30 de abril 2023. “Es triste y hace daño ver puertas cerradas.” Homilía Papa Francisco, viaje apostólico, Hungría, Plaza Kossuth Lajos, Budapest. Las últimas palabras que Jesús pronuncia, en el Evangelio que hemos escuchado, resumen el sentido de su misión: «Yo he venido para que tengan Vida, y la tengan en abundancia» (Juan 10,10). Esto es lo que hace un buen pastor: da la vida por sus ovejas.
Así Jesús, como un pastor que va en busca de su rebaño, vino a buscarnos
cuando estábamos perdidos; como un pastor, vino a arrancarnos de la muerte;
como un pastor, que conoce a cada una de sus ovejas y las ama con ternura
infinita, nos ha hecho entrar en el redil del Padre, haciéndonos hijos suyos.
Contemplemos
entonces la imagen del buen Pastor, y detengámonos en dos acciones que, como
narra el Evangelio, Él realiza por sus ovejas: primero las llama, después las
hace salir.
En primer
lugar, “llama a sus ovejas” (cf. v.
3). Al comienzo de nuestra historia de salvación no estamos nosotros con
nuestros méritos, nuestras capacidades, nuestras estructuras; en el origen está
la llamada de Dios, su deseo de alcanzarnos, su preocupación por cada uno de
nosotros, la abundancia de su misericordia que quiere salvarnos del pecado y de
la muerte, para darnos la vida en abundancia y la alegría sin fin.
Jesús vino como buen Pastor de la humanidad para llamarnos y llevarnos a casa.
Nosotros entonces, con memoria agradecida, podemos recordar su amor por
nosotros; por nosotros que estábamos alejados de Él. Sí, mientras «todos
andábamos errantes como ovejas» y «siguiendo cada uno su propio camino» (Isaías
53,6), Él soportó nuestras iniquidades y cargó con nuestras culpas,
conduciéndonos nuevamente al corazón del Padre. Así lo hemos escuchado del
apóstol Pedro en la segunda Lectura: «Porque antes andaban como ovejas
perdidas, pero ahora han vuelto al Pastor y Guardián de ustedes» (1 Pedro
2,25).
Y, aún hoy, en cada situación de la vida, en
aquello que llevamos en el corazón, en nuestros extravíos, en nuestros miedos,
en el sentido de derrota que a veces nos asalta, en la prisión de la tristeza
que amenaza con encerrarnos, Él nos llama. Viene
como buen Pastor y nos llama por nuestro nombre, para decirnos lo valiosos que
somos a sus ojos, para curar nuestras heridas y cargar sobre sí nuestras
debilidades, para reunirnos en su grey y hacernos familia con el Padre y entre
nosotros.
Hermanos y hermanas, mientras estamos aquí esta
mañana, sentimos la alegría de ser pueblo santo de Dios. Todos nosotros nacemos
de su llamada; Él es quien nos ha convocado y por eso somos su pueblo, su
rebaño, su Iglesia. Nos ha reunido aquí
para que, aun siendo diferentes entre nosotros y perteneciendo a comunidades
distintas, la grandeza de su amor nos congregue a todos en un único abrazo.
Es hermoso estar juntos: los obispos y los
sacerdotes, los religiosos y los fieles laicos; y es hermoso compartir esta
alegría junto con las Delegaciones ecuménicas, los jefes de la Comunidad judía,
los representantes de las Instituciones civiles y del Cuerpo diplomático. Esto
es catolicidad: todos nosotros, llamados por nuestro nombre por el buen Pastor,
estamos invitados a acoger y difundir su amor, a hacer que su redil sea
inclusivo y nunca excluyente.
Y, por
eso, todos estamos llamados a cultivar
relaciones de fraternidad y colaboración, sin dividirnos entre nosotros,
sin considerar nuestra comunidad como un ambiente reservado, sin dejarnos arrastrar
por la preocupación de defender cada uno el propio espacio, sino abriéndonos al
amor mutuo.
2. Después
de haber llamado a las ovejas, el Pastor «las hace salir» (Juan 10,3).
