13 de noviembre 2022. No escuchemos a los profetas de desventura. Homilía Papa Francisco, Basílica de san Pedro, Jornada Mundial de los pobres. Mientras algunos hablan de la belleza exterior del templo y admiran sus piedras, Jesús llama la atención sobre los eventos turbulentos y dramáticos que marcan la historia humana. En efecto, mientras el templo construido por las manos del hombre pasará, como pasan todas las cosas de este mundo, es importante saber discernir el tiempo en que vivimos, para seguir siendo discípulos del Evangelio incluso en medio a las dificultades de la historia.
Y, para indicarnos el modo de discernir, el Señor nos
propone dos exhortaciones: no se dejen engañar y den testimonio.
Lo primero que Jesús les dice a sus oyentes, preocupados por
“cuándo” y “cómo” ocurrirán los hechos espantosos de los que habla, es: «Tengan
cuidado, no se dejen engañar, porque muchos se presentarán en mi Nombre,
diciendo: “Soy yo”, y también: “El tiempo está cerca”. No los sigan» (Lucas
21,8). Y añade: «Cuando oigan hablar de guerras y revoluciones no se alarmen»
(v. 9). Y esto en el momento actual nos viene bien. ¿De qué engaño, pues,
quiere liberarnos Jesús? De la tentación de leer los hechos más dramáticos
de manera supersticiosa o catastrófica, como si ya estuviéramos cerca del
fin del mundo y no valiera la pena seguir comprometiéndonos en cosas buenas.
Si pensamos de esta manera, nos dejamos guiar por el miedo,
y quizás luego buscamos respuestas con curiosidad morbosa en las fábulas de
magos u horóscopos, que nunca faltan —y hoy muchos cristianos van a visitar a
los magos, buscan el horóscopo como si fuese la voz de Dios—; o bien, confiamos
en fantasiosas teorías propuestas por algún “mesías” de última hora,
generalmente siempre derrotistas y conspirativas —también la psicología de la
conspiración es mala, nos hace mal—.
Aquí no está el Espíritu del Señor: ni en el ir en busca
del “gurú” ni en este espíritu de la conspiración; ahí no está el Señor.
Jesús nos advierte: “No se dejen engañar”, no se dejen deslumbrar por
curiosidades ridículas, no afronten los acontecimientos movidos por el miedo,
más bien apréndanlos a leerlos con los ojos de la fe, seguros de que estando
cerca de Dios «Ni siquiera un cabello se les caerá de la cabeza» (v. 18).
Si la historia humana está llena de acontecimientos
dramáticos, situaciones de dolor, guerras, revoluciones y calamidades, es
igualmente cierto — dice Jesús — que todo esto no es el final (cf. v. 9); no es
un buen motivo para dejarse paralizar por el miedo o ceder al derrotismo de
quien piensa que todo está perdido y es inútil comprometerse en la vida. El
discípulo del Señor no se deja atrofiar por la resignación, no cede al
desaliento ni siquiera en las situaciones más difíciles, porque su Dios es
el Dios de la resurrección y de la esperanza, que siempre reanima, con Él
siempre se puede levantar la mirada, empezar de nuevo y volver a caminar.
El
cristiano, entonces, ante la prueba —cualquier prueba, cultural, histórica o
personal—, se pregunta: “¿Qué nos está diciendo el Señor a través de este
momento de crisis?”. También yo hago esta pregunta hoy: ¿Qué nos está diciendo
el Señor, ante esta tercera guerra mundial? ¿Qué nos está diciendo el Señor? Y,
mientras ocurren cosas malas que generan pobreza y sufrimiento, el cristiano se
pregunta “¿Concretamente, que bien puedo hacer yo?”. No huir, hacerse la pregunta:
¿Qué me dice el Señor y qué bien puedo hacer yo?
No por casualidad, la segunda exhortación de Jesús, después
de “no se dejen engañar”, está en positivo. Él dice «Esto les sucederá para que
puedan dar testimonio de mí» (v. 13). Ocasión para dar testimonio. Quisiera
subrayar esta hermosa palabra: ocasión, que significa tener la oportunidad de
hacer algo bueno a partir de las circunstancias de la vida, incluso cuando no
son ideales. Es un hermoso arte, típicamente cristiano; no quedarnos como
víctimas de lo que sucede —el cristiano no es víctima y la psicología del
victimismo es mala, nos hace mal—, sino aprovechar la oportunidad que se
esconde en todo lo que nos acontece, el bien que es posible, lo poco de bueno
que sea posible hacer, y construir también a partir de situaciones negativas.
Cada crisis es una posibilidad y ofrece oportunidades de
crecimiento. Porque cada crisis está abierta a la presencia de Dios, a la
presencia de la humanidad. Pero, ¿qué nos hace el espíritu maligno? Quiere que
trasformemos la crisis en conflicto, y el conflicto está siempre cerrado, sin
horizonte y sin salida. No. Vivamos la crisis como personas humanas, como
cristianos, no transformándola en conflicto, porque cada crisis es una
posibilidad y ofrece oportunidades de crecimiento. Nos damos cuenta de ello si
volvemos a leer nuestras historias personales. En la vida, a menudo, los pasos
adelante más importantes se dan precisamente dentro de algunas crisis, de
momentos de prueba, de pérdida de control, de inseguridad.
Y, entonces, comprendemos la invitación que Jesús hace hoy
directamente a mí, a ti, a cada uno de nosotros. Mientras ves a tu alrededor
hechos desconcertantes, mientras se levantan guerras y conflictos, mientras
ocurren terremotos, carestías y epidemias, ¿qué haces? ¿qué hago yo? ¿Te
distraes para no pensar en ello? ¿Te diviertes para no involucrarte? ¿Tomas
el camino de la mundanidad, de no hacerse cargo, de no tomar en serio estas
situaciones dramáticas? ¿Miras hacia otro lado? ¿Te adaptas, sumiso y
resignado, a lo que sucede? ¿O estas situaciones se convierten en ocasiones
para testimoniar el Evangelio?
