2 de abril
2023. «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mateo 27,46). Domingo
de ramos. Homilía Papa Francisco. Es la
invocación que la Liturgia nos hace repetir hoy en el Salmo responsorial (cf.
Sal 22,2) y es la única pronunciada en la cruz por Jesús en el Evangelio que
hemos escuchado. Son, pues, las palabras que nos llevan al corazón de la pasión
de Cristo, al punto culminante de los sufrimientos que padeció para salvarnos.
“¿Por qué me has abandonado?”
El sufrimiento de
Jesús fue grande y cada vez que escuchamos el relato de la pasión nos conmueve.
Sufrió en el cuerpo:
pensemos en las bofetadas, en los golpes, en la flagelación, en la corona de
espinas, en el suplicio de la cruz. Sufrió en el alma: la traición de Judas,
las negaciones de Pedro, las condenas religiosas y civiles, las burlas de los
guardias, los insultos bajo la cruz, el rechazo de muchos, el fracaso de todo,
el abandono de los discípulos. Sin embargo, en todo este dolor, a Jesús le
quedaba una certeza: la cercanía del Padre. Pero ahora sucede lo impensable;
antes de morir grita: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». El
abandono de Jesús.
Este es el sufrimiento más lacerante, es el
sufrimiento del espíritu; en la hora más trágica, Jesús experimenta el abandono
de Dios. Nunca antes había llamado al Padre con el nombre genérico de Dios.
Para transmitirnos la fuerza de aquel acontecimiento, el Evangelio indica la
frase también en arameo; es la única, entre las pronunciadas por Jesús en la
cruz, que nos llega en la lengua original. El
acontecimiento real es el abajamiento extremo, es decir, el abandono de su
Padre, el abandono de Dios. El Señor llega a sufrir por amor a nosotros, lo
que nos es difícil incluso de comprender. Ve el cielo cerrado, experimenta la
amarga frontera del vivir, el naufragio de la existencia, el derrumbamiento de
toda certeza. Grita el “por qué” de los “por qué”. “Dios mío, ¿por qué?”
Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
El verbo “abandonar” en la Biblia es fuerte; aparece en momentos de extremo
dolor: en amores fracasados, negados y traicionados; en hijos rechazados y
abortados; en situaciones de repudio, viudez y orfandad; en matrimonios
agotados, en exclusiones que privan de vínculos sociales, en la opresión de la
injusticia y la soledad de la enfermedad. En fin, en las más dramáticas heridas
de las relaciones. Ahí se dice esta palabra: “abandono”. Cristo llevó todo ello a la cruz, tomando sobre sí el pecado del mundo.
Y en el momento culminante, el Hijo unigénito y amado experimentó la situación
que le era más ajena: el abandono, la lejanía de Dios.
¿Y por qué llegó a ese punto? Por nosotros, no
existe otra respuesta. Por nosotros. Hermanos y hermanas, hoy esto no es un
espectáculo. Que cada uno, sintiendo el abandono de Jesús, se diga a sí mismo:
por mí. Este abandono es el precio que pagó por mí. Se hizo solidario con cada
uno de nosotros hasta el extremo, para estar con nosotros hasta las últimas
consecuencias. Experimentó el abandono
para no dejarnos rehenes de la desolación y estar a nuestro lado para siempre.
Lo hizo por ti, por mí, para que cuando tú, yo, o cualquiera se vea entre la
espada y la pared, perdido en un callejón sin salida, sumido en el abismo del
abandono, absorbido por el torbellino de los tantos “por qué” sin respuesta,
pueda tener una esperanza. Él, por ti, por mí. No es el final, porque Jesús ha
estado allí y está ahora contigo.
Él, que
sufrió el alejamiento del abandono para acoger en su amor todos nuestros
distanciamientos. Para que cada uno de nosotros pueda decir: en mis caídas
―todos hemos caído tantas veces―, en mi desolación, cuando me siento
traicionado o he traicionado a los demás, cuando me siento descartado o he
descartado a los demás, cuando me siento abandonado o he abandonado a los
demás, pensemos que Él fue abandonado, traicionado, descartado. Y ahí lo
encontramos a Él. Cuando me siento
errado y perdido, cuando ya no puedo más, Él está conmigo, en mis tantos “por
qué” sin respuesta, Él está ahí.
Así es como el Señor nos salva, desde el
interior de nuestros “por qué”. Desde ahí despliega la esperanza que no
defrauda. En la cruz, de hecho, aunque se sienta abandonado completamente, no
cede a la desesperación ―este es el límite―, sino que reza y se encomienda.
Grita su “por qué” con las palabras de un salmo (22,2) y se entrega en las
manos del Padre, aun sintiéndolo lejano (cf. Lucas 23,46) o no lo siente porque
se encuentra abandonado. En el abandono
se entrega. En el abandono sigue amando a los suyos que lo habían dejado solo.
En el abandono perdona a los que lo crucifican (v. 34). Así es como el abismo
de nuestras muchas maldades se hunde en un amor más grande, de modo que toda
nuestra separación se transforma en comunión.
Hermanos y hermanas, un amor así, todo para
nosotros, hasta el extremo, el amor de Jesús, es capaz de transformar nuestros
corazones de piedra en corazones de carne. Es un amor de piedad, de ternura, de
compasión. Este es el estilo de Dios: cercanía,
compasión y ternura. Así es Dios. Cristo abandonado nos mueve a buscarlo y
amarlo en los abandonados. Porque en ellos no sólo hay personas necesitadas,
sino que está Él, Jesús abandonado, Aquel que nos salvó descendiendo hasta lo
más profundo de nuestra condición humana. Está con cada uno de ellos,
abandonados hasta la muerte. Pienso en aquel hombre alemán, indigente, que
murió en la columnata de la plaza, solo, abandonado.