Primero, llamándolas, las hizo entrar en el rebaño, luego las conduce hacia
afuera. Primero somos reunidos en la familia de Dios para ser constituidos su
pueblo, pero después somos enviados al mundo para que, con valentía y sin
miedo, seamos anunciadores de la Buena Noticia, testigos del amor que nos ha
regenerado. Este movimiento —entrar y salir— podemos comprenderlo con otra
imagen que usa Jesús; la de la puerta. Él dice: «Yo soy la puerta. El que entra
por mí se salvará; podrá entrar y salir, y encontrará su alimento» (v. 9).
Volvamos a escuchar bien esto: entrará y saldrá. Por una parte, Jesús es
la puerta que se abre de par en par para hacernos entrar en la comunión del
Padre y experimentar su misericordia; pero, como todos saben, una puerta
abierta sirve tanto para entrar como para salir del lugar en el que se
encuentra. Y entonces Jesús, después de habernos conducido nuevamente al abrazo
de Dios y al redil de la Iglesia, es la puerta que nos hace salir al mundo.
Él nos impulsa a ir al encuentro de los
hermanos. Y recordémoslo bien: todos, sin excepción, estamos llamados a esto, a
salir de nuestras comodidades y tener la valentía de llegar a todas las
periferias que necesitan la luz del Evangelio (cf. Exhortación. Apostólica.
Evangelii Gaudium, 20).
Hermanos y hermanas,
estar “en salida” significa para cada uno de nosotros convertirse, como Jesús,
en una puerta abierta.
Es triste y hace daño ver puertas cerradas: las puertas cerradas de nuestro
egoísmo hacia quien camina con nosotros cada día, las puertas cerradas de
nuestro individualismo en una sociedad que corre el riesgo de atrofiarse en la
soledad; las puertas cerradas de nuestra indiferencia ante quien está sumido en
el sufrimiento y en la pobreza; las puertas cerradas al extranjero, al que es
diferente, al migrante, al pobre.
E incluso las puertas cerradas de nuestras
comunidades eclesiales: cerradas entre nosotros, cerradas al mundo, cerradas al
que “no está en regla”, cerradas al que anhela al perdón de Dios. Hermanos
y hermanas, por favor, por favor, ¡abramos las puertas! También nosotros
intentemos —con las palabras, los gestos, las actividades cotidianas— ser como
Jesús, una puerta abierta, una puerta que nunca se le cierra en la cara a
nadie, una puerta que permite entrar a experimentar la belleza del amor y del
perdón del Señor.
Repito esto
sobre todo a mí mismo, a los hermanos obispos y sacerdotes; a nosotros
pastores. Porque el pastor, dice Jesús, no es un asaltante o un ladrón (cf. Juan
10,8); no se aprovecha de su cargo, es decir, no oprime al rebaño que le ha sido confiado; no “roba” el espacio
de los hermanos laicos; no ejercita una autoridad rígida.
Hermanos, animémonos a ser puertas cada vez más
abiertas; “facilitadores” de la gracia de Dios, expertos en cercanía,
dispuestos a ofrecer la vida, así como Jesucristo, nuestro Señor y nuestro
todo, nos lo enseña con los brazos abiertos desde la cátedra de la cruz y nos
lo muestra cada vez en el altar, Pan vivo que se parte por nosotros. Lo digo
también a los hermanos y a las hermanas laicos, a los catequistas, a los
agentes pastorales, a quienes tienen responsabilidades políticas y sociales, a
aquellos que sencillamente llevan adelante su vida cotidiana, a veces con
dificultad: sean puertas abiertas.
Dejemos
entrar en el corazón al Señor de la vida, su Palabra que consuela y sana,
para luego salir y ser, nosotros mismos, puertas abiertas en la sociedad. Ser
abiertos e inclusivos unos con otros, para ayudar a Hungría a crecer en la
fraternidad, camino de la paz.
Queridos
hermanos y hermanas, Jesús buen Pastor nos llama por nuestro nombre y nos cuida
con ternura infinita. Él es la puerta y quien entra por Él tiene la vida
eterna. Él es nuestro futuro, un futuro de «Vida en abundancia» (Juan 10,10).
Por eso, no nos desanimemos nunca, no
nos dejemos robar nunca la alegría y la paz que Él nos ha dado; no nos
encerremos en los problemas o en la apatía. Dejémonos acompañar por nuestro
Pastor; con Él, nuestra vida, nuestras familias, nuestras comunidades
cristianas y toda Hungría resplandezcan de vida nueva. Fuente e Imagen de
Vatican. Va. Copyright.