17 de abril 2024. Catequesis. Vicios y virtudes. 15. Papa Francisco. La templanza. “La virtud de la justa medida”
Queridos
hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy hablaré
de la cuarta y última virtud cardenal: la templanza. Esta virtud comparte con
las otras tres una historia que se remonta muy atrás en el tiempo y no
pertenece sólo a los cristianos. Para los griegos, la práctica de las virtudes
tenía como meta la felicidad. El filósofo Aristóteles escribió su tratado más
importante sobre ética para su hijo Nicómaco, con el fin de instruirlo en el
arte de vivir.
¿Por qué todos buscamos la felicidad y, sin embargo, tan pocos la
alcanzan? Esta es la pregunta. Para responderla, Aristóteles aborda el tema de
las virtudes, entre las que ocupa un lugar de relieve la enkráteia, es decir,
la templanza. El término griego significa literalmente “poder sobre sí mismo”. La templanza es un poder sobre sí mismo.
Esta virtud es, por lo tanto, la
capacidad de autodominio, el arte de no dejarse arrollar por las pasiones
rebeldes, de poner orden en lo que Manzoni llama "el revoltijo del corazón
humano".
El
Catecismo de la Iglesia Católica nos dice que «la templanza es la virtud moral
que modera la atracción de los placeres
y procura el equilibrio en el uso de los bienes creados». «Ella – continúa
el Catecismo – asegura el dominio de la voluntad sobre los instintos y mantiene
los deseos en los límites de la honestidad. La persona moderada orienta hacia
el bien sus apetitos sensibles, guarda una sana discreción y no se deja
arrastrar para seguir la pasión de su corazón» (n. 1809).
Entonces,
la templanza, como dice la palabra italiana, es la virtud de la justa medida. En cada situación, se porta con
sabiduría, porque las personas que actúan movidas por el ímpetu o la
exuberancia son, en última instancia, poco fiables. Las personas sin templanza
son siempre poco fiables. En un mundo en el que tanta gente se jacta de decir
lo que piensa, la persona templada
prefiere, en cambio, pensar lo que dice. ¿Entienden la diferencia? No digo
lo que se me ocurre, así sin más; no: pienso lo que tengo que decir. Asimismo, quien practica la templanza no hace
promesas vacías, sino que asume compromisos en la medida en que puede
cumplirlos.
También en
los placeres, la persona templada actúa juiciosamente. El libre curso dado a
los impulsos y la total licencia concedida a los placeres acaban volviéndose
contra nosotros mismos, sumiéndonos en un estado de aburrimiento. ¡Cuántas
personas que han querido probarlo todo vorazmente se han encontrado con que han
perdido el gusto por todo! Mejor entonces buscar la justa medida: por ejemplo,
para apreciar un buen vino, es mejor saborearlo a pequeños sorbos que tragárselo
todo de golpe. Todos sabemos esto.
La persona templada sabe pesar y dosificar bien
las palabras.
Piensa en lo que dice. No permite que un momento de ira arruine relaciones y
amistades que luego sólo pueden reconstruirse con gran esfuerzo. Especialmente
en la vida familiar, donde las inhibiciones son menores, todos corremos el
riesgo de no mantener bajo control las tensiones, las irritaciones, la ira. Hay
un momento para hablar y otro para callar, pero ambos requieren la justa
medida. Y esto se aplica a muchas cosas, como por ejemplo el estar con otros y
el estar solos.
Aunque la
persona templada sabe controlar su irascibilidad, esto no significa que se la
vea perennemente con un rostro pacífico y sonriente. De hecho, a veces es
necesario indignarse, pero siempre de la manera correcta. Estas son las
palabras: la justa medida, la manera
correcta. Una palabra de reproche a veces es más saludable que un silencio
agrio y rencoroso.
La persona templada sabe que no hay nada más incómodo que corregir a otro, pero también sabe que
es necesario: de lo contrario se estaría dando rienda suelta al mal. En ciertos
casos, la persona templada consigue mantener unidos los extremos: afirma
principios absolutos, reivindica valores innegociables, pero también sabe comprender
a las personas y mostrar empatía por ellas. Muestra empatía.
El
don de la persona templada es, por tanto, el equilibrio, una cualidad tan
valiosa como rara. De hecho, en nuestro mundo todo empuja al exceso. En cambio,
la templanza se lleva bien con actitudes
evangélicas como la pequeñez, la discreción, el escondimiento, la
mansedumbre. Quien es templado aprecia
la estima de los demás, pero no hace de ella el único criterio de cada
acción y de cada palabra. Es sensible, sabe llorar y no se avergüenza de ello,
pero no llora sobre sí mismo. Derrotado, se levanta; victorioso, es capaz de
volver a su antigua vida escondida.
No
busca el aplauso, pero sabe que necesita de los demás. Hermanos y hermanas,
no es cierto que la templanza nos vuelva grises y sin alegría. Al contrario,
hace que uno disfrute mejor de los bienes de la vida: estar juntos en la mesa,
la ternura de ciertas amistades, la confianza con las personas sabias, el
asombro ante la belleza de la creación.
La felicidad con templanza es alegría
que florece en el corazón de quien reconoce y valora lo que más importa en la
vida. Recemos al Señor para que nos dé este don: el don de la madurez, de la
madurez de la edad, de la madurez afectiva, de la madurez social. El don
de la templanza. Fuente: Vatican. Va.