Ese es Jesús para cada uno de nosotros. Muchos
necesitan nuestra cercanía, muchos abandonados. Yo también necesito que Jesús
me acaricie y se me acerque, es por eso que voy a buscarlo en los que están
abandonados, solos. Él quiere que cuidemos de los hermanos y de las hermanas
que más se asemejan a Él, en el momento extremo del dolor y la soledad. Hoy,
queridos hermanos y hermanas, hay tantos “cristos abandonados”.
Hay pueblos enteros explotados y
abandonados a su suerte; hay pobres que viven en los cruces de nuestras calles,
con quienes no nos atrevemos a cruzar la mirada; hay emigrantes que ya no
son rostros sino números; hay presos rechazados, personas catalogadas como
problema.
Pero también hay tantos cristos abandonados
invisibles, escondidos, que son descartados con guante blanco: niños no
nacidos, ancianos que han sido dejados solos ―que tal vez pueden ser tu papá,
tu mamá, tu abuelo o tu abuela, abandonados en los institutos geriátricos―,
enfermos no visitados, discapacitados ignorados, jóvenes que sienten un gran
vacío interior sin que nadie escuche realmente su grito de dolor. Y no
encuentran otro camino más que el del suicidio. Los abandonados de hoy. Los
cristos de hoy.
Jesús abandonado nos pide que tengamos ojos y
corazón para los abandonados. Para nosotros, discípulos del Abandonado, nadie
puede ser marginado; nadie puede ser abandonado a su suerte. Porque,
recordémoslo, las personas rechazadas y excluidas son iconos vivos de Cristo.
Nos recuerdan la locura de su amor, su abandono que nos salva de toda soledad y
desolación.
Hermanos y hermanas, pidamos hoy la gracia de
saber amar a Jesús abandonado y saber amar a Jesús en cada persona abandonada.
Pidamos la gracia de saber ver, de saber reconocer al Señor que sigue gritando
en ellos. No dejemos que su voz se pierda en el silencio ensordecedor de la
indiferencia. Dios no nos ha dejado solos; cuidemos de aquellos que han sido
dejados solos. Entonces, sólo entonces, haremos nuestros los deseos y los
sentimientos de Aquel que por nosotros «se anonadó a sí mismo» (Filipenses 2, 7).
Se anonadó totalmente por nosotros. Fuente:
Vatican. Va.
6 de abril
2023. «El Espíritu del Señor está sobre
mí» (Lucas 4,18). Homilía Papa
Francisco. Jueves Santo. A partir de este versículo comenzó la predicación de Jesús y este mismo versículo dio inicio a la Palabra que acabamos de escuchar (cf. Isaías 61,1). Así pues, al principio está el Espíritu del Señor.
Francisco. Jueves Santo. A partir de este versículo comenzó la predicación de Jesús y este mismo versículo dio inicio a la Palabra que acabamos de escuchar (cf. Isaías 61,1). Así pues, al principio está el Espíritu del Señor.
Y sobre Él quisiera reflexionar hoy con
ustedes, queridos hermanos, sobre el Espíritu del Señor. Porque sin el Espíritu
del Señor no hay vida cristiana y, sin su unción, no hay santidad. Él es el
protagonista y, en este día en que nació el sacerdocio, es hermoso reconocer
que Él está en el origen de nuestro ministerio, de la vida y de la vitalidad de
todo pastor.
En efecto, la santa Madre Iglesia nos enseña a profesar que el
Espíritu Santo es «dador de vida» , como lo afirmó Jesús diciendo: «El Espíritu
es el que da Vida» (Juan 6,63); una enseñanza de la que se hizo eco el apóstol
Pablo, quien escribió que «la letra
mata, pero el Espíritu da vida» ( 2 Corintios 3,6) y habló de «la ley del
Espíritu, que da la Vida […] en Cristo Jesús» ( Romanos 8,2).
Sin Él,
tampoco la Iglesia sería la Esposa viva de Cristo, sino a lo sumo una
organización religiosa —más o menos buena—; no sería el Cuerpo de Cristo, sino
un templo construido por manos humanas. ¿Cómo, pues, puede edificarse la
Iglesia, si no es a partir del hecho de que somos “templos del Espíritu Santo”
que “habita en nosotros»” (cf. 1 Corintios 6,19; 3,16)? No podemos dejarlo de
lado o aparcarlo en alguna zona de devoción. No, debemos ponerlo en el centro.
Necesitamos decirle cada día: “Ven porque sin tu ayuda divina no hay nada en el
hombre”.
El Espíritu del Señor está sobre mí. Cada uno
de nosotros puede decir esto; y no es presunción, es una realidad, pues todo
cristiano, especialmente todo sacerdote, puede hacer suyas las siguientes palabras:
«porque el Señor me ha ungido» (Isaías 61,1). Hermanos, sin méritos, por pura
gracia hemos recibido una unción que nos ha hecho padres y pastores en el
Pueblo santo de Dios. Consideremos, pues, este aspecto del Espíritu: la unción.
Tras la
primera “unción” que tuvo lugar en el vientre de María, el Espíritu descendió sobre
Jesús en el Jordán. Después de esto, como explica san Basilio, «toda acción [de
Cristo] se iba realizando con la copresencia del Espíritu Santo». En efecto,
por el poder de esa unción, predicaba y realizaba signos; en virtud de ella
«salía de Él una fuerza que sanaba a todos» (Lucas 6,19).
