23 de noviembre 2022. Catequesis sobre el discernimiento 9. La consolación. Papa Francisco. Plaza de san Pedro.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Seguimos con las catequesis sobre el discernimiento del
espíritu: cómo discernir lo que sucede en nuestro corazón, en nuestra alma. Y
después de haber considerado algunos aspectos de la desolación —esa oscuridad
del alma— hablamos hoy de la consolación, que sería la luz del alma, y que es
otro elemento importante para el discernimiento, que no debe darse por
descontado, porque se puede prestar a equívocos. Nosotros debemos entender qué
es la consolación, como hemos tratado de entender bien qué es la desolación.
¿Qué es la consolación espiritual? Es una experiencia de
alegría interior, que consiente ver la presencia de Dios en todas las cosas;
esta refuerza la fe y la esperanza, y también la capacidad de hacer el bien. La
persona que vive la consolación no se rinde frente a las dificultades,
porque experimenta una paz más fuerte que la prueba. Se trata por tanto de un
gran don para la vida espiritual y para la vida en su conjunto. Y vivir esta
alegría interior.
La consolación es un movimiento íntimo, que toca lo
profundo de nosotros mismos. No es llamativa, sino que es suave, delicada,
como una gota de agua en una esponja (cfr. S. Ignacio de L., Ejercicios
espirituales, 335): la persona se siente envuelta en la presencia de Dios,
siempre de una forma respetuosa con la propia libertad. Nunca es algo
desafinado, que trata de forzar nuestra voluntad, tampoco es una euforia
pasajera: al contrario, como hemos visto, también el dolor —por ejemplo, por
los propios pecados— puede convertirse en motivo de consolación.
Pensemos en la experiencia vivida por san Agustín cuando
habla con su madre Mónica de la belleza de la vida eterna; o en la perfecta
leticia de san Francisco —asociada además a situaciones muy duras de soportar—;
y pensemos en tantos santos y santas que han sabido hacer grandes cosas, no
porque se consideraban buenos y capaces, sino porque fueron conquistados por la
dulzura pacificante del amor de Dios. Es la paz que san Ignacio notaba en sí
con estupor cuando leía las vidas de los santos.
Ser consolado es estar en paz con Dios, sentir que todo está
arreglado en paz, todo es armónico dentro de nosotros. Es la paz que siente
Edith Stein después de la conversión; un año después de haber recibido el
Bautismo, ella escribe – así dice Edith Stein: «Cuando me abandono a este
sentimiento, me invade una vida nueva que, poco a poco, comienza a colmarme y
que, sin ninguna presión por parte de mi voluntad, va a impulsarme hacia nuevas
realizaciones. Este aflujo vital me parece ascender de una actividad y de una
fuerza que no me pertenecen, pero que llegan a hacerse activas en mí»
(Psicologia e scienze dello spirito, Città Nuova, 1996, 116). Es decir, una paz
genuina es una paz que hace brotar los buenos sentimientos en nosotros.
La consolación tiene que ver sobre todo con la esperanza,
mira hacia el futuro, pone en camino, consiente tomar iniciativas hasta ese
momento siempre postergadas, o ni siquiera imaginadas, como el Bautismo para
Edith Stein.
La consolación es una paz grande, pero no para permanecer
sentados ahí disfrutándola, no, te da la paz y te atrae hacia el Señor y te
pone en camino para hacer cosas, para hacer cosas buenas. En tiempo de
consolación, cuando somos consolados, nos vienen ganas de hacer mucho bien,
siempre. En cambio, cuando llega el momento de la desolación, nos vienen ganas
de cerrarnos en nosotros mismos y de no hacer nada. La consolación te impulsa
adelante, al servicio de los demás, de la sociedad, de las personas.
La consolación espiritual no es “controlable” —tú no
puedes decir ahora que venga la consolación, no, no es controlable— no es
programable a voluntad, es un don del Espíritu Santo: permite una familiaridad
con Dios que parece anular las distancias. Santa Teresa del Niño Jesús,
visitando la basílica de Santa Cruz en Jerusalén a la edad de catorce años en
Roma, intenta tocar el clavo allí venerado, uno de aquellos con los que Jesús
fue crucificado. Teresa siente esta osadía suya como un arranque de amor y
confianza. Y luego escribe: «Fui realmente demasiado audaz. Pero el Señor ve el
fondo de los corazones, sabe que mi intención era pura […]. Actuaba con él como
niña que se cree todo permitido y considera como propios los tesoros del Padre»
(Manuscrito autobiográfico, 183).
