfrentaron y
discutieron con franqueza evangélica. Sin embargo, eso no les impidió vivir
la concordia apostolorum, es decir, una viva comunión en el Espíritu, una
fecunda sintonía en la diversidad. Como afirma san Agustín: «En un solo día
celebramos la pasión de ambos apóstoles. Pero ellos dos eran también una
unidad; aunque padeciesen en distintas fechas, eran una unidad» (Sermón
295, 7).
Todo esto nos interroga sobre el camino de la comunión
eclesial. Esta nace del impulso del Espíritu, une las diversidades y crea
puentes de unidad en la variedad de los carismas, de los dones y de los
ministerios. Es importante aprender a vivir la comunión de ese modo, como
unidad en la diversidad, para que la variedad de los dones, articulada en
la confesión de la única fe, contribuya al anuncio del Evangelio.
Estamos llamados a seguir este caminando por esta senda,
mirando precisamente a Pedro y Pablo, porque todos necesitamos de esa
fraternidad. Lo necesita la Iglesia, lo necesitan las relaciones entre los
laicos y los presbíteros, entre los presbíteros y los obispos, entre los
obispos y el Papa, así como lo necesitan la vida pastoral, el diálogo ecuménico
y la relación de amistad que la Iglesia desea mantener con el mundo. Comprometámonos
a hacer de nuestras diversidades un taller de unidad y comunión, de fraternidad
y reconciliación para que cada uno en la Iglesia, con la propia historia
personal, aprenda a caminar junto con los demás.
Los santos Pedro y Pablo nos interpelan también sobre la
vitalidad de nuestra fe. En la experiencia del discipulado, de hecho, siempre
existe el riesgo de caer en la rutina, en el ritualismo, en esquemas pastorales
que se repiten sin renovarse y sin captar los desafíos del presente. En la
historia de los dos apóstoles, en cambio, nos inspira su voluntad de abrirse a
los cambios, de dejarnos interrogar por los acontecimientos, los encuentros y
las situaciones concretas de las comunidades, de buscar caminos nuevos para la
evangelización partiendo de los problemas y las preguntas planteados por los
hermanos y hermanas en la fe.
Y en el centro del Evangelio que hemos escuchado está
precisamente la pregunta que Jesús hace a sus discípulos, y que también nos
dirige hoy a nosotros, para que podamos discernir si el camino de nuestra fe
conserva dinamismo y vitalidad, si aún está encendida la llama de la relación
con el Señor: «Y ustedes, […] ¿quién dicen que soy?» (Mateo 16, 15).
Cada día, en cada momento de la historia, siempre debemos
prestar atención a esta pregunta. Si no queremos que nuestro ser cristiano
se reduzca a una herencia del pasado, como tantas veces nos ha advertido el
Papa Francisco, es importante salir del peligro de una fe cansada y
estática, para preguntarnos: ¿quién es hoy para nosotros Jesucristo? ¿Qué
lugar ocupa en nuestra vida y en la acción de la Iglesia? ¿Cómo podemos
testimoniar esta esperanza en la vida cotidiana y anunciarla a aquellos con
quienes nos encontramos?
Hermanos y hermanas, el ejercicio del discernimiento, que
nace de estos interrogantes, le permite a nuestra fe y a la Iglesia que se
renueven continuamente y que experimenten nuevos caminos y nuevas prácticas
para el anuncio del Evangelio. Esto, junto a la comunión, debe ser nuestro
primer deseo. En particular, hoy quisiera dirigirme a la Iglesia que peregrina
en Roma, porque ella está llamada más que todas a ser signo de unidad y de
comunión, Iglesia ardiente de una fe viva, comunidad de discípulos que
testimonian la alegría y el consuelo del Evangelio en todas las situaciones
humanas.
En la alegría de esta comunión, que el camino de los santos
Pedro y Pablo nos invita a cultivar, saludo a los hermanos arzobispos que hoy
reciben el palio. Queridos hermanos, este signo, al mismo tiempo que recuerda
la tarea pastoral que les ha sido confiada, expresa la comunión con el obispo
de Roma, para que, en la unidad de la fe católica, cada uno de ustedes pueda
alimentarla en las Iglesias locales confiadas a ustedes.
Deseo además saludar a los miembros del Sínodo de la Iglesia
greco-católica ucraniana: gracias por su presencia aquí y por su celo pastoral.
Que el Señor le conceda la paz a su pueblo.
Y con viva gratitud saludo a la Delegación del Patriarcado
Ecuménico, que ha sido enviada por el querido hermano Su Santidad Bartolomé.
Queridos hermanos y hermanas, edificados por el testimonio
de los santos apóstoles Pedro y Pablo, caminemos juntos en la fe y en la
comunión, e invoquemos su intercesión sobre todos nosotros, sobre la ciudad de
Roma, sobre la Iglesia y sobre el mundo entero. Fuente e Imagen de Vatican.
Va.