Jesús y el Espíritu actúan siempre juntos, de
modo que son como las dos manos del Padre —Ireneo dice esto— que,
extendidas hacia nosotros, nos abrazan y nos levantan. Y por ellas fueron
marcadas nuestras manos, ungidas por el Espíritu de Cristo. Sí, hermanos, el
Señor no sólo nos ha elegido y llamado de aquí y de allá, sino que ha derramado
en nosotros la unción de su Espíritu, el mismo Espíritu que descendió sobre los
Apóstoles. Hermanos, nosotros somos “ungidos”.
Fijémonos,
pues, en ellos, en los Apóstoles. Jesús los eligió y a su llamada dejaron sus
barcas, sus redes, sus casas y todo lo demás. La unción de la Palabra cambió
sus vidas. Con entusiasmo siguieron al Maestro y comenzaron a predicar,
convencidos de que más tarde realizarían cosas aún mayores; hasta que llegó la
Pascua. Allí todo pareció detenerse; llegaron a renegar y a abandonar al
Maestro. No debemos tener miedo. Seamos
valientes para leer nuestra propia vida y nuestras caídas. Ellos llegaron a renegar
y a abandonar al Maestro, Pedro el primero. Tomaron conciencia de su propia
incapacidad y se dieron cuenta de que no lo habían entendido.
El “no conozco a ese hombre” (cf. Marcos
14,71), que Pedro pronunció en el patio del sumo sacerdote después de la Última
Cena, no es sólo una defensa impulsiva, sino una confesión de ignorancia
espiritual: él y los demás quizá se esperaban una vida de éxito detrás de un
Mesías que atraía multitudes y hacía prodigios, pero no reconocían el escándalo
de la cruz, que echó por tierra sus certezas. Jesús sabía que no lograrían nada
solos, y por eso les prometió el Paráclito. Y fue precisamente esa “segunda unción”, en Pentecostés, la que
transformó a los discípulos, llevándolos a pastorear el rebaño de Dios y ya no
a sí mismos. Esta es la contradicción que debemos resolver: ¿soy pastor del
pueblo de Dios o de mí mismo? Y es el Espíritu el que nos enseña el camino.
Fue esa unción fervorosa la que extinguió su
religiosidad centrada en sí mismos y en sus propias capacidades. Al recibir el
Espíritu, los miedos y vacilaciones de Pedro se evaporan; Santiago y Juan,
consumidos por el deseo de dar la vida, dejan de buscar puestos de honor (cf.
Marcos 10,35-45), nuestro carrerismo,
hermanos; los demás ya no permanecen encerrados y temerosos en el cenáculo,
sino que salen y se convierten en apóstoles en el mundo. Es el Espíritu el
que cambia nuestro corazón, el que lo pone en ese plano distinto, diferente.
Hermanos,
un itinerario como éste abarca nuestra vida sacerdotal y apostólica. También
para nosotros hubo una primera unción, que comenzó con una llamada de amor que
cautivó nuestros corazones. Por ella soltamos las amarras, y sobre ese
entusiasmo genuino descendió la fuerza del Espíritu, que nos consagró. Luego,
según el tiempo de Dios, llega para cada uno la etapa pascual, que marca el
momento de la verdad. Y es un momento de crisis, que reviste diversas formas.
A todos, antes o después, nos sucede que
experimentamos decepciones, dificultades, debilidades, con el ideal que parece
desgastarse entre las exigencias de la realidad, mientras se impone una cierta
costumbre; y algunas pruebas, antes difíciles de imaginar, hacen que la
fidelidad parezca más difícil que antes. Esta etapa —de esta tentación, de esta
prueba que todos tuvimos, tenemos y tendremos— esta etapa representa un momento
culminante para quienes han recibido la unción.
De ella se puede salir mal parado, deslizándose
hacia una cierta mediocridad, arrastrándose cansinamente hacia una “normalidad”
en la que se insinúan tres tentaciones peligrosas: la del compromiso, por la
que uno se conforma con lo que puede hacer; la de los sucedáneos, por la que
uno intenta “llenarse” con algo distinto respecto a nuestra unción; la del
desánimo —que es lo más común—, por la que, insatisfecho, uno sigue adelante
por pura inercia. Y aquí está el gran riesgo: mientras las apariencias
permanecen intactas —“Yo soy sacerdote,
yo soy cura”—, nos replegamos sobre nosotros mismos y seguimos adelante
desmotivados; la fragancia de la unción ya no perfuma la vida y el corazón;
y el corazón ya no se ensancha, sino que se encoge, envuelto en el desencanto.
Es un destilado, ¿entiendes? Cuando el
sacerdocio lentamente va deslizándose hacia el clericalismo y el sacerdote se
olvida de ser pastor del pueblo, para convertirse en un clérigo estatal.
Pero esta
crisis puede convertirse también en el punto de inflexión del sacerdocio, en la
«etapa decisiva de la vida espiritual, en la que hay que hacer la elección
definitiva entre Jesús y el mundo, entre la heroicidad de la caridad y la
mediocridad, entre la cruz y un cierto bienestar, entre la santidad y una
honesta fidelidad al compromiso religioso» .
