El Credo niceno
comienza profesando: «Creemos en un solo Dios Padre Todopoderoso, creador de
todas las cosas, de las visibles y de las invisibles».
El Concilio
estaba llamado, por tanto, a definir el significado correcto de la fe en Jesús
como “el Hijo de Dios”.
Los Padres confesaron que Jesús es el Hijo de Dios en cuanto
es «de la misma sustancia ( ousia) del Padre [...] generado, no creado, de la
misma sustancia ( homooúsios) del Padre
El Concilio
adopta luego la metáfora bíblica de la luz: «Dios es luz» (1 Juan 1,5; cf. Juan
1,4-5). El Hijo encarnado, Jesús, es por ello la luz del mundo y de la
vida (cf. Juan 8,12).
el Credo afirma que el Hijo es «Dios verdadero de Dios
verdadero». En muchos pasajes, la Biblia distingue a los ídolos muertos del
Dios verdadero y viviente. El Dios verdadero es el Dios que habla y actúa en la
historia de la salvación.
El Credo de Nicea
no formula una teoría filosófica. Profesa la fe en el Dios que nos ha redimido
por medio de Jesucristo. Se trata del Dios viviente.
Padre Jairo Yate
Ramírez. Arquidiócesis de Ibagué
A CONTINUACIÓN
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DE LA CARTA APOSTÓLICA DEL PAPA LEÓN XIV
En la unidad de la fe, proclamada desde los orígenes de la
Iglesia, los cristianos están llamados a caminar concordes, custodiando y
transmitiendo con amor y con alegría el don recibido. Esto se expresa en las
palabras del Credo: «Creemos en Jesucristo, Hijo único de Dios, que por nuestra
salvación bajó