La consolación es espontánea, te lleva a hacer todo
espontáneo, como si fuéramos niños. Los niños son espontáneos, y la
consolación te lleva a ser espontáneo con una dulzura, con una paz muy grande.
Una chica de catorce años nos da una descripción espléndida de la consolación
espiritual: se advierte un sentido de ternura hacia Dios, que nos hace audaces
en el deseo de participar de su misma vida, de hacer lo que le agrada, porque
nos sentimos familiares con Él, sentimos que su casa es nuestra casa, nos
sentimos acogidos, amados, revitalizados. Con esta consolación no nos rendimos
frente a las dificultades: de hecho, con la misma audacia, Teresa pedirá al
Papa el permiso para entrar en el Carmelo, aunque sea demasiado joven, y le
será concedido.
¿Qué quiere decir esto? Quiere decir que la consolación
nos hace audaces: cuando estamos en tiempo de oscuridad, de desolación, y
pensamos: “Esto no soy capaz de hacerlo”. Te abate la desolación, te hace
ver todo oscuro: “No, yo no puedo hacerlo, no lo haré”. En cambio, en tiempo de
consolación, ves las mismas cosas de forma diferente y dices: “No, yo voy
adelante, lo hago”. “Pero ¿estás seguro?”. “Yo siento la fuerza de Dios y voy
adelante”. Y así la consolación te impulsa a ir adelante y a hacer las cosas
que en tiempo de desolación tú no serías capaz; te impulsa a dar el primer
paso. Esto es lo hermoso de la consolación.
Pero estemos atentos. Tenemos que distinguir bien la
consolación que es de Dios, de las falsas consolaciones. En la vida
espiritual sucede algo similar a lo que sucede en las producciones humanas:
están los originales y están las imitaciones. Si la consolación auténtica es
como una gota en una esponja, es suave e íntima, sus imitaciones son más
ruidosas y llamativas, son puro entusiasmo, son un fuego fatuo, sin
consistencia, llevan a plegarse sobre uno mismo, y a no cuidar de los otros. La
falsa consolación al final nos deja vacíos, lejos del centro de nuestra
existencia. Por esto, cuando nosotros nos sentimos felices, en paz, somos
capaces de hacer cualquier cosa. Pero no confundir esa paz con un entusiasmo pasajero,
porque el entusiasmo hoy está, después cae y ya no está.
Por eso se debe hacer discernimiento, también cuando uno se
siente consolado. Porque la falsa consolación puede convertirse en un
peligro, si la buscamos como fin en sí misma, de forma obsesiva, y
olvidándonos del Señor. Como diría san Bernardo, se buscan las consolaciones de
Dios y no se busca al Dios de las consolaciones. Nosotros debemos buscar al
Señor y el Señor, con su presencia, nos consuela, nos hace ir adelante. Y no
buscar a Dios porque nos trae las consolaciones: no, esto no va, no debemos
estar interesados en esto. Es la dinámica del niño de la que hablábamos la vez
pasada, que busca a los padres solo para obtener cosas de ellos, pero no por
ellos mismos: va por interés. “Papá, mamá”.
Y los niños saben hacer esto, saben jugar y cuando la
familia está dividida, y tienen esta costumbre de buscar ahí y buscar aquí,
esto no hace bien, esto no es consolación, eso es interés. También nosotros
corremos el riesgo de vivir la relación con Dios de forma infantil, buscando
nuestro interés, buscando reducir a Dios a un objeto para nuestro uso y
consumo, perdiendo el don más hermoso que es Él mismo.
Así vamos adelante en
nuestra vida, que procede entre las consolaciones de Dios y las desolaciones
del pecado del mundo, pero sabiendo distinguir cuando es una consolación de
Dios, que te da paz hasta el fondo del alma, de cuando es un entusiasmo
pasajero que no es malo, pero no es la consolación de Dios. Fuente e Imagen de
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