15 de mayo 2022. “Lo esencial es que Dios nos ama”- Homilía Papa Francisco, Quinto Domingo de pascua, Ciclo “C” Canonizaciones. Hemos escuchado algunas palabras que Jesús entregó a los suyos antes de pasar de este mundo al Padre, palabras que expresan lo que significa ser cristianos: «Así como yo los he amado, ámense también ustedes los unos a los otros» (Juan 13,34). Este es el testamento que Cristo nos dejó, el criterio fundamental para discernir si somos verdaderamente sus discípulos o no: el mandamiento del amor. Consideremos dos elementos esenciales de este mandamiento: el amor de Jesús por nosotros —así como yo los he amado— y el amor que Él nos pide que vivamos —ámense los unos a los otros.
Ante todo, como yo los he amado. ¿Cómo nos ha amado Jesús?
Hasta el extremo, hasta la entrega total de sí. Impacta ver que pronuncia estas
palabras en una noche sombría, mientras el clima que se respira en el cenáculo
está cargado de emoción y preocupación. Emoción porque el Maestro está a
punto de despedirse de sus discípulos. Preocupación porque anuncia que
precisamente uno de ellos lo traicionará. Podemos imaginar qué dolor tendría
Jesús en su alma, qué oscuridad se acumulaba en el corazón de los apóstoles, y
qué amargura ver a Judas que, después de haber recibido del Maestro el bocado
mojado en su plato, salía de la sala para adentrarse en la noche de la
traición. Y, justo en la hora de la traición, Jesús confirmó el amor por los
suyos. Porque en las tinieblas y en las tempestades de la vida lo esencial
es que Dios nos ama.
Hermanos, hermanas, que este anuncio sea central en la
profesión y en las expresiones de nuestra fe: «no consiste en que nosotros
hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó primero» (1 Juan 4,10). No lo
olvidemos nunca. No son nuestros talentos, nuestros méritos los que están en el
centro, sino el amor incondicional y gratuito de Dios, que no hemos
merecido. En el origen de nuestro ser cristianos no están las doctrinas y las
obras, sino el asombro de descubrirnos amados, antes de cualquier respuesta que
nosotros podamos dar. Mientras el mundo quiere frecuentemente convencernos de
que sólo valemos si producimos resultados, el Evangelio nos recuerda la
verdad de la vida: somos amados. Y este es nuestro valor, somos amados.
Un
maestro espiritual de nuestro tiempo escribió: «Antes de que cualquier ser
humano nos viera, hemos sido mirados por los amorosos ojos de Dios. Antes de
que alguien nos escuchara llorar o reír, hemos sido escuchados por nuestro
Dios, que es todo oídos para nosotros. Antes de que alguien en este mundo nos
hablara, la voz del amor eterno ya nos hablaba» (H. Nouwen, Sentirsi amati,
Brescia 1997, 50). Él nos amó primero, Él nos esperó. Él nos ama y sigue
amándonos. Esta es nuestra identidad: somos amados por Dios. Esta es
nuestra fuerza: somos amados por Dios.
Esta verdad nos pide una conversión en relación con la idea
que a menudo tenemos sobre la santidad. A veces, insistiendo demasiado sobre
nuestro esfuerzo por realizar obras buenas, hemos erigido un ideal de santidad
basado excesivamente en nosotros mismos, en el heroísmo personal, en la
capacidad de renuncia, en sacrificarse para conquistar un premio. Es una visión
a menudo demasiado pelagiana de la vida y de la santidad. De ese modo, hemos
hecho de la santidad una meta inalcanzable, la hemos separado de la vida de
todos los días, en vez de buscarla y abrazarla en la cotidianidad, en el polvo
del camino, en los afanes de la vida concreta y, como decía Teresa de Ávila a
sus hermanas, “entre los pucheros de la cocina”. Ser discípulos de Jesús es
caminar por la vía de la santidad y, ante todo, dejarse transfigurar por la
fuerza del amor de Dios. No olvidemos la primacía de Dios sobre el yo, del
Espíritu sobre la carne, de la gracia sobre las obras. A veces nosotros damos
más valor, más importancia al yo, a la carne y a las obras. No. Primacía de
Dios sobre el yo, primacía del Espíritu sobre la carne, primacía de la gracia
sobre las obras.
