27 de febrero 2022. No busquemos en los demás el mal, sino el bien. Ángelus Regina Coeli, Papa Francisco. Plaza de san Pedro. Octavo domingo del tiempo ordinario, Ciclo C. Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! En el Evangelio de la liturgia de hoy, Jesús nos invita a reflexionar sobre nuestra mirada y sobre nuestro hablar. Mirada y hablar.
Ante todo, nuestra mirada. El riesgo que corremos, dice el
Señor, es el de concentrarnos en mirar la brizna de paja en el ojo del hermano
sin darnos cuenta de la viga que hay en el nuestro (cfr. Lucas 6,41). En otras
palabras, estamos muy atentos a los
defectos de los demás, incluso a los que son pequeños como una brizna de
paja, e ignoramos serenamente los nuestros otorgándoles poco peso.
Es verdad lo
que dice Jesús: encontramos siempre motivos para culpabilizar a los demás y
justificarnos a nosotros mismos. Y muchas veces nos quejamos de las cosas que
no funcionan en nuestra sociedad, en la Iglesia, en el mundo, sin cuestionarnos
antes a nosotros mismos y sin comprometernos en primer lugar a cambiar -todo
cambio fecundo, positivo, debe comenzar por nosotros mismos; de lo contrario,
no habrá cambio-. Pero Jesús explica que haciendo
esto nuestra mirada es ciega. Y si estamos ciegos no podemos pretender ser
guías y maestros para los demás: de hecho, un ciego no puede guiar a otro
ciego, dice el Señor (cfr. v. 39).
Queridos hermanos y hermanas, el Señor nos invita a limpiar nuestra mirada. Limpiar nuestra
mirada. En primer lugar, nos pide que miremos nuestro interior para reconocer
nuestras miserias. Porque si no somos capaces de ver nuestros defectos,
tenderemos siempre a exagerar los de los demás. En cambio, si reconocemos nuestros errores y nuestras miserias, se abre para
nosotros la puerta de la misericordia. Y, después de que hayamos mirado
nuestro interior, Jesús nos invita a mirar a los demás como lo hace Él -este es
el secreto: mirar a los demás como lo hace Él-, que no ve antes que nada el mal
sino el bien. Dios nos mira así: no ve en nosotros errores irremediables, sino
que ve hijos que se equivocan. El punto de vista cambia: no se concentra en los
errores, sino en los hijos que se equivocan. Dios distingue siempre la persona
de sus errores. Salva siempre la persona. Cree siempre en la persona y está
siempre dispuesto a perdonar los errores. Sabemos que Dios perdona siempre. Y
nos invita a hacer lo mismo: a no buscar
en los demás el mal, sino el bien.
Jesús también nos invita hoy a reflexionar sobre nuestro
modo de hablar. El Señor explica que “de la abundancia del corazón habla la
boca” (v. 45). Es verdad, por el modo de hablar de alguien enseguida te das cuenta
de lo que tiene en el corazón. Las palabras que usamos dicen la persona que
somos.
Sin embargo, a veces prestamos poca atención a nuestras
palabras y las empleamos de modo superficial. Pero las palabras tienen un peso:
nos permiten expresar pensamientos y sentimientos, dar voz a los miedos que
sentimos y a los proyectos que queremos realizar, bendecir a Dios y a los
demás. Lamentablemente, con la lengua
también potemos alimentar los prejuicios, alzar barreras, agredir e incluso
destruir; con la lengua podemos destruir a los hermanos: ¡las murmuraciones hieren y la calumnia puede ser más cortante que
un cuchillo! Hoy en día, especialmente en el mundo digital, las palabras corren
veloces; pero demasiadas vehiculan rabia y agresividad, alimentan noticias
falsas y aprovechan los miedos colectivos para propagar ideas distorsionadas.
Un diplomático, que fue Secretario General de las Naciones Unidas y ganó el
premio Nobel de la Paz, dijo que “abusar
de la palabra equivale a despreciar al ser humano” (D. Hammarskjöld, Marcas
en el camino, Magnano BI 1992, 131).
Preguntémonos entonces qué tipo de palabras utilizamos:
¿palabras que expresan atención, respeto, comprensión, cercanía, compasión? ¿o
más bien palabras cuya finalidad principal es hacernos quedar bien ante los
demás? Y además, ¿hablamos con
mansedumbre o contaminamos el mundo esparciendo venenos: criticando,
lamentándonos, alimentando la agresividad difusa?
Que la Virgen María, cuya humildad miró Dios, la Virgen del
silencio a quien ahora rezamos, nos ayude a purificar nuestra mirada y nuestro
modo de hablar. Fuente e Imagen de
Vatican. Va.