24 de diciembre 2023 Homilía Papa Francisco. Eucaristía de Nochebuena. Basílica de san Pedro. «Un censo en todo el mundo» (Lucas 2, 1). Este es el contexto en el que nació Jesús y en el que se detiene el Evangelio. Podría haberlo mencionado rápidamente, en cambio habla de ello con precisión. Y así pone de manifiesto un gran contraste: mientras el emperador contabiliza los habitantes del mundo, Dios entra en él casi a escondidas; mientras el que manda intenta convertirse en uno de los grandes de la historia, el Rey de la historia elige el camino de la pequeñez. Ninguno de los poderosos se percata de Él, sólo algunos pastores, relegados a los márgenes de la vida social.
Pero el
censo revela aún más. En la Biblia no dejaba un buen recuerdo. El rey David,
cediendo a la tentación de los grandes números y a una malsana pretensión de
autosuficiencia, había cometido un pecado grave, haciendo precisamente el censo
del pueblo. Quería conocer su fuerza y al cabo de un poco más de nueve meses
obtuvo el número de los que eran aptos para empuñar la espada (cf. 2 Samuel
24,1-9). El Señor, indignado, asoló al pueblo con una desgracia.
En esta
noche, en cambio, después de nueve meses en el vientre de María nace Jesús, el
“Hijo de David”, en Belén, la ciudad de
David, y no castiga por el censo, sino que se deja contabilizar humildemente.
No vemos un dios iracundo que castiga, sino al Dios misericordioso que se
encarna, que entra débil en el mundo, precedido del anuncio: «en la tierra, paz
a los hombres» (Lucas 2,14). Y nuestro corazón esta noche está en Belén, donde
el Príncipe de la Paz sigue siendo rechazado por la lógica perdedora de la
guerra, con el rugir de las armas que también hoy le impiden encontrar una
posada en el mundo (cf. Lucas 2,7).
El censo de
toda la tierra, en definitiva, manifiesta, por una parte, la trama demasiado
humana que atraviesa la historia: la de un mundo que busca el poder y la
fuerza, la fama y la gloria, donde todo se mide con los éxitos y los
resultados, con las cifras y los números. Es la obsesión del beneficio.
Pero, al
mismo tiempo, en el censo se destaca el camino de Jesús, que viene a buscarnos
a través de la encarnación. No es el dios del beneficio, sino el Dios de la
encarnación. No combate las injusticias
desde lo alto con la fuerza, sino desde abajo con el amor; no irrumpe con
un poder sin límites, sino que desciende a nuestros límites; no evita nuestras
fragilidades, sino que las asume.
Hermanos y
hermanas, esta noche podemos preguntarnos: nosotros, ¿en qué Dios creemos? ¿En el Dios de la encarnación o en el del
beneficio? Sí, porque existe el riesgo de vivir la Navidad con una idea
pagana de Dios, como si fuera un amo poderoso que está en el cielo; un dios que
se alía con el poder, con el éxito mundano y con la idolatría del consumismo.
Vuelve siempre la imagen falsa de un dios distante e irritable, que se porta
bien con los buenos y se enoja con los malos; de un dios hecho a nuestra imagen,
útil solamente para resolvernos los problemas y para quitarnos los males.
Él,
en cambio, no usa la varita mágica, no es el dios comercial del “todo y ahora
mismo”; no nos salva pulsando un botón, sino que se acerca para cambiar la
realidad desde dentro. Y, sin embargo, ¡qué
arraigada está en nosotros la idea mundana de un dios alejado y controlador,
rígido y poderoso, que ayuda a los suyos a imponerse sobre los demás! Pero
no es así, Él ha nacido para todos, durante el censo de toda la tierra.
Miremos, por tanto, al «Dios vivo y verdadero» (1 Tesalonicenses 1,9); a Él, que
está más allá de todo cálculo humano y, sin embargo, se deja censar por
nuestros cómputos; a Él, que revoluciona la historia habitándola; a Él, que nos
respeta hasta el punto de permitirnos rechazarlo; a Él, que borra el pecado
cargándolo sobre sí, que no quita el dolor, sino que lo transforma; que no
elimina los problemas de nuestra vida, sino que da a nuestras vidas una
esperanza más grande que los problemas.