Al final de
esta celebración les darán como regalo un clásico, un libro que trata este problema:
“La segunda llamada”, es un clásico del padre Voillaume que aborda este
problema, léanlo. Por otra parte, todos nosotros necesitamos reflexionar sobre
este momento de nuestro sacerdocio. Es el momento bendito en el que, como los
discípulos en Pascua, estamos llamados a ser «suficientemente humildes para
confesarnos vencidos por Cristo humillado y crucificado, y aceptar iniciar un
nuevo camino, el del Espíritu, el de la fe y el de un amor fuerte y sin
ilusiones» .
Es el kairós en el que
descubre que «las cosas no se reducen a abandonar la barca y las redes para
seguir a Jesús durante un tiempo determinado, sino que exige ir hasta el Calvario, acoger
la lección y el fruto, e ir con la ayuda del Espíritu Santo hasta el final de
una vida que debe terminar en la perfección de la divina Caridad». Con la ayuda
del Espíritu Santo: es el tiempo, para nosotros como para los Apóstoles, de una
“segunda unción”, tiempo de una segunda llamada que debemos escuchar, para la
segunda unción, en la que acojamos al Espíritu no en el entusiasmo de nuestros
sueños, sino en la fragilidad de nuestra realidad. Es una unción que desvela la verdad en lo profundo de nosotros mismos,
que le permite al Espíritu ungir nuestras debilidades, nuestros trabajos,
nuestra pobreza interior.
Entonces la unción
tiene de nuevo buen olor: la fragancia de Cristo, no la nuestra. En este momento, interiormente,
estoy haciendo memoria de algunos de ustedes que están en crisis —digámoslo
así— que están desorientados y que no saben cómo afrontar el camino, cómo
retomar el camino en esta segunda unción del Espíritu. A estos hermanos —yo los
tengo presentes— simplemente les digo: ánimo, el Señor es más grande que tu
debilidad, que tus pecados. Abandónate en el Señor y déjate llamar una segunda
vez, esta vez con la unción del Espíritu Santo. La doble vida no te ayudará; tirar todo por la ventana, tampoco. Mira
hacia adelante, déjate acariciar por la unción del Espíritu Santo.
Y el camino para este paso de maduración es
admitir la verdad de la propia debilidad. A esto nos exhorta «el Espíritu de la
Verdad» (Juan 16,13), que nos impulsa a mirar hasta el fondo de nosotros
mismos, para preguntarnos: ¿mi realización depende de lo bueno que soy, del
cargo que obtengo, de los cumplidos que recibo, de la carrera que hago, de los
superiores o colaboradores, o de las comodidades que puedo garantizarme, o de
la unción que perfuma mi vida?
Hermanos, la madurez sacerdotal pasa por el
Espíritu Santo, se realiza cuando Él se convierte en el protagonista de nuestra
vida. Entonces todo cambia de perspectiva, incluso las decepciones y las
amarguras —también los pecados—, porque ya no se trata de mejorar componiendo
algo, sino de entregarnos, sin reservarnos nada, a Aquel que nos ha impregnado
en su unción y quiere llegar hasta lo más profundo de nosotros. Hermanos, redescubramos entonces que la vida
espiritual se vuelve libre y gozosa no cuando se guardan las formas y se hace
un remiendo, sino cuando se deja la iniciativa al Espíritu y, abandonados a
sus designios, nos disponemos a servir donde y como se nos pida. ¡Nuestro
sacerdocio no crece remendando, sino desbordándose!
Si dejamos actuar en nosotros al Espíritu de la
verdad custodiaremos la unción —custodiar la unción—, porque enseguida saldrán
a la luz las falsedades —las hipocresías clericales—, las falsedades con las
que estamos tentados de convivir. Y el Espíritu, que “lava las manchas”, nos
sugerirá, sin cansarse, que “no manchemos la unción”, ni un poco. Me viene a la
memoria aquella frase de Qohélet que dice: «Una mosca muerta corrompe y hace
fermentar el óleo del perfumista» (10,1). Es verdad, toda doblez —la doblez
clerical, por favor— toda doblez que se insinúa es peligrosa, no hay que
tolerarla, sino sacarla a la luz del Espíritu.
Porque si «nada es más
tortuoso que el corazón humano y no tiene arreglo» (Jeremías 17,9), el Espíritu Santo es el
único que nos cura de la infidelidad (cf. Os 14,5). Para nosotros es una lucha
a la que no podemos renunciar, en efecto, es indispensable, como escribía san
Gregorio Magno, que «quien predica la palabra de Dios considere primero cómo
debe vivir, para que luego, de su vida, deduzca qué y cómo debe predicar. [...]
que no se atreva a decir exteriormente lo que no hubiera oído primero en el
interior».
El maestro interior al que hay que escuchar es
el Espíritu, sabiendo que no hay nada en nosotros que Él no quiera ungir.
Hermanos, custodiemos la unción; que invocar al Espíritu no sea una práctica
ocasional, sino el aliento de cada día. Ven, ven, custodia la unción. Yo, ungido
por Él, estoy llamado a sumergirme en Él, a dejar que su luz entre en mis
sombras —tenemos tantas— para encontrar la verdad de lo que soy. Dejémonos
impulsar por Él para combatir las falsedades que se agitan en nuestro interior;
y dejémonos regenerar por Él en la adoración, porque cuando lo adoramos, Él derrama su Espíritu en nuestros
corazones.
«El
Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido. Él me envió»
—continúa la profecía—, y me envió a
llevar una buena nueva, liberación, curación y gracia (cf. Isaías 61,1-2;
Lucas 4,18-19); en una palabra, a llevar armonía donde no la hay. Porque como
dice san Basilio: “El Espíritu es armonía”, es Él el que crea la armonía.