El amor que recibimos del Señor es la fuerza que transforma
nuestra vida, nos ensancha el corazón y nos predispone para amar. Por eso Jesús
dice —y he aquí el segundo aspecto— «así como yo los he amado, ámense también
ustedes los unos a los otros». Este así no es solamente una invitación a imitar
el amor de Jesús, significa que sólo podemos amar porque Él nos ha amado,
porque da a nuestros corazones su mismo Espíritu, el Espíritu de santidad, amor
que nos sana y nos transforma. Es por eso que podemos tomar decisiones y
realizar gestos de amor en cada situación y con cada hermano y hermana que
encontramos. Porque somos amados tenemos la fuerza de amar. Así como yo soy
amado, puedo amar. Siempre, el amor que yo doy está unido al amor de Jesús por
mí: “así”. Así como Él me ha amado, así yo puedo amar. Es así de simple la vida
cristiana, ¡así de simple! Somos nosotros los que la complicamos con tantas
cosas. Pero en realidad es así de simple.
Y, en concreto, ¿Qué significa vivir este amor? Antes de
darnos este mandamiento, Jesús les lavó los pies a sus discípulos; y después de
haberlo pronunciado, se entregó en el madero de la cruz. Amar significa
esto: servir y dar la vida. Servir significa no anteponer los propios
intereses, desintoxicarse de los venenos de la avidez y la competición, combatir
el cáncer de la indiferencia y la carcoma de la autorreferencialidad, compartir
los carismas y los dones que Dios nos ha dado. Preguntémonos, concretamente,
“¿qué hago por los demás?”. Esto es amar. Y vivamos las cosas ordinarias de
cada día con espíritu de servicio, con amor y silenciosamente, sin reivindicar
nada.
Y, luego, dar la vida, que no es sólo ofrecer algo, como por
ejemplo dar algunos bienes propios a los demás, sino darse uno mismo. A mí me
gusta preguntar a las personas que me piden un consejo: “Dime, ¿tú das
limosna?” —“Sí, Padre, yo doy limosna a los pobres” —“Y cuando tú das la
limosna, ¿tocas la mano del pobre o le dejas caer la moneda y te limpias la
mano?”. Y las personas se sonrojan y responden: “No, yo no toco”. “Cuando tú
das limosna, ¿miras a la persona que estás ayudando o miras para otro lado?”
—“Yo no miro”. Tocar y mirar, tocar y mirar la carne de Cristo que sufre en
nuestros hermanos y hermanas. Esto es muy importante, esto es dar la vida. La
santidad no está hecha de algunos actos heroicos, sino de mucho amor cotidiano.
«¿Eres consagrada o consagrado? —hay muchos hoy aquí—Sé santo viviendo con
alegría tu entrega. ¿Estás casado o casada? Sé santo y santa amando y
ocupándote de tu marido o de tu esposa, como Cristo lo hizo con la Iglesia.
¿Eres un trabajador o una mujer trabajadora? Sé santo cumpliendo con honradez y
competencia tu trabajo al servicio de los hermanos, y luchando por la justicia
de tus compañeros, para que no se queden sin trabajo, para que tengan siempre
el salario justo. ¿Eres padre, abuela o abuelo? Sé santo enseñando con
paciencia a los niños a seguir a Jesús. Dime, ¿tienes autoridad? —y aquí hay
muchas personas que tienen autoridad— Les pregunto: ¿tienes autoridad? Sé
santo luchando por el bien común y renunciando a tus intereses personales»
(cf. Exhortación apostólica. Gaudete et exsultate, 14). Este es el camino de la
santidad, así de simple. Viendo siempre a Jesús en los demás.
Estamos llamados también nosotros a servir al Evangelio y a
los hermanos y a ofrecer nuestra propia vida desinteresadamente —esto es un
secreto: ofrecer desinteresadamente—, sin buscar ninguna gloria mundana.
Nuestros compañeros de viaje, hoy canonizados, vivieron la santidad de este
modo: se desgastaron por el Evangelio abrazando con entusiasmo su vocación —de
sacerdote, algunos, de consagrada, otras, de laico—, descubrieron una alegría
sin igual y se convirtieron en reflejos luminosos del Señor en la historia.
Esto es un santo o una santa, un reflejo luminoso del Señor en la historia.
Intentémoslo también nosotros: el camino de la santidad no está cerrado, es
universal, es una llamada para todos nosotros, comienza con el Bautismo, no
está cerrado. Intentémoslo también nosotros, porque todos estamos llamados a la
santidad, a una santidad única e irrepetible. La santidad es siempre original,
como decía el beato Carlos Acutis, no hay santidad de fotocopia, es la mía,
la tuya, la de cada uno de nosotros. Es única e irrepetible. Sí, el Señor
tiene un proyecto de amor para cada uno, tiene un sueño para tu vida, para mi
vida, para la vida de cada uno de nosotros. ¿Qué más puedo decirles? Llévenlo
adelante con alegría. Gracias. Fuente e Imagen de Vatican. Va.