11 de febrero 2024. Homilía Papa Francisco. Canonización de la Beata María Antonia. Basílica de san Pedro. La primera lectura (cfr. Levítico 13,1-2.44-46) y el Evangelio (cfr. Marcos 1,40-45) hablan de la lepra: una enfermedad que conlleva la progresiva destrucción física de la persona y a la que, en algunos lugares, lamentablemente, con frecuencia se asocian todavía actitudes de marginación. Lepra y marginación son dos males de los que Jesús quiere liberar al hombre que encuentra en el Evangelio. Veamos su situación.
Aquel
leproso se ve obligado a vivir fuera de la ciudad. Frágil a causa de su
enfermedad, en vez de ser ayudado por sus compatriotas es abandonado a su
suerte, y se le hiere aún más con el alejamiento y el rechazo. ¿Por qué? Ante
todo, por miedo, por el miedo a ser contagiados y terminar como él: “¡Que no
nos suceda también a nosotros! ¡No nos arriesguemos, permanezcamos alejados!”.
Y viene el
miedo. Después, por prejuicio: “Si tiene una enfermedad tan horrible —era la
opinión común— seguramente es porque Dios lo está castigando por alguna culpa
que haya cometido; y entonces, claramente, se lo merece”. Esto es el prejuicio.
Y, finalmente, la falsa religiosidad.
En aquel tiempo, en efecto, se consideraba que quien tocaba a un muerto se
volvía impuro, y los leprosos eran gente a quienes la carne “se les moría
encima”. Por tanto, se pensaba que rozarlos significaba volverse impuros como
ellos. Esta es una religiosidad
distorsionada, que crea barreras y sepulta la piedad.
Miedo,
prejuicio y falsa religiosidad, he aquí tres causas de una gran injusticia,
tres “lepras del alma” que hacen sufrir a una persona débil descartándola como
un desecho. Hermanos, hermanas, no pensemos que son sólo cosas del pasado.
¡Cuántas personas que sufren encontramos en las aceras de nuestras ciudades! ¡Y
cuántos miedos, prejuicios e incoherencias, aun entre los que creen y se
profesan cristianos, continúan a herirlas aún más! También en nuestro tiempo hay tanta marginación, hay barreras que
derribar, “lepras” que sanar. Pero, ¿cómo? ¿Cómo podemos hacerlo? ¿Qué hace
Jesús? Jesús realiza dos gestos: toca y sana.
Primer
gesto: tocar. Jesús, ante el grito de ayuda de aquel hombre (cf. v. 40), siente
compasión, se detiene, extiende la mano y lo toca (cf. v. 41), aun sabiendo
que, haciéndolo, se convertirá a su vez en un “rechazado”. Es más,
paradójicamente, los papeles se invertirán: el enfermo, cuando sea sanado,
podrá ir a presentarse a los sacerdotes y ser readmitido en la comunidad.
Jesús, en cambio, no podrá entrar más en ninguna ciudad (cf. v. 45). El Señor
habría podido entonces evitar tocar a aquella persona, habría sido suficiente
con “curarla a distancia”.
Pero Cristo no es así, su camino es el del amor
que se acerca al que sufre, que entra en contacto, que toca sus heridas. Esta es la cercanía de Dios. Jesús
es cercano, Dios es cercano. Nuestro Dios, queridos hermanos y hermanas, no
permaneció distante en el cielo, sino que en Jesús se hizo hombre para tocar
nuestra pobreza. Y frente a la “lepra” más grave, la del pecado, no dudó en
morir en la cruz, fuera de los muros de la ciudad, repudiado como un pecador,
como un leproso, para tocar nuestra realidad humana hasta lo más hondo. Un
santo afirmó que el Señor “se hizo leproso por nosotros”.
Y nosotros,
que amamos y seguimos a Jesús, ¿sabemos hacer nuestro su “toque”? No es fácil.
Por eso debemos vigilar cuando en el corazón se asoman los instintos contrarios
a su “hacerse cercano” y a su “hacerse don”. Por ejemplo, cuando tomamos
distancia de los demás para centrarnos en nosotros mismos, cuando reducimos el
mundo a los recintos de nuestro “estar bien”, cuando creemos que el problema es siempre y solamente los
demás. En estos casos tengamos cuidado, porque el diagnóstico es claro: se
trata de “lepra del alma”; una enfermedad que nos hace insensibles al amor,
a la compasión, que nos destruye por medio de las “gangrenas” del egoísmo, del
prejuicio, de la indiferencia y de la intolerancia.
