29 de junio 2024. Homilía Papa Francisco. Capilla Papal. Hermanos, Hermanas. Contemplemos a los dos Apóstoles Pedro y Pablo: el pescador de Galilea a quien Jesús hizo pescador de hombres; el fariseo perseguidor de la Iglesia transformado por la gracia en evangelizador de los gentiles. A la luz de la Palabra de Dios, dejémonos inspirar por sus historias, por el celo apostólico que marcó el camino de sus vidas. En su encuentro con el Señor, tuvieron una verdadera experiencia pascual: fueron liberados y ante ellos se abrieron las puertas de una vida nueva.
Hermanos y
hermanas, en vísperas del año jubilar, detengámonos a considerar precisamente
la imagen de la puerta. El Jubileo, en
efecto, será un tiempo de gracia en el que abriremos la Puerta Santa, para
que todos tengan oportunidad de cruzar el umbral de ese santuario vivo que es
Jesús y, en Él, experimentar el amor de Dios que fortifica la esperanza y
renueva la alegría. También en la
historia de Pedro y de Pablo hay puertas que se abren.
La primera
lectura nos ha descrito el episodio de la liberación de Pedro de su cautiverio.
Este relato tiene muchas imágenes que nos recuerdan el acontecimiento de la
Pascua: el hecho se verifica durante la fiesta de los ázimos; Herodes trae a la
memoria la figura del faraón de Egipto; la liberación sucede de noche, como fue
también para los hebreos; el ángel da a
Pedro las mismas instrucciones que se dieron a Israel: levántate rápido, ponte
el cinturón, cálzate las sandalias (cf. Hechos 12, 7-8; Éxodo 12, 11). Lo
que se nos narra, pues, es un nuevo éxodo; Dios libera a su Iglesia, libera a
su pueblo, que está encadenado, y se muestra una vez más como el Dios de la
misericordia que sostiene su camino.
En aquella
noche de liberación sucedió que, ante todo, se abrieron milagrosamente las
puertas de la prisión. Luego, de Pedro y del ángel que lo acompaña se dice que
«llegaron a la puerta de hierro que daba a la ciudad. La puerta se abrió sola
delante de ellos» (Hechos 12,1 0). No fueron ellos los que abrieron la puerta,
sino se abrió sola. Es Dios quien abre
las puertas, es Él quien libera y despeja el camino.
A Pedro
―como escuchamos en el Evangelio―, Jesús le había confiado las llaves del
Reino. Pero Pedro experimenta que es el Señor quien abre primero las puertas,
porque Él nos precede siempre. Y hay un hecho curioso: las puertas de la cárcel
se abrieron por el poder del Señor, pero Pedro encontró después dificultades
para entrar en la casa de la comunidad cristiana: la mujer que va a abrir a la
puerta, piensa que es un fantasma y no le abre (cf. Hechos 12, 12-17). ¡Cuántas
veces las comunidades no asimilan esta sabiduría de abrir las puertas!
También el
itinerario del apóstol Pablo es, ante que nada, una experiencia pascual. Él, en
efecto, primero fue transformado por el Resucitado en el camino de Damasco y
después, en la incesante contemplación de Cristo crucificado, descubrió la gracia de la debilidad;
cuando somos débiles ―decía― en realidad, justo entonces, es que somos fuertes
porque ya no nos aferramos a nosotros mismos, sino a Cristo (cf. 2 Corintios
12, 10). Aferrado al Señor y crucificado con Él, Pablo escribía «ya no vivo yo,
sino que Cristo vive en mí» (Gálatas 2, 20).
Pero la finalidad de ello no era
una religiosidad intimista y consoladora ―como nos la presentan hoy algunos
movimientos en la Iglesia: una espiritualidad de salón―; al contrario, el encuentro con el Señor encendió en la
vida de Pablo un celo evangelizador. Como hemos escuchado en la segunda
lectura, al final de su vida Pablo declara: «El Señor estuvo a mi lado, dándome
fuerzas, para que el mensaje fuera proclamado por mi intermedio y llegara a
oídos de todos los paganos» (2 Tim 4,17).
Precisamente
en el contar cómo el Señor le había dado muchas oportunidades de anunciar el
Evangelio, Pablo utiliza la imagen de
las puertas abiertas. Así, en relación a su llegada a Antioquía junto con
Bernabé, se dice que «convocaron a los miembros de la Iglesia y les contaron
todo lo que Dios había hecho con ellos y cómo había abierto la puerta de la fe
a los paganos» (Hechos 14, 27). Del mismo modo, dirigiéndose a la comunidad de
Corinto decía: «mientras tanto, permaneceré
en Éfeso hasta Pentecostés, ya que se ha abierto una gran puerta para mi
predicación» (1 Corintios 16, 8-9); y escribiendo a los Colosenses los
exhortaba así: «rueguen también por nosotros, a fin de que Dios nos allane el
camino para anunciar el misterio de Cristo» (Colosenses 4, 3).
Hermanos y
hermanas, los dos Apóstoles Pedro y Pablo tuvieron esta experiencia de gracia.
Ellos, en primera persona, experimentaron la obra de Dios, que les abrió las
puertas de su prisión interior y también de las prisiones reales, donde
estuvieron encarcelados a causa del Evangelio. Y, además, abrió ante ellos las
puertas de la evangelización, para que pudieran experimentar la alegría de
encontrarse con los hermanos y hermanas de las comunidades nacientes y llevar
la esperanza del Evangelio a todos.
Y también
nosotros nos preparamos este año para abrir la Puerta Santa.
Hermanos y
hermanas, hoy reciben el palio los arzobispos metropolitanos nombrados durante
el último año. En comunión con Pedro y siguiendo el ejemplo de Cristo, puerta
de las ovejas (cf. Juan 10, 7), están
llamados a ser pastores diligentes que abran las puertas del Evangelio y
que, con su ministerio, ayuden a construir una Iglesia y una sociedad de
puertas abiertas.
Y quisiera
dirigir, con afecto fraterno, mi saludo a la Delegación del Patriarcado
ecuménico: gracias por haber venido a manifestar el deseo común de la plena
comunión entre nuestras Iglesias. Envío un cordial saludo a mi hermano, a mi
querido hermano Bartolomé.
Que los
santos Pedro y Pablo nos ayuden a abrir la puerta de nuestra vida al Señor
Jesús; que intercedan por nosotros, por la ciudad de Roma y por el mundo
entero. Amén. Fuente e Imagen de Vatican. Va.