La Sagrada Escritura presenta el ayuno como algo que es bueno, beneficioso y esperado. El libro de Hechos registra el ayuno de creyentes antes de hacer decisiones importantes (Hechos 13,4; 14,23). El ayuno con frecuencia va ligado a la oración (Lucas 2,37; 5,33). El ayuno es una manera de demostrar a Dios, y a nosotros mismos, que tomamos en serio la relación con Él. El ayuno nos ayuda a obtener una nueva perspectiva y una renovada confianza hacia Dios. La intención del ayuno no es castigar al cuerpo, sino el enfocarse en Dios. El ayuno no es una manera de aparecer más espirituales que otros. El ayuno es para hacerse en un espíritu de humildad y una actitud gozosa. (cfr. Mateo 6, 16-18).
San Pedro Crisólogo, enseñaba: “El ayuno es el alma de la oración, y la misericordia es la vida del ayuno. Por tanto, quien ora, que ayune; quien ayuna, que se compadezca; que preste oídos a quien le suplica aquel que, al suplicar, desea que se le oiga, pues Dios presta oído a quien no cierra los suyos al que le súplica” (Sermón 43: PL 52, 320, 332).
El Papa Francisco enseña que el ayuno nos debe llevar a una vida sobria: “El segundo elemento significativo del camino cuaresmal es el ayuno. Debemos estar atentos a no practicar un ayuno formal, o que en verdad nos “sacia” porque nos hace sentir satisfechos. El ayuno tiene sentido si verdaderamente menoscaba nuestra seguridad, e incluso si de ello se deriva un beneficio para los demás, si nos ayuda a cultivar el estilo del Buen Samaritano, que se inclina sobre el hermano en dificultad y se ocupa de él.
El
ayuno comporta la elección de una vida sobria, en su estilo; una vida que no
derrocha, una vida que no “descarta”. Ayunar nos ayuda a entrenar el
corazón en la esencialidad y en el compartir. Es un signo de toma de conciencia
y de responsabilidad ante las injusticias, los atropellos, especialmente
respecto a los pobres y los pequeños, y es signo de la confianza que ponemos en
Dios y en su providencia. (cfr. Homilía, 5 de marzo de 2014).