4 de mayo 2022. “El honor de la fe”. Audiencia Papa Francisco. Plaza de san Pedro. Catequesis sobre la vejez 8. Eleazar, la coherencia de la fe, herencia del honor ¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!
En el camino de estas catequesis sobre la vejez, hoy
encontramos un personaje bíblico —un anciano— de nombre Eleazar, que vivió en
los tiempos de la persecución de Antíoco Epífanes. Es una bonita figura. Su
figura nos entrega un testimonio de la relación especial que existe entre la
fidelidad de la vejez y el honor de la fe. ¡Es un valiente! Quisiera
hablar precisamente del honor de la fe, no solo de la coherencia, del anuncio,
de la resistencia de la fe. El honor de la fe se encuentra periódicamente bajo
la presión, incluso violenta, de la cultura de los dominadores, que intenta
envilecerla tratándola como un hallazgo arqueológico, o vieja superstición,
terquedad anacrónica, etc.
La historia bíblica —hemos escuchado un pequeño pasaje, pero
es bonito leerlo todo— narra el episodio de los judíos obligados por un decreto
del rey a comer carnes sacrificadas a los ídolos. Cuando es el turno de
Eleazar, que era un anciano de noventa años muy estimado por todos y con
autoridad, los oficiales del rey le aconsejan que haga una simulación, es decir
que finja comer la carne sin hacerlo realmente. Hipocresía religiosa, hay tanta
hipocresía religiosa, hipocresía clerical. Estos le dicen: “Pero haz un poco el
hipócrita, nadie se dará cuenta”. Así Eleazar se habría salvado, y —decían
aquellos— en nombre de la amistad habría aceptado su gesto de compasión y de afecto.
Después de todo —insistían— se trataba de un gesto mínimo, fingir comer pero no
comer, un gesto insignificante.
Es poca cosa, pero la respuesta tranquila y firme de Eleazar
se basa en un argumento que nos llama la atención. El punto central es este: deshonrar
la fe en la vejez, para ganar unos cuantos días, no es comparable con la
herencia que esta debe dejar a los jóvenes, a enteras generaciones futuras.
¡Qué bueno este Eleazar! Un anciano que ha vivido en la coherencia de la propia
fe durante toda la vida, y ahora se adapta a fingir el repudio, condena a la
nueva generación a pensar que toda la fe haya sido una ficción, una cubierta
exterior que se puede abandonar pensando que se puede conservar en la propia
intimidad. Y no es así, dice Eleazar. Tal comportamiento no honra la fe,
ni siquiera frente a Dios. Y el efecto de esta banalización exterior será
devastador para la interioridad de los jóvenes. ¡La coherencia de este hombre
que piensa en los jóvenes, piensa en la herencia futura, piensa en su pueblo!
Es precisamente la vejez —y esto es bonito para los
ancianos— la que aparece aquí como el lugar decisivo, el lugar insustituible de
este testimonio. Un anciano que, a causa de su vulnerabilidad, aceptara
considerar irrelevante la práctica de la fe, haría creer a los jóvenes que la
fe no tiene ninguna relación real con la vida. Les parecería, desde su inicio,
como un conjunto de comportamientos que, si es necesario, pueden ser simulados
o disimulados, porque ninguno de ellos es tan importante para la vida.
La antigua gnosis heterodoxa, que fue una insidia muy
poderosa y muy seductora para el cristianismo de los primeros siglos, teorizaba
precisamente sobre esto, es una cosa vieja esta: que la fe es una
espiritualidad, no una práctica; una fuerza de la mente, no una forma de vida. La
fidelidad y el honor de la fe, según esta herejía, no tienen nada que ver con
los comportamientos de la vida, las instituciones de la comunidad, los
símbolos del cuerpo. La seducción de esta perspectiva es fuerte, porque interpreta,
a su manera, una verdad indiscutible: que la fe nunca se puede reducir a un
conjunto de normas alimenticias o de prácticas sociales. La fe es otra cosa.
El
problema es que la radicalización gnóstica de esta verdad anula el realismo de
la fe cristiana, porque la fe cristiana es realista, la fe cristiana no es
solamente decir el Credo, sino que es pensar el Credo, es sentir el Credo, es
hacer el Credo. Trabajar con las manos. Sin embargo, esta propuesta gnóstica es
un “fingir”, lo importante es que tú dentro tengas la espiritualidad y
después puedes hacer lo que quieras. Y esto no es cristiano. Es la primera
herejía de los gnósticos, que está muy de moda aquí, en este momento, en tantos
centros de espiritualidad, etc. Y vacía el testimonio de esta gente, que
muestra los signos concretos de Dios en la vida de la comunidad y resiste a las
perversiones de la mente a través de los gestos del cuerpo.
La tentación gnóstica que es una de las —digamos la palabra—
herejías, una de las desviaciones religiosas de este tiempo, la tentación
gnóstica siempre permanece actual. En muchas tendencias de nuestra sociedad y
de nuestra cultura, la práctica de la fe sufre una representación negativa, a
veces en forma de ironía cultural, a veces con una marginación oculta. La
práctica de la fe para estos gnósticos que ya estaban en la época de Jesús, es
considerada como una exterioridad inútil e incluso nociva, como un residuo
anticuado, como una superstición enmascarada.
En resumen, una cosa para los
viejos. La presión que esta crítica indiscriminada ejerce en las jóvenes
generaciones es fuerte. Cierto, sabemos que la práctica de la fe puede
convertirse en una exterioridad sin alma —este es el peligro contrario—,
pero en sí misma no lo es en absoluto. Quizá nos corresponde precisamente a
nosotros, a los ancianos, una misión muy importante: devolver a la fe su
honor, hacerla coherente que es el testimonio de Eleazar, la coherencia hasta
el final. La práctica de la fe no es el símbolo de nuestra debilidad, sino
más bien el signo de su fuerza. Ya no somos niños. ¡No bromeamos cuando nos
pusimos en el camino del Señor!
La fe merece respeto y honor hasta el final: nos ha
cambiado la vida, nos ha purificado la mente, nos ha enseñado la adoración de
Dios y el amor del prójimo. ¡Es una bendición para todos! Pero toda la fe, no
una parte. No cambiaremos la fe por unos cuantos días tranquilos, sino
que haremos como Eleazar, coherente hasta el final, hasta el martirio.
Demostraremos, con mucha humildad y firmeza, precisamente en nuestra vejez, que
creer no es algo “de viejos”, sino que es algo de vida. Creer en el Espíritu
Santo, que hace nuevas todas las cosas, y Él con gusto nos ayudará.
Queridos hermanos y hermanas ancianos, por no decir viejos
—estamos en el mismo grupo— miremos, por favor, a los jóvenes. Ellos nos miran,
no olvidemos esto. Me viene a la mente esa película de la postguerra tan
bonita: “Los niños nos miran”. Nosotros podemos decir lo mismo con los jóvenes:
los jóvenes nos miran y nuestra coherencia puede abriles un camino de vida
bellísimo. Sin embargo, una eventual hipocresía hará mucho mal. Recemos
los unos por los otros. ¡Qué Dios nos bendiga a todos nosotros ancianos! Fuente
e Imagen de Vatican. Va