Si, pues, vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡Cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que se las pidan! «Por tanto, todo cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros a ellos; porque ésta es la Ley y los Profetas.?” °°° (Mateo 7, 7-12).
La ley de Dios y la enseñanza de los profetas, logran su culmen cuando permiten que todo creyente tome conciencia del gran mandato del creador: Amar a Dios y amar a los demás. O lo podemos decir de una manera práctica: “Trate a los demás, como quiera que ellos lo traten a usted”. Ley y profetas siempre van a definir el ser de una religión, de la fe, de todos aquellos que pretendan hacer la voluntad de Dios.
La Sagrada Escritura con sus ejemplos nos permiten reconocer la importancia de la ley de Dios y la predicación de sus profetas: Nuestra querida Madre del cielo y san José, cumplieron con lo mandado en la ley, presentaron a su Hijo en el templo de Jerusalén. (cfr. Lucas 2, 22-40) El apóstol de los gentiles les recuerda a los Gálatas, por qué es importante someterse a la ley: Cuando se cumplió el tiempo fijado, envió Dios a su Hijo, que nació de una mujer y se sometió a la ley, para rescatar a los que vivíamos sometidos a la ley y para que fuéramos hijos adoptivos de Dios. (Gálatas. 4).
La
necedad de Dios supera la inteligencia y las leyes que rigen a los seres
humanos. Dios sana porque tú crees en Él, en su poder
y en su misericordia, porque comienzas una vida nueva que va a servir de
ejemplo para los demás. (cfr. Marcos 1, 40-45). El verdadero rostro de Dios
renovador y liberador en contraste con la ley y los profetas que llegan a su
plenitud nos propone el culmen de nuestra fe, encontrarnos cara a cara con
Dios. (cfr. Éxodo 34, 29-35).