8 de marzo 2023 Catequesis. La pasión por la evangelización: el celo apostólico del creyente 6. El Concilio Vaticano II. 1. La evangelización como servicio eclesial. Audiencia Papa Francisco
Queridos
hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En la
pasada catequesis vimos que el primer “concilio” en la historia de la Iglesia
—concilio, como el del Vaticano II—, el primer concilio, fue convocado en
Jerusalén para una cuestión relacionada con la evangelización, es decir, el
anuncio de la Buena Noticia a los no judíos —se pensaba que solamente se debía
llevar el anuncio del Evangelio a los judíos—. En el siglo XX, el Concilio
Ecuménico Vaticano II presentó a la Iglesia como Pueblo de Dios peregrino en el
tiempo y por su naturaleza misionero (cfr. Decreto. Ad gentes, 2). ¿Qué
significa esto?
Hay como un
puente entre el primer y el último Concilio, en el signo de la evangelización,
un puente cuyo arquitecto es el Espíritu Santo. Hoy nos ponemos a la escucha
del Concilio Vaticano II, para descubrir que evangelizar siempre es un servicio
eclesial, nunca solitario, nunca aislado, nunca individualista. La evangelización se hace siempre in
ecclesia, es decir, en comunidad y
sin hacer proselitismo porque eso no es evangelización.
El evangelizador, de hecho, transmite siempre
lo que él mismo o ella misma ha recibido. San Pablo lo escribió primero: el evangelio
que él anunciaba y que las comunidades recibían y en el cual permanecían firmes
es el mismo que el Apóstol recibió a su vez (cfr. 1 Corintios 15,1-3). Se
recibe la fe y se trasmite la fe. Este dinamismo eclesial de transmisión del
Mensaje es vinculante y garantiza la autenticidad del anuncio cristiano.
El
mismo Pablo escribe a los Gálatas: «Pero aun cuando nosotros mismos o un ángel
del cielo os anunciara un evangelio distinto del que os hemos anunciado, ¡sea
anatema!» (1,8). Es hermoso esto y esto les viene bien a muchas visiones que
están de moda…
La
dimensión eclesial de la evangelización constituye por eso un criterio de
verificación del celo apostólico. Una verificación necesaria, porque la tentación de proceder “en solitario”
siempre acecha, especialmente cuando el camino se vuelve áspero y sentimos el
peso del compromiso. Igualmente peligrosa es la tentación de seguir caminos
pseudo-eclesiales más fáciles, de adoptar la lógica mundana de números y
encuestas, de contar con la fuerza de nuestras ideas, programas, estructuras,
las “relaciones que cuentan”.
Esto no va, esto debe ayudar un poco pero lo
fundamental es la fuerza que el Espíritu te da para anunciar la verdad de
Jesucristo, para anunciar el Evangelio. Las otras cosas son secundarias.
Ahora,
hermanos y hermanas, pongámonos más directamente en la escuela del Concilio
Vaticano II, releyendo algunos números del Decreto Ad gentes (AG), el documento
sobre la actividad misionera de la Iglesia. Estos textos del Vaticano II
conservan plenamente su valor incluso en nuestro contexto complejo y plural.
En primer
lugar, este documento, AG, invita a considerar el amor de Dios Padre, como una
fuente, que «por su excesiva y misericordiosa benignidad, creándonos libremente
y llamándonos además sin interés alguno a participar con Él en la vida y en la
gloria. Esta es nuestra vocación. Difundió con liberalidad la bondad divina y
no cesa de difundirla, de forma que el que es Creador del universo, se haga por
fin "todo en todas las cosas" (1 Corintios, 15,28), procurando a un
tiempo su gloria y nuestra felicidad» (n. 2).
Este pasaje
es fundamental, porque dice que el amor
del Padre tiene como destinatario a todo ser humano. El amor de Dios no es para
un grupito solamente, no… para todos. Esa palabra metéosla bien en la
cabeza y en el corazón: todos, todos, nadie excluido, así dice el Señor. Y este
amor por cada ser humano es un amor que alcanza a cada hombre y mujer a través
de la misión de Jesús, mediador de la salvación y nuestro redentor (cfr. AG,
3), y mediante la misión del Espíritu Santo (cfr. AG, 4), el cual, el Espíritu
Santo, obra en cada uno, tanto en los bautizados como en los no bautizados. ¡El Espíritu Santo obra!
