La recompensa de Dios para hombres y mujeres, al exponer su Reino, es la igualdad de oportunidades. Los sentimientos de Dios se convierten en universales: Todos se pueden salvar. La justicia divina va determinando a cada persona su nivel de esfuerzo, de perseverancia, de cumplimiento a lo que cada cual se compromete con Dios. Algo a lo que nosotros no estamos acostumbrados es a recibir una recompensa diversa al esfuerzo, al trabajo, al tiempo, a la dedicación. Nuestros códigos de vida laboral y social son diferentes en su interpretación con respecto a la mente y a la misericordia de Dios.
El Papa san Juan Pablo II, afirma que: “La exigencia de renuncia efectiva es propia de la vida apostólica o de la vida de consagración especial. Al ser llamados por Jesús, «Santiago el de Zebedeo y su hermano Juan», no dejaron sólo la barca en la que estaban «arreglando sus redes», sino también a su padre, con quien se hallaban (Mateo 4, 22). Lo que Jesús exige a sus Apóstoles, lo pide también a los que, en las diversas épocas de la historia de la Iglesia, aceptarán seguirlo en el apostolado por el sendero de los consejos evangélicos: la entrega de toda la persona y de todas las fuerzas para el desarrollo del reino de Dios sobre la tierra.” (cfr. Catequesis 11 de enero, 1995).
Dios elige cada persona para una
misión y el éxito de dicha misión depende que cada creyente decida no aferrarse
a los bienes de este mundo y elija los bienes eternos. Es Dios quien nos
elige, somos nosotros quienes tenemos la responsabilidad de no fallarle a él en
lo que nos comprometemos. Las garantías están dadas: Él nos va acompañando en el proceso de
maduración y asimilación de su Palabra, él nos envía con una serie de poderes
que van a ser necesarios para la difusión del Reino de Dios. (cfr. 1 Corintios
12, 7-11).