Después de haberles hablado de la unción, quisiera decirles algo sobre esta
armonía, que es su consecuencia. En efecto, el Espíritu Santo es armonía.
Antes que nada, en el cielo. San Basilio
explica que «toda esa armonía sobrecelestial e indecible en el servicio de Dios
y en la sinfonía mutua de las potencias supracósmicas, es imposible que se
conserve si no es por la autoridad del Espíritu». Y luego, en la tierra. Él es,
en efecto, en la Iglesia, esa «Armonía divina y musical» que lo une todo; si
no, piensen en un presbítero sin armonía, sin Espíritu, no funciona. Él suscita la diversidad de los carismas y
la recompone en la unidad, crea una concordia que no se basa en la homologación,
sino en la creatividad de la caridad. Así crea armonía en la multiplicidad. Así
crea armonía en un presbítero.
En los
años del Concilio Vaticano II, que fue un don del Espíritu, un teólogo publicó
un estudio en el que hablaba del Espíritu no en clave individual, sino plural.
Invitaba a pensar en él como una Persona divina no tanto singular, sino
“plural”, como el “nosotros de Dios”, el “nosotros” del Padre y del Hijo,
porque es su nexo, es en sí mismo concordia, comunión, armonía. Recuerdo que
cuando leí este tratado teológico —estaba estudiando teología— me escandalicé,
me parecía una herejía, porque en nuestra formación no se entendía bien cómo
era el Espíritu Santo.
Crear armonía es lo que Él desea, especialmente
a través de aquellos en quienes ha derramado su unción. Hermanos, crear armonía
entre nosotros no es sólo un método adecuado para que la coordinación eclesial
funcione mejor, no es bailar el minué, no es una cuestión de estrategia o
cortesía, sino una exigencia interna de la vida en el Espíritu. Se peca contra el Espíritu, que es
comunión, cuando nos convertimos, aunque sea por ligereza, en instrumentos de
división, por ejemplo —y volvemos al mismo tema— con las murmuraciones.
Cuando somos instrumentos de división pecamos
contra el Espíritu. Y le hacemos el juego al enemigo, que no sale a la luz y
ama los rumores y las insinuaciones, que fomenta los partidos y las cordadas,
alimenta la nostalgia del pasado, la desconfianza, el pesimismo, el miedo.
Tengamos cuidado, por favor, de no ensuciar la unción del Espíritu y el manto
de la Santa Madre Iglesia con la desunión, con las polarizaciones, con
cualquier falta de caridad y de comunión. Recordemos
que el Espíritu, “el nosotros de Dios”, prefiere la forma comunitaria: es
decir, la disponibilidad respecto a las propias necesidades, la obediencia
respecto a los propios gustos, la humildad respecto a las propias pretensiones.
La armonía no es una virtud entre otras, es
mucho más. San Gregorio Magno escribe: «De cuánto valga, pues, la virtud de la
concordia consta, puesto que, sin ella, queda demostrado que las demás virtudes
no son virtudes» . Ayudémonos, hermanos, a custodiar la armonía, custodiar la
armonía —esta es la tarea—, empezando no por los demás, sino por uno mismo;
preguntándonos: mis palabras, mis comentarios, lo que digo y escribo, ¿tienen
el sello del Espíritu o el del mundo?
Pienso también en la
amabilidad del sacerdote —porque muchas veces los curas, nosotros, somos unos
maleducados—;
pensemos en la amabilidad del sacerdote: si la gente encuentra incluso en
nosotros personas insatisfechas, personas descontentas, solterones, que
critican y señalan con el dedo, ¿dónde descubrirán la armonía? ¡Cuánta gente no
se acerca o se aleja porque en la Iglesia no se siente acogida y amada, sino
mirada con recelo y juzgada! En nombre de Dios, ¡acojamos y perdonemos siempre!
Recordemos que ser agrios y quejumbrosos, además de no producir nada bueno,
corrompe el anuncio, porque contra-testimonia a Dios, que es comunión y
armonía. Y esto desagrada mucho y sobre
todo al Espíritu Santo, a quien el apóstol Pablo nos exhorta a no entristecer
(cf. Efesios 4,30).
Hermanos, les dejo estas reflexiones que han
salido del corazón y concluyo dirigiéndoles una palabra sencilla e importante:
gracias. Gracias por su testimonio, gracias por su servicio; gracias por el
mucho bien escondido que hacen, gracias por el perdón y el consuelo que dan en
nombre de Dios: perdonar siempre, por favor, nunca negar el perdón; gracias por
su ministerio, que a menudo se realiza en medio de mucho esfuerzo,
incomprensiones y poco reconocimiento. Hermanos, que el Espíritu de Dios, que
no defrauda a los que confían en Él, los llene de paz y lleve a término lo que
ha comenzado en ustedes, para que sean profetas de su unción y apóstoles de
armonía. Fuente e Imagen de Vatican. Va
8 de abril 2023. Vigilia Pascual, Homilía Papa Francisco. La noche está llegando a su fin y despuntan las primeras luces del amanecer, cuando las mujeres se ponen en camino hacia la tumba de Jesús. Avanzan con incertidumbre, desorientadas, con el corazón desgarrado de dolor por esa muerte que les había quitado al Amado. Pero, llegando hasta ese lugar y viendo la tumba vacía, invierten la ruta, cambian de camino; abandonan el sepulcro y corren a anunciar a los discípulos un nuevo rumbo: Jesús ha resucitado y los espera en Galilea. En la vida de estas mujeres se produjo la Pascua, que significa paso.
