Evangelio jueves 11 de abril 2024
Padre, Jairo Yate Ramírez.
Arquidiócesis de Ibagué
Porque
aquel a quien Dios ha enviado habla las palabras de Dios, porque da el Espíritu
sin medida. El Padre ama al Hijo y ha puesto todo en su mano. El que cree en el
Hijo tiene vida eterna; el que rehúsa creer en el Hijo, no verá la vida, sino
que la cólera de Dios permanece sobre él.” Juan 3, 31-36.
Quien
crea en el Hijo, tendrá la vida eterna. Esa es una verdad eminentemente divina.
No da lugar a equivocaciones. La salvación viene de Dios y el mismo Padre
celestial le ha concedido a su Hijo continuar con esa misma obra salvífica.
Jesucristo tiene toda la autoridad porque es el enviado para cumplir con la
misión de salvar el mundo. La Escritura enseña que “El que viene de arriba está
por encima de todos” Si Jesucristo viene de Dios y es la Palabra de Dios que se
hizo carne, entonces Él es un testigo
directo de esa salvación.
Ahora si Jesucristo es testigo
directo del Padre celestial, también Dios Padre patentiza su misión ungiéndolo
con la gracia del Espíritu Santo. Jesús
es el Ungido de Dios, enviado para abrir caminos de salvación. Dice la
Escritura: “El enviado de Dios habla Palabra de Dios”. Por último, podemos
decir que toda la obra salvífica quedó
en manos de Jesucristo. El mismo Padre lo ha querido así, es una bondad y
deseo del creador. Dice la Escritura: “El Padre ama al Hijo y ha puesto todo en
su mano”.
El
Papa Francisco afirma que: «la salvación no se compra ni se vende. Se
regala, es gratuita». Y porque «nosotros no podemos salvarnos por nosotros
mismos, la salvación es un regalo, totalmente gratuita». Como escribe san
Pablo, no se compra con «la sangre de los toros y machos cabríos».
Y si «no se puede comprar», para
«que esta salvación entre en nosotros pide
un corazón humilde, un corazón dócil, un corazón obediente, como el de
María». Así «el modelo de este camino de salvación es Dios mismo, su Hijo, que
no estimó un bien irrenunciable ser igual a Dios —lo dice Pablo— sino que se
anonadó a sí mismo y obedeció hasta la muerte y una muerte de cruz». (cfr.
Homilía 25 de marzo, 2014).
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