Padre, Jairo Yate Ramírez.
Arquidiócesis de Ibagué
“Jesús dijo
a sus discípulos: No acumulen tesoros en la tierra, donde la polilla y la
herrumbre los consumen, y los ladrones perforan las paredes y los roban.
Acumulen, en cambio, tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que
los consuma, ni ladrones que perforen y roben. Allí donde esté tu tesoro,
estará también tu corazón.
La lámpara del cuerpo es el ojo. Si
tu ojo está sano, todo tu cuerpo estará iluminado. Pero si tu ojo está enfermo,
todo tu cuerpo estará en tinieblas. Si la luz que hay en ti se oscurece,
¡cuánta oscuridad habrá!” Mateo 6, 19-23.
¿En
dónde está el punto de equilibrio, para vivir bien en este mundo, con la
perspectiva de la vida eterna? El
Maestro de Nazareth enseñó el camino más seguro para la felicidad, para ganar
la vida eterna, para llegar al Reino de Dios. La respuesta es: Bienaventuranzas. Precisamente la primera
bienaventuranza propone: Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de
ellos es el Reino de los cielos. (Mateo
5, 3).
Nuestro Catecismo de la Iglesia Católica nos
enseña que “Las bienaventuranzas” están
en el centro de la predicación de Jesús. Con ellas Jesús recoge las
promesas hechas al pueblo elegido desde Abraham; pero las perfecciona
ordenándolas no sólo a la posesión de una tierra, sino al Reino de los cielos.
(Numeral 1716).
Un buen punto del equilibrio para
vivir en este mundo es aprender a
moverse en la pobreza, el desprendimiento, el compartir con los demás, el
practicar siempre la caridad, evitar al máximo todo lo que sea acumulación de
bienes innecesarios. El apóstol san Pablo nos recomienda aspirar siempre a los
bienes de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios. (Colosenses
3, 1-4).
El
Papa Benedicto XVI propone la esperanza como virtud para vivir en este mundo y
poder ganar la vida eterna. Dice el
santo Padre: Se nos ofrece la salvación en el sentido de que se nos ha dado la
esperanza, una esperanza fiable, gracias a la cual podemos afrontar nuestro
presente:
el presente, aunque sea un
presente fatigoso, se puede vivir y aceptar si lleva hacia una meta, si
podemos estar seguros de esta meta y si esta meta es tan grande que justifique
el esfuerzo del camino. (cfr. Encíclica, Spe Salvi Facti Sumus, 1). Ponemos
más la esperanza en Dios y menos en las cosas materiales de este mundo.
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