Ellas, en efecto,
pasan del triste camino hacia el sepulcro a la alegre carrera hacia los
discípulos, para decirles no sólo que el Señor había resucitado, sino que hay una meta a la que
deben dirigirse sin demora, Galilea. La cita con el Resucitado es allí, allí
conduce la Resurrección. El nuevo nacimiento de los discípulos, la resurrección
de sus corazones pasa por Galilea. Entremos también nosotros en este camino de
los discípulos que va del sepulcro a Galilea.
Las
mujeres, dice el Evangelio, «fueron a visitar el sepulcro» (Mateo 28,1).
Piensan que Jesús se encuentra en el lugar de la muerte y que todo terminó para
siempre. A veces también nosotros pensamos que la alegría del encuentro con
Jesús pertenece al pasado, mientras que en el presente vemos sobre todo tumbas
selladas: las de nuestras desilusiones,
nuestras amarguras, nuestra desconfianza; las del “no hay nada más que hacer”,
“las cosas no cambiarán nunca”, “mejor vivir al día” porque “no hay certeza del
mañana”. También nosotros, cuando hemos sido atenazados por el dolor, oprimidos
por la tristeza, humillados por el pecado; cuando hemos sentido la amargura de
algún fracaso o el agobio por alguna preocupación, hemos experimentado el sabor
acerbo del cansancio y hemos visto apagarse la alegría en el corazón.
A veces simplemente hemos experimentado la
fatiga de llevar adelante la cotidianidad, cansados de exponernos en primera
persona frente a la indiferencia de un mundo donde parece que siempre
prevalecen las leyes del más astuto y del más fuerte. Otras veces, nos hemos
sentido impotentes y desalentados ante el poder del mal, ante los conflictos
que dañan las relaciones, ante las lógicas del cálculo y de la indiferencia que
parecen gobernar la sociedad, ante el cáncer de la corrupción —hay tanta—, ante
la propagación de la injusticia, ante los vientos gélidos de la guerra.
E incluso, quizá nos hayamos encontrado cara a
cara con la muerte, porque nos ha quitado la dulce presencia de nuestros seres
queridos o porque nos ha rozado en la enfermedad o en las desgracias, y
fácilmente quedamos atrapados por la desilusión y se seca en nosotros la fuente
de la esperanza. De ese modo, por estas u otras situaciones —cada uno sabe
cuáles son las propias—, nuestros
caminos se detienen frente a las tumbas y permanecemos inmóviles llorando y
lamentándonos, solos e impotentes, repitiéndonos nuestros “por qué”. Esa cadena
de “por qué”…
En cambio, las mujeres
en Pascua no se quedaron paralizadas frente a una tumba, sino que —dice el
Evangelio— «atemorizadas pero llenas de alegría, se alejaron rápidamente del
sepulcro y corrieron a dar la noticia a los discípulos» (v. 8). Llevan la noticia que
cambiará para siempre la vida y la historia: ¡Cristo ha resucitado! (cf. v. 6).
Y, al mismo tiempo, custodian y transmiten la recomendación del Señor, su
invitación a los discípulos: que vayan a Galilea, porque allí lo verán (cf. v.
7).
Pero, hermanos y hermanas, nos preguntamos hoy:
¿qué significa ir a Galilea? Dos cosas. Por una parte, salir del encierro del
cenáculo para ir a la región habitada por las gentes (cf. Mateo 4,15), salir de lo
escondido para abrirse a la misión, escapar del miedo para caminar hacia el
futuro. Y por otra parte —y esto es muy bonito—, significa volver a los
orígenes, porque precisamente en Galilea había comenzado todo.
Allí el Señor encontró y llamó por primera vez
a los discípulos. Por tanto, ir a Galilea significa volver a la gracia
originaria; significa recuperar la memoria que regenera la esperanza, la
“memoria del futuro” con la que hemos sido marcados por el Resucitado.
Esto es lo que realiza la Pascua del Señor: nos
impulsa a ir hacia adelante, a superar el sentimiento de derrota, a quitar la
piedra de los sepulcros en los que a menudo encerramos la esperanza, a mirar el
futuro con confianza, porque Cristo resucitó y cambió el rumbo de la historia.
Pero, para hacer esto, la Pascua del Señor nos lleva a nuestro pasado de
gracia, nos hace volver a Galilea, allí donde comenzó nuestra historia de amor
con Jesús, donde fue el primer llamado. Es decir, nos pide que revivamos ese
momento, esa situación, esa experiencia en la que encontramos al Señor,
sentimos su amor y recibimos una mirada nueva y luminosa sobre nosotros mismos,
sobre la realidad, sobre el misterio de la vida.
Hermanos y hermanas, para resurgir, para
recomenzar, para retomar el camino,
necesitamos volver siempre a Galilea; no al encuentro de un Jesús abstracto,
ideal, sino a la memoria viva, a la memoria concreta y palpitante del
primer encuentro con Él. Sí, para caminar debemos recordar, para tener
esperanza debemos alimentar la memoria. Y esta es la invitación: ¡recuerda y
camina! Si recuperas el primer amor, el asombro y la alegría del encuentro con
Dios, irás hacia adelante. Recuerda y camina.
Recuerda tu Galilea y camina hacia tu Galilea.
Es el “lugar” en el que conociste a Jesús en persona; donde Él para ti dejó de
ser un personaje histórico como otros y se convirtió en la persona más
importante de tu vida. No es un Dios lejano, sino el Dios cercano, que te
conoce mejor que nadie y te ama más que nadie.
