Queridos
hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Mar y
desierto: estas dos palabras vuelven a aparecer en muchos testimonios que
recibo, tanto de migrantes, como de personas que se comprometen a rescatarlos.
Y cuando digo «mar», en el contexto de migración, también me refiero al océano,
lago, río, todas las masas de agua traicioneras que tantos hermanos y hermanas
de cualquier parte del mundo se ven obligados a cruzar para llegar a su
destino. Y «desierto» no es solo el de arena y dunas, o el rocoso, sino también
todos aquellos territorios inaccesibles y peligrosos como bosques, selvas,
estepas, donde los migrantes caminan
solos, abandonados a su suerte. Migrantes, mar y desierto.
Las rutas migratorias actuales a menudo están
marcadas por travesías de mares y desiertos, que, para muchas, demasiadas
personas, - ¡demasiadas! - son mortales.
Por eso quiero detenerme en este drama, en este dolor. Algunas de estas rutas
las conocemos mejor, porque suelen estar a menudo bajo los reflectores; otras,
la mayoría, son poco conocidas, pero no por ello menos transitadas.
Del
Mediterráneo he hablado muchas veces, porque soy Obispo de Roma y porque es
emblemático: el mare nostrum, lugar de comunicación entre pueblos y
civilizaciones, se ha convertido en un cementerio. Y la tragedia es que muchos,
la mayoría de estos muertos, podrían haberse salvado. Hay que decirlo
claramente: hay quienes trabajan
sistemáticamente por todos los medios para repeler a los migrantes – para
repeler a los migrantes.
Y esto,
cuando se hace con conciencia y con responsabilidad, es un pecado grave. No
olvidemos lo que dice la Biblia: «No maltratarás ni oprimirás al emigrante» (Éxodo
22, 20). El huérfano, la viuda y el forastero son los pobres por excelencia a
los que Dios siempre defiende y pide defender.
También
algunos desiertos, por desgracia, se convierten en cementerios de migrantes. A
menudo, tampoco aquí se trata de muertes “naturales”. No. A veces los llevan al
desierto y los abandonan allí. Todos conocemos la foto de la mujer y de la hija
de Pato, muertas de hambre y de sed en el desierto. En la era de los satélites
y de los drones, hay hombres, mujeres y
niños migrantes que nadie debe ver: les esconden. Solo Dios los ve y escucha su
clamor. Y esta es una crueldad de nuestra civilización.
De hecho,
el mar y el desierto son también lugares bíblicos cargados de valor simbólico.
Son escenarios muy importantes en la historia del éxodo, la gran migración del
pueblo guiada por Dios a través de Moisés desde Egipto hasta la Tierra
Prometida. Estos lugares son testigos del drama del pueblo que huye de la
opresión y la esclavitud.
Son lugares de sufrimiento, de miedo, de
desesperación, pero al mismo tiempo son lugares de paso hacia la liberación, –
y cuánta gente pasa por los mares y los desiertos para liberarse, hoy – son
lugares de paso hacia la redención, hacia la libertad y el cumplimiento de las
promesas de Dios (cf. Mensaje para la Jornada Mundial del Emigrante y del
Refugiado 2024).
Hay un
salmo que, dirigiéndose al Señor, dice: «Tú te abriste camino por las aguas, |
un vado por las aguas caudalosas, | y no quedaba rastro de tus huellas» (77, 20).
Y otro canta así: «Guio por el desierto a su pueblo: | porque es eterna su
misericordia» (136,16). Estas palabras santas nos dicen que, para acompañar al pueblo en el camino de la
libertad, Dios mismo atraviesa el mar y el desierto; Dios no permanece a
distancia, no, comparte el drama de los emigrantes, Dios está con ellos, con
los migrantes, sufre con ellos, con los migrantes, llora y espera con ellos,
con los migrantes. Nos hará bien, hoy, pensar: El Señor está con nuestros migrantes en el mare nostrum, el Señor está
con ellos, no con lo que les rechazan.
Hermanos y
hermanas, en una cosa podremos estar todos de acuerdo: en esos mares y
desiertos mortíferos, los migrantes de hoy no deberían estar – y están,
desafortunadamente. Pero no es mediante leyes más restrictivas, no es mediante
la militarización de las fronteras, no es mediante rechazos como lo
conseguiremos.
Por el
contrario, lo conseguiremos ampliando
las rutas de acceso seguras y las vías de acceso legales para los migrantes,
facilitando el refugio a quienes huyen de la guerra, de la violencia, de la
persecución y de tantas calamidades; lo conseguiremos fomentando por todos los
medios una gobernanza mundial de la migración basada en la justicia, la
fraternidad y la solidaridad. Y aunando esfuerzos para combatir el tráfico de
seres humanos, para detener a los traficantes criminales que se aprovechan sin
piedad de la miseria ajena.
Queridos
hermanos y hermanas, pensad en tantas tragedias de migrantes: Cuántos mueren en
el Mediterráneo. Pensad en Lampedusa, en Crotone… Cuántas cosas feas y tristes.
Y quisiera concluir reconociendo y alabando los esfuerzos de tantos buenos
samaritanos, que hacen todo lo posible por rescatar y salvar a los migrantes
heridos y abandonados en las rutas de la esperanza desesperada, en los cinco
continentes.
Estos
hombres y mujeres valientes son signo de una humanidad que no se deja contagiar
por la malvada cultura de la indiferencia y el descarte: lo que mata a los migrantes es nuestra indiferencia y esa actitud de
descartar. Y quienes no pueden estar
como ellos «en primera línea», - pienso en tantos buenos que están ahí en
primera línea, como Mediterranea Saving Humans y tantas otras asociaciones - no
están excluidos de esta lucha por la civilización: nosotros no podemos estar en
primera línea, pero no estamos excluidos; hay
muchas formas de contribuir, ante todo la oración.
Y os
pregunto a vosotros: ¿Vosotros rezáis por los migrantes, por los que vienen en
nuestras tierras para salvar la vida? Y “vosotros” queréis echarles.
Queridos
hermanos y hermanas, unamos nuestros corazones y nuestras fuerzas, para que los
mares y los desiertos no sean cementerios, sino espacios donde Dios pueda abrir
caminos de libertad y fraternidad. Fuente: Vatican. Va