10 de abril 2024 Catequesis. Vicios y virtudes. 13. La fortaleza. Audiencia Papa Francisco. Plaza de san Pedro.
Queridos
hermanos y hermanas, ¡buenos días!
La
catequesis de hoy está dedicada a la tercera de las virtudes cardinales, o sea,
la fortaleza. Empecemos por la descripción que hace el Catecismo de la Iglesia
Católica: «La fortaleza es la virtud moral que, en las dificultades, asegura la firmeza y la constancia en la
búsqueda del bien. Reafirma la decisión de resistir a las tentaciones y de
superar los obstáculos en la vida moral.
La virtud
de la fortaleza hace capaz de vencer el
temor, incluso a la muerte, y de hacer frente a las pruebas y a las persecuciones.»
(n. 1808). Esto dice el Catecismo de la Iglesia Católica sobre la virtud de la
fortaleza.
He aquí,
por tanto, la más “combativa” de las virtudes. La primera de las virtudes
cardinales, la prudencia, se asocia
sobre todo a la razón del ser humano; y la justicia reside en la voluntad; en
cambio, esta tercera virtud, la fortaleza, ha sido a menudo asociada por los
autores escolásticos a lo que los antiguos llamaban “apetito irascible”. El
pensamiento de los antiguos no imaginó un ser humano sin pasiones: sería una
piedra. Y las pasiones en sí no son necesariamente el residuo de un pecado;
pero deben ser educadas, deben ser dirigidas, deben ser purificadas con el agua
del Bautismo, o, mejor, con el fuego del Espíritu Santo.
Un cristiano sin valentía, que no doblega sus
propias fuerzas al bien, que no molesta a nadie, es un cristiano inútil. ¡Pensemos en esto! Jesús no es un
Dios diáfano y aséptico, que no conoce las emociones humanas. Todo lo
contrario. Ante la muerte de su amigo Lázaro, rompe a llorar; y en algunas de
sus expresiones resplandece su espíritu apasionado, como cuando dice: «Yo he
venido a traer fuego sobre la tierra, ¡y cómo desearía que ya estuviera
ardiendo!» (Lucas 12, 49); y frente al comercio en el templo reaccionó con
fuerza (cfr. Mateo 21, 12-13). Jesús tenía pasión.
Pero
busquemos ahora una descripción existencial de esta virtud tan importante que
nos ayuda a dar fruto en la vida. Los antiguos -tanto los filósofos griegos
como los teólogos cristianos- reconocían en la virtud de la fortaleza un doble
desarrollo, uno pasivo y otro activo.
El primero
se dirige hacia el interior de nosotros mismos. Hay enemigos internos a los que tenemos que vencer, que responden
al nombre de ansiedad, angustia, miedo, culpa: son todas fuerzas que se agitan
en lo más íntimo de nosotros mismos y que en alguna situación nos paralizan.
¡Cuántos luchadores sucumben incluso antes de comenzar el desafío! Porque no
son conscientes de estos enemigos internos.
La fortaleza es ante todo una victoria contra
nosotros mismos. La
mayoría de los miedos que surgen en nuestro interior son irreales, no se hacen
realidad en absoluto. Mejor entonces invocar al Espíritu Santo y afrontarlo
todo con paciente fortaleza: un problema detrás de otro, según nuestras
posibilidades, ¡pero no solos! El Señor está con nosotros si confiamos en Él y
buscamos sinceramente el bien. Entonces, en
cada situación, podemos contar con la Providencia de Dios, que será nuestro
escudo y nuestra armadura.
Y luego
está el segundo movimiento de la virtud de la fortaleza, esta vez de naturaleza
más activa. Además de las pruebas internas, hay enemigos externos, que son las
pruebas de la vida, las persecuciones, las dificultades que no nos esperábamos
y que nos sorprenden. En efecto, podemos intentar prever lo que nos sucederá,
pero en gran medida la realidad se compone de acontecimientos imponderables, y
en este mar a veces nuestra barca es sacudida por las olas. La fortaleza entonces nos hace marineros
que resisten, que no se asustan ni se desaniman.
La fortaleza es una virtud fundamental porque
toma en serio el desafío del mal en el mundo. Algunos fingen que no existe, que todo está bien, que la voluntad
humana a veces no es ciega, que en la historia no luchan fuerzas oscuras
portadoras de muerte. Pero basta ojear un libro de historia, o, por desgracia,
incluso los periódicos, para descubrir los horrores de los que somos en parte
víctimas y en parte protagonistas: guerras, violencia, esclavitud, opresión de
los pobres, heridas que nunca han cicatrizado y que aún sangran.
La virtud de la fortaleza nos hace reaccionar y
gritar “no”, un
rotundo “no” a todo esto. En nuestro cómodo Occidente, que ha “aguado” un poco
todo, que ha convertido el camino de la perfección en un simple desarrollo
orgánico, que no necesita luchar porque todo le parece igual, sentimos a veces
una sana nostalgia de los profetas. Pero las personas incómodas y visionarias
son muy raras.
Necesitamos que alguien
nos levante del “blando lugar” en el que nos hemos acomodado y nos haga
repetir con decisión nuestro “no” al mal y a todo lo que conduce a la
indiferencia. "No" al mal y
"no" a la indiferencia; "sí" al camino, al camino que
nos hace progresar, y para ello debemos luchar.
Redescubramos,
entonces, en el Evangelio la fortaleza de Jesús, y aprendámosla del testimonio
de los santos y de las santas. ¡Gracias! Fuente: Vatican. Va