Desea tanto abrazar nuestra existencia
que, siendo infinito, por nosotros se hace finito; siendo grande, se hace
pequeño; siendo justo, vive nuestras injusticias.
Este es el asombro de la Navidad: no una mezcla
de afectos melosos y de consuelos mundanos, sino la inaudita ternura de Dios
que salva el mundo
encarnándose. Miremos al Niño, miremos su cuna, contemplemos el pesebre, que los
ángeles llaman la «señal» (Lucas 2,12). Es, en efecto, el signo que revela el
rostro de Dios, que es compasión y misericordia, omnipotente siempre y sólo en
el amor.
Hermanas,
hermanos, asombrémonos porque «se hizo
carne» (Juan 1,14). Carne: palabra que evoca nuestra fragilidad y que el
Evangelio utiliza para decirnos que Dios ha entrado plenamente en nuestra
condición humana. ¿Por qué llegó a tanto? Porque le interesa todo de nosotros,
porque nos ama hasta el punto de considerarnos más valiosos que cualquier otra
cosa. Hermano, hermana, para Dios, que ha cambiado la historia durante el
censo, tú no eres un número, sino un
rostro; tu nombre está escrito en su corazón.
Pero tú,
mirando a tu corazón, a tu rendimiento que no es suficiente, al mundo que juzga
y no perdona, quizás vivas mal esta Navidad, pensando que no estás a la altura,
albergando un sentimiento de fracaso y de insatisfacción por tus fragilidades,
por tus caídas y tus problemas.
Pero hoy,
por favor, deja la iniciativa a Jesús, que te dice: “Por ti me hice carne, por
ti me hice como tú”. ¿Por qué permaneces en la prisión de tus tristezas? Como
los pastores, que dejaron sus rebaños, deja el recinto de tus melancolías y
abraza la ternura del Dios Niño. Sin
máscaras y sin corazas encomiéndale a Él tus afanes y Él te sostendrá (cf.
Sal 55,23).
Él, que se hizo carne, no espera de ti tus resultados exitosos,
sino tu corazón abierto y confiado. Y tú en Él redescubrirás quién eres: un
hijo amado de Dios, una hija amada de Dios. Ahora puedes creerlo, porque esta
noche el Señor vino a la luz para iluminar tu vida y sus ojos brillan de amor
por ti.
Sí, Cristo no mira los números, sino los
rostros. Pero,
entre las tantas cosas y las locas carreras de un mundo siempre ocupado e
indiferente, ¿quién lo mira a Él? En Belén, mientras mucha gente, llevada por
la euforia del censo, iba y venía, llenaba los albergues y las posadas hablando
de todo un poco, sólo algunos estuvieron cerca de Jesús: María y José, los
pastores, y luego los magos. Aprendamos de ellos. Permanecen con la mirada fija
en Jesús, con el corazón dirigido hacia Él. No hablan, sino adoran.
La adoración es el camino para acoger la
encarnación. Porque
es en el silencio que Jesús, Palabra del Padre, se hace carne en nuestras
vidas. Comportémonos también nosotros como en Belén, que significa “casa del
pan”. Estemos ante Él, Pan de vida. Redescubramos la adoración, porque adorar
no es perder el tiempo, sino permitirle a Dios que habite en nuestro tiempo. Es
hacer que florezca en nosotros la semilla de la encarnación, es colaborar con
la obra del Señor, que como fermento cambia el mundo.
Es interceder, reparar, permitirle a Dios que
enderece la historia.
Un gran narrador de aventuras épicas escribió a su hijo: «Pongo delante de ti
lo que hay en la tierra digno de ser amado: el Bendito Sacramento. En él
hallarás el romance, la gloria, el honor, la fidelidad y el verdadero camino a
todo lo que ames en la tierra» (J.R.R. TOLKIEN, Carta 43, marzo 1941).
Esta noche el amor cambia la historia. Haz que
creamos, oh Señor, en el poder de tu amor, tan distinto del poder del mundo. Haz que, como María, José, los
pastores y los magos, nos reunamos en torno a Ti para adorarte. Haciéndonos Tú
más semejantes a Ti, podremos testimoniar al mundo la belleza de tu rostro.
Fuente: Aciprensa. com