Hermano, hermana, haz memoria de
Galilea, de tu Galilea; de tu llamada, de esa Palabra de Dios que en un preciso
momento te habló justamente a ti; de esa experiencia fuerte en el Espíritu; de
la alegría inmensa que sentiste al recibir el perdón sacramental en aquella
confesión; de ese momento intenso e inolvidable de oración; de esa luz que se
encendió dentro de ti y transformó tu vida; de ese encuentro, de esa
peregrinación.
Cada uno sabe dónde está la propia Galilea,
cada uno de nosotros conoce dónde tuvo lugar su resurrección interior, ese
momento inicial, fundante, que lo cambió todo. No podemos dejarlo en el pasado,
el Resucitado nos invita a volver allí para celebrar la Pascua. Recuerda tu
Galilea, haz memoria de ella, reavívala hoy. Vuelve a ese primer encuentro. Pregúntate cómo y cuándo sucedió;
reconstruye el contexto, el tiempo y el lugar; vuelve a experimentar las
emociones y las sensaciones; revive los colores y los sabores.
Porque sabes que, cuando has olvidado ese
primer amor, cuando has pasado por alto ese primer encuentro, ha comenzado a
depositarse el polvo en tu corazón. Y experimentaste la tristeza y, como les
ocurrió a los discípulos, todo parecía sin perspectiva, como si una piedra sellara
la esperanza. Pero hoy, hermano, hermana, la
fuerza de la Pascua nos invita a quitar las lápidas de la desilusión y la
desconfianza.
El Señor, experto en remover las piedras
sepulcrales del pecado y del miedo, quiere iluminar tu memoria santa, tu recuerdo
más hermoso, hacer actual ese primer encuentro con Él. Recuerda y camina;
regresa a Él, recupera la gracia de la resurrección de Dios en ti. Vuelve a
Galilea, vuelve a tu Galilea.
Hermanos, hermanas,
sigamos a Jesús en Galilea; encontrémoslo y adorémoslo allí donde Él nos espera. Revivamos la belleza del momento
en que, después de haberlo descubierto vivo, lo proclamamos Señor de nuestra
vida. Volvamos a Galilea, a la Galilea del primer amor. Que cada uno vuelva a
su propia Galilea, la del primer encuentro, ¡y resurjamos a una vida nueva! Fuente e Imagen de Vatican. Va.
9 de abril 2023
Domingo de resurrección. Mensaje Urbi et Orbi, Papa Francisco.
Queridos hermanos y hermanas: ¡Cristo ha resucitado! Hoy proclamamos que Él, el Señor de nuestra vida, es «la resurrección y la vida» del mundo (cfr. Juan 11,25). Es Pascua, que significa “paso”, porque en Jesús se realizó el paso decisivo de la humanidad: de la muerte a la vida, del pecado a la gracia, del miedo a la confianza, de la desolación a la comunión. En Él, Señor del tiempo y de la historia, quisiera decirles a todos, con alegría en el corazón: ¡feliz Pascua!
Queridos hermanos y hermanas: ¡Cristo ha resucitado! Hoy proclamamos que Él, el Señor de nuestra vida, es «la resurrección y la vida» del mundo (cfr. Juan 11,25). Es Pascua, que significa “paso”, porque en Jesús se realizó el paso decisivo de la humanidad: de la muerte a la vida, del pecado a la gracia, del miedo a la confianza, de la desolación a la comunión. En Él, Señor del tiempo y de la historia, quisiera decirles a todos, con alegría en el corazón: ¡feliz Pascua!
Que sea para cada uno
de ustedes, queridos hermanos y hermanas —en particular para los enfermos y los
pobres, para los ancianos y los que están atravesando momentos de prueba y dificultad—, un paso de la
tribulación a la consolación. No estamos solos, Jesús, el Viviente, está con
nosotros para siempre. Que la Iglesia y el mundo se alegren, porque hoy nuestra
esperanza ya no se estrella contra el muro de la muerte; el Señor nos ha
abierto un puente hacia la vida. Sí, hermanos y hermanas, en Pascua el destino
del mundo cambió; y hoy, que coincide además con la fecha más probable de la
resurrección de Cristo, podemos alegrarnos de celebrar, por pura gracia, el día
más importante y hermoso de la historia.
Cristo ha resucitado, verdaderamente ha
resucitado, como se proclama en las Iglesias de Oriente: Christòs anesti! Ese
verdaderamente nos dice que la esperanza no es una ilusión, ¡es verdad! Y que, a partir de la Pascua, el camino de la
humanidad, marcado por la esperanza, avanza veloz. Nos lo muestran con su
ejemplo los primeros testigos de la Resurrección. Los Evangelios describen la
prisa con la que el día de Pascua «las mujeres corrieron a dar la noticia a los
discípulos» (Mateo 28,8). Y, después que María Magdalena «corrió al encuentro
de Simón Pedro» (Juan 20,2),
Juan y el mismo Pedro “corrieron los dos juntos”
(cf. v. 4) para llegar al lugar donde Jesús había sido sepultado. Y después, la
tarde de Pascua, habiendo encontrado al Resucitado en el camino de Emaús, dos
discípulos “partieron sin demora” (cf. Lucas 24,33) y se apresuraron para
recorrer muchos kilómetros en subida y a oscuras, movidos por la alegría
incontenible de la Pascua que ardía en sus corazones (cf. v. 32).