El
Concilio, además, recuerda que es tarea de la Iglesia proseguir la misión de
Cristo, el cual fue «enviado a evangelizar a los pobres» —prosigue el documento
Ad gentes—, por eso «la Iglesia debe
caminar, por moción del Espíritu Santo, el Espíritu de Cristo, por el mismo
camino que Cristo siguió, es decir, por el camino de la pobreza, de la
obediencia, del servicio, y de la inmolación de sí mismo hasta la muerte, de la
que salió victorioso por su resurrección» (AG, 5). Si permanece fiel a este
“camino”, la misión de la Iglesia es «la manifestación o epifanía del designio
de Dios y su cumplimiento en el mundo y en su historia» (AG, 9).
Hermanos y
hermanas, estas breves indicaciones nos ayudan también a comprender el sentido
eclesial del celo apostólico de cada discípulo-misionero. El celo apostólico no es un entusiasmo, es otra cosa, es una gracia de
Dios, que debemos custodiar. Debemos entender el sentido porque en el
Pueblo de Dios peregrino y evangelizador no hay sujetos activos y sujetos
pasivos. No están los que predican, los que anuncian el Evangelio de una manera
u otra, y los que están callados. No. «Cada uno de los bautizados —dice la
Evangelii Gaudium— cualquiera que sea su función en la Iglesia y el grado de
ilustración de su fe, es un agente evangelizador» (Exhortación. apostólica.
Evangelii Gaudium, 120).
¿Tú eres cristiano? “Sí, he recibido el Bautismo…”. ¿Y
tú evangelizas? “Pero ¿Qué significa esto…?”. Si tú no evangelizas, si tú no das testimonio, si tú no das ese
testimonio del Bautismo que has recibido, de la fe que el Señor te ha dado, tú
no eres un buen cristiano.
En virtud
del Bautismo recibido y de la consecuente incorporación en la Iglesia, todo
bautizado participa en la misión de la Iglesia y, en ella, a la misión de
Cristo Rey, Sacerdote y Profeta. Hermanos y hermanas, este deber «es único e
idéntico en todas partes y en todas las condiciones, aunque no se realice del
mismo modo según las circunstancias» (AG, 6). Esto nos invita a no
esclerotizarnos o fosilizarnos; nos rescata de esta inquietud que no es de
Dios.
El celo misionero del creyente se expresa también como búsqueda creativa
de nuevos modos de anunciar y testimoniar, de nuevos modos para encontrar la
humanidad herida de la que Cristo se hizo cargo. En definitiva, nuevos modos de
prestar servicio al Evangelio y prestar servicio a la humanidad. La evangelización es un servicio. Si una
persona se dice evangelizador y no tiene esa actitud, ese corazón de servidor,
y se cree patrón, no es un evangelizador, no… es un pobre hombre.
Volver al
amor fundamental del Padre y a las misiones del Hijo y del Espíritu Santo no
nos encierra en espacios de estática tranquilidad personal. Al contrario, nos
lleva a reconocer la gratuidad del don de la plenitud de vida a la que estamos
llamados, este don por el cual alabamos y damos gracias a Dios. Este don no es
solamente para nosotros, sino que es para darlo a los otros.
Y nos lleva
también a vivir cada vez más plenamente lo que hemos recibido compartiéndolo
con los demás, con sentido de responsabilidad y recorriendo juntos los caminos,
muchas veces tortuosos y difíciles de la historia, en la espera vigilante y
laboriosa de su cumplimiento. Pidamos al Señor esta gracia, de tomar de la mano
esta vocación cristiana y dar gracias al Señor por eso que nos ha dado, este tesoro.
Y tratar de comunicarlo a los otros. Fuente e Imagen de Vatican. Va Copyright