Y comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar a los tres días. Hablaba de esto abiertamente. Tomándole aparte, Pedro, se puso a reprenderle. Pero él, volviéndose y mirando a sus discípulos, reprendió a Pedro, diciéndole: «¡Quítate de mi vista, Satanás! porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres».» (Marcos 8, 27-33).
No se puede esperar lo mejor, cuando nuestra escala de valores espirituales no ubica a Dios en primer lugar. El discípulo obedece a su Maestro: “Ustedes son la sal de la tierra y la luz del mundo”. (Mateo 5, 13). El discípulo sigue a su Maestro: Por lo tanto, no anda en tinieblas. (cfr. Juan 8,12). Se adapta a las exigencias del Maestro. Toma su cruz y lo sigue. (cfr. Mateo 10,38). Las reglas del Maestro le dan seguridad al discípulo. Las cosas cuando son de Dios, no se pueden ocultar. (cfr. Mateo 5, 14).
Un discípulo es un testigo de la esperanza: “Ustedes son la luz del mundo y la sal de la tierra.” (cfr. Mateo 5, 13-16). Quien se atreva a ser discípulo de Cristo, tendrá que demostrarle su amor: “No todo el que me diga, Señor, Señor, entrará en el Reino de los cielos.” (Mateo 7, 21).
El Papa Francisco piensa que un
buen discípulo cumple con tres características: Itinerancia, prontitud y
decisión. Se supone que cada discípulo toma su decisión libre y
conscientemente. La urgencia de comunicar el Evangelio, que rompe la cadena de
la muerte e inaugura la vida eterna, no admite demoras, sino que requiere
prontitud y disponibilidad. Es decir, la Iglesia es itinerante, y aquí la
Iglesia es decidida, presurosa, rápida, al momento, sin espera. (Ángelus, 29 de
junio 2019).