Es la misma alegría por la que Pedro, viendo a
Jesús resucitado a orillas del lago de Galilea, no pudo quedarse en la barca
con los demás, sino que se tiró al agua de inmediato para nadar rápidamente
hacia Él (cf. Juan 21,7). En definitiva, en Pascua el andar se acelera y se
vuelve una carrera, porque la humanidad ve la meta de su camino, el sentido de
su destino, Jesucristo, y está llamada a ir de prisa hacia Él, esperanza del
mundo.
Apresurémonos también nosotros a crecer en un
camino de confianza recíproca: confianza entre las personas, entre los pueblos y las naciones.
Dejémonos sorprender por el gozoso anuncio de la Pascua, por la luz que ilumina
las tinieblas y las oscuridades que se ciernen tantas veces sobre el mundo.
Apresurémonos a superar los conflictos y las
divisiones, y a abrir nuestros corazones a quien más lo necesita. Apresurémonos a recorrer senderos
de paz y de fraternidad. Alegrémonos por los signos concretos de esperanza que
nos llegan de tantos países, empezando de aquellos que ofrecen asistencia y
acogida a quienes huyen de la guerra y de la pobreza.
Pero a lo
largo del camino todavía hay muchas piedras de tropiezo, que hacen arduo y
fatigoso nuestro apresurarnos hacia el Resucitado. A Él dirijamos nuestra
súplica: ¡ayúdanos a correr hacia Ti! ¡Ayúdanos a abrir nuestros corazones!
Ayuda al amado pueblo ucraniano en el camino
hacia la paz e infunde la luz pascual sobre el pueblo ruso. Conforta a los
heridos y a cuantos han perdido a sus seres queridos a causa de la guerra, y
haz que los prisioneros puedan volver sanos y salvos con sus familias. Abre los
corazones de toda la comunidad internacional para que se esfuerce por poner fin
a esta guerra y a todos los conflictos que ensangrientan al mundo, comenzando
por Siria, que aún espera la paz. Sostiene a cuantos han sido afectados por el
violento terremoto en Turquía y en la misma Siria. Recemos por cuantos han
perdido familiares y amigos, y se quedaron sin casa; que puedan recibir
consuelo de Dios y ayuda de la familia de las naciones.
En este día te confiamos, Señor, la ciudad de
Jerusalén, primer testigo de tu Resurrección. Expreso mi profunda preocupación
por los ataques de estos últimos días, que amenazan el deseado clima de
confianza y respeto recíproco, necesario para retomar el diálogo entre
israelíes y palestinos, de modo que la paz reine en la Ciudad Santa y en toda
la región.
Ayuda, Señor, al Líbano, todavía en busca de
estabilidad y unidad, para que supere las divisiones y todos los ciudadanos
trabajen juntos por el bien común del país.
No te
olvides del querido pueblo de Túnez, en particular de los jóvenes y de aquellos
que sufren a causa de los problemas sociales y económicos, para que no pierdan
la esperanza y colaboren en la construcción de un futuro de paz y fraternidad.
Dirige tu
mirada sobre Haití, que está sufriendo desde hace varios años una grave crisis
sociopolítica y humanitaria, y sostiene el esfuerzo de los actores políticos y
de la comunidad internacional en la búsqueda de una solución definitiva a los
numerosos problemas que afligen a esa población tan atribulada.
Consolida
los procesos de paz y reconciliación emprendidos en Etiopía y en Sudán del Sur,
y haz que cese la violencia en la República Democrática del Congo.
Sostiene,
Señor, a las comunidades cristianas que hoy celebran la Pascua en
circunstancias particulares, como en Nicaragua y en Eritrea, y acuérdate de
todos aquellos a quienes se les impide profesar libre y públicamente su fe.
Concede consuelo a las víctimas del terrorismo internacional, especialmente en
Burkina Faso, Malí, Mozambique y Nigeria.
Ayuda a
Myanmar a recorrer caminos de paz e ilumina los corazones de los responsables
para que los martirizados Rohinyá encuentren justicia.
Conforta a
los refugiados, a los deportados, a los prisioneros políticos y a los
migrantes, especialmente a los más vulnerables, así como a todos aquellos que
sufren a causa del hambre, la pobreza y los nefastos efectos del narcotráfico,
la trata de personas y toda forma de esclavitud. Inspira, Señor, a los
responsables de las naciones, para que ningún hombre o mujer sea discriminado y
pisoteado en su dignidad; para que en el pleno respeto de los derechos humanos
y de la democracia se sanen esas heridas sociales, se busque siempre y
solamente el bien común de los ciudadanos, se garantice la seguridad y las
condiciones necesarias para el diálogo y la convivencia pacífica.
Hermanos, hermanas, encontremos también
nosotros el gusto del camino, aceleremos el latido de la esperanza, saboreemos
la belleza del cielo. Obtengamos hoy la
fuerza para perseverar en el bien, hacia el encuentro del Bien que no defrauda.
Y si, como escribió un Padre antiguo, «el mayor pecado es no creer en la fuerza
de la Resurrección» (San Isaac de Nínive, Sermones ascéticos, I,5), hoy
creemos y «sabemos que Cristo verdaderamente resucitó» (Secuencia de Pascua).
Creemos en Ti, Señor Jesús, creemos que contigo la esperanza renace y el camino
sigue. Tú, Señor de la vida, aliéntanos en nuestro caminar y repítenos, como a
los discípulos la tarde de Pascua: «¡La paz esté con ustedes!» (Juan 20,19.21).
Fuente e Imagen de Vatican. Va.