Hoy cada uno de nosotros debe preguntarse, ante tantas
calamidades, ante esta tercera guerra mundial tal cruel, ante el hambre de
tantos niños, de tanta gente: ¿Puedo derrochar, malgastar el dinero,
desperdiciar mi vida, perder el sentido de mi vida, sin armarme de valor y
avanzar?
Hermanos y hermanas, en esta Jornada Mundial de los Pobres
la Palabra de Jesús es una fuerte advertencia para romper esa sordera interior
que todos nosotros tenemos y que nos impide escuchar el grito sofocado de dolor
de los más débiles. También hoy vivimos en sociedades heridas y asistimos,
precisamente como nos lo ha dicho el Evangelio, a escenarios de violencia
—basta pensar en las crueldades que padece el pueblo ucraniano—, injusticia y
persecución; además, debemos afrontar la crisis generada por el cambio
climático y la pandemia, que ha dejado tras de sí un rastro de malestares no
solo físicos, sino también psicológicos, económicos y sociales.
También hoy, hermanos y hermanas, vemos levantarse pueblo
contra pueblo y presenciamos angustiados la vehemente ampliación de los
conflictos, la desgracia de la guerra, que provoca la muerte de tantos
inocentes y multiplica el veneno del odio. También hoy, mucho más que ayer,
muchos hermanos y hermanas, probados y desalentados, emigran en busca de
esperanza, y muchas personas viven en la precariedad por la falta de empleo a
causa de condiciones laborales injustas e indignas.
Y también hoy, hermanos y hermanas, los pobres son las
víctimas más penalizadas de cada crisis. Pero, si nuestro corazón permanece
adormecido e insensible, no logramos escuchar su débil grito de dolor, llorar
con ellos y por ellos, ver cuánta soledad y angustia se esconden también en los
rincones más olvidados de nuestras ciudades. Es necesario ir a los rincones de
la ciudad, esos rincones escondidos, oscuros; allí se ve mucha miseria, y mucho
dolor, y mucha pobreza descartada.
Hagamos nuestra la invitación fuerte y clara del Evangelio a
no dejarnos engañar. No escuchemos a los profetas de desventura; no
nos dejemos seducir por los cantos de sirena del populismo, que instrumentaliza
las necesidades del pueblo proponiendo soluciones demasiado fáciles y
apresuradas. No sigamos a los falsos “mesías” que, en nombre de la ganancia,
proclaman recetas útiles solo para aumentar la riqueza de unos pocos,
condenando a los pobres a la marginación.
Al contrario, demos testimonio, encendamos luces de
esperanza en medio de la oscuridad; aprovechemos, en las situaciones
dramáticas, las ocasiones para testimoniar el Evangelio de la alegría y
construir un mundo fraterno, al menos un poco más fraterno; comprometámonos con
valentía por la justicia, la legalidad y la paz, estando siempre del lado
de los débiles. No escapemos para defendernos de la historia, sino que luchemos
para darle a esta historia que nosotros estamos viviendo un rostro diferente.
¿Y dónde encontrar la fuerza para todo esto? En el Señor. En
la confianza en Dios, que es Padre, que vela por nosotros. Si le abrimos
nuestro corazón, aumentará en nosotros la capacidad de amar. Este es el camino:
crecer en el amor. Jesús, en efecto, después de haber hablado de escenarios de
violencia y de terror, concluye diciendo, «Ni siquiera un cabello se les caerá
de la cabeza» (v. 18). ¿Pero qué significa? Que Él está con nosotros, Él es
nuestro custodio, Él camina con nosotros. ¿Tengo esa fe? ¿Tú tienes esa fe de
que el Señor camina contigo?
Esto nos lo debemos repetir siempre, especialmente en los
momentos más dolorosos: Dios es Padre y está a mi lado, me conoce y me ama,
vela por mí, no duerme, cuida de mí y con Él ni siquiera un cabello de mi
cabeza se perderá. ¿Y yo cómo respondo a esto? Mirando a los hermanos y a las
hermanas que están en necesidad, mirando esta cultura del descarte que
descarta a los pobres, que descarta a las personas con menos posibilidades, que
descarta a los ancianos, que descarta a los que están por nacer… Mirando
todo esto, ¿qué me siento llamado a hacer como cristiano en este momento?
Amados por Él, decidámonos a amar a los hijos más
descartados. El Señor está allí. Hay una vieja tradición, también en los
pueblecitos de Italia, en la cena de Navidad, dejar un puesto vacío para el
Señor que ciertamente llamará a la puerta en la persona de un pobre que tiene
necesidad. ¿Y tu corazón?, ¿tiene siempre un puesto libre para esta gente? ¿Mi
corazón, tiene un puesto libre para esta gente? ¿O estamos demasiado
ocupados con los amigos, con los eventos sociales, con las obligaciones para
tener un puesto libre para esta gente? Cuidemos de los pobres, en quienes
está Cristo, que se hizo pobre por nosotros (cf. 2 Corintios 8,9). Él se
identifica con el pobre.
Sintámonos comprometidos para que no se pierda ni un
cabello de sus cabezas. No podemos quedarnos, como aquellos de los que habla
el Evangelio, admirando las hermosas piedras del templo, sin reconocer el
verdadero templo de Dios, que es el ser humano, el hombre y la mujer,
especialmente el pobre, en cuyo rostro, en cuya historia, en cuyas heridas está
Jesús. Él lo dijo. Nunca lo olvidemos. Fuente e Imagen de Vatican. Va.
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