Estemos
atentos, hermanos y hermanas, también porque sucede como en el caso de las
primeras manchitas de lepra, las que aparecen en la piel en la fase inicial del
mal: si no se actúa de inmediato, la infección crece y se vuelve devastadora.
Ante este riesgo, ante la posibilidad de esta enfermedad de nuestra alma, ¿cuál
es el tratamiento?
Para ello, nos ayuda el segundo gesto de Jesús, que
sana (cf. v. 42). Su “tocar”, en efecto, no sólo indica cercanía, sino que
es el inicio de la sanación. Porque la cercanía es el estilo de Dios, que
siempre es cercano, compasivo y tierno. Cercanía, compasión y ternura son el
estilo de Dios. Y nosotros, ¿estamos abiertos a esto? Porque es dejándonos
tocar por Jesús que sanamos por dentro, en el corazón. Si nos dejamos tocar por
Él en la oración, en la adoración, si le permitimos actuar en nosotros a través
de su Palabra y de los sacramentos, el
contacto con Él nos cambia realmente, nos sana del pecado, nos libera de las
cerrazones, nos transforma más allá de cuanto podamos hacer por nosotros
mismos, con nuestros propios esfuerzos.
Nuestros
miembros heridos ―nuestro corazón y nuestra alma― y las enfermedades del alma
debemos presentárselos a Jesús; esto se hace en la oración. Pero no una oración
abstracta, hecha sólo de fórmulas repetitivas, sino una oración sincera y viva,
que deposita a los pies de Cristo las miserias, las fragilidades, las
falsedades, los miedos. Pensemos y preguntémonos, ¿hago que Jesús toque mis
“lepras” para que me sane?
Al “toque”
de Jesús, en efecto, renace lo mejor de nosotros mismos. Los tejidos del
corazón se regeneran; la sangre de nuestros impulsos creativos vuelve a fluir
cargada de amor; las heridas de los errores del pasado se curan y la piel de
las relaciones recupera su consistencia sana y natural. Retorna así la belleza
que tenemos, la belleza que somos; la
belleza de sentirnos amados por Cristo nos redescubre la alegría de entregarnos
a los demás, sin miedos ni prejuicios, libres de formas de religiosidad
anestesiante y despojadas de la carne del hermano. Así se fortalece en nosotros
la capacidad de amar, más allá de cualquier cálculo y conveniencia.
Entonces,
como dice una bellísima página de la Escritura (cf. Ezequiel 37,1-14), de
aquello que parecía un valle de huesos resecos, resurgen cuerpos vivientes y
renace un pueblo de salvados, una comunidad de hermanos. Pero sería engañoso
pensar que este milagro requiera formas grandiosas y espectaculares para
realizarse, porque sucede principalmente en la caridad escondida de cada día;
esa caridad que se vive en la familia, en el trabajo, en la parroquia y en la
escuela; en la calle, en las oficinas y en los negocios;
esa caridad que no busca publicidad y no tiene
necesidad de aplausos, porque al amor le basta el amor (cf. S. Agustín, Enarr. in Ps. 118,
8, 3). Lo subraya hoy Jesús, cuando ordena al hombre sanado: «No le digas nada
a nadie» (v. 44). Cercanía y discreción.
Hermanos y hermanas, Dios nos ama así, y si nos dejamos tocar por Él, también
nosotros, con la fuerza de su Espíritu, podremos convertirnos en testigos del
amor que salva.
Y hoy
pensemos en María Antonia de san José, “Mama Antula”. Ella fue una viandante
del Espíritu. Recorrió miles de kilómetros a pie, atravesó desiertos y caminos
peligrosos para llevar a Dios. Ahora ella es para nosotros un modelo de fervor
y audacia apostólica. Cuando los jesuitas fueron expulsados, el Espíritu encendió
en ella una llama misionera que tenía como cimiento la confianza en la
Providencia y la perseverancia.
La santa
invocó la intercesión de san José y, para no cansarlo tanto, también la de san
Cayetano de Thiene. Por ese motivo se introdujo la devoción de este último, y
su primera imagen llegó a Buenos Aires en el siglo XVIII.
Gracias a Mama Antula
este santo, intercesor ante la Divina Providencia, entró en las casas, en los
barrios, en los transportes, en las tiendas, en las fábricas y en los corazones,
para ofrecer una vida digna a través del trabajo, la justicia y el pan de cada
día en la mesa de los pobres. Pidámosle hoy a María Antonia, a santa María
Antonia de Paz de san José, que nos asista. Que el Señor nos bendiga a todos.
Fuente e Imagen de Vatican. Va