Padre, Jairo Yate Ramírez.
Arquidiócesis de Ibagué
Al que
quiere hacerte un juicio para quitarte la túnica, déjale también el manto; y si
te exige que lo acompañes un kilómetro, camina dos con él. Da al que te pide, y
no le vuelvas la espalda al que quiere pedirte algo prestado.” Mateo 5, 38-42.
Se
llega a ser una persona virtuosa con el ejercicio humilde y abnegado de los buenos
hábitos, que nos preparan para responder ante los acontecimientos de la vida,
de acuerdo a la voluntad de Dios. La teología moral en la Iglesia Católica
enseña que toda persona recibe en su naturaleza la inclinación a la verdad y a
la voluntad de hacer el bien. Los estudiosos la denominan: “Semina
Virtutum”.
Aristóteles como padre de la filosofía
occidental, enseña que: las virtudes perfeccionan al ser humano, para que logre
obrar el bien, según la razón. Una persona virtuosa enfrenta el mal con las
virtudes. Por ejemplo: la paciencia, la prudencia, la justicia.
La
Sagrada Escritura nos enseña la forma como debe actuar la persona justa, la
persona virtuosa: Con sabiduría, paciencia, perseverancia, prudencia,
misericordia, fortaleza, temor de Dios. Debemos estar preparados ante las
adversidades de la vida. El Maestro de Nazareth recomienda: “No devolver mal
por mal”. La venganza no hace parte de los inteligentes y buenos
comportamientos de una persona creyente. El buen Dios recomienda: No te
vengarás, ni guardarás rencor contra las demás personas. (Levítico 19, 18).
El
Papa Francisco propone superar cualquier sentimiento de venganza. Al
contrario: Poner paz y orden en el propio corazón, detener la avaricia, apagar
el odio y el rencor, huir de la corrupción y huir de las trampas y las astucias.
Nuestra vida de fe nos pide afrontar las discordias. las divergencias y los
conflictos no de forma agresiva, sino sin prejuicios y con intenciones
pacíficas, para encontrar puntos de convergencia aceptables para todos.
De
cualquier modo, el odio y la violencia
son incompatibles con nuestra fe en el «Dios misericordioso y clemente,
tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad» (Éxodo 34, 6). (cfr. Homilía, 8
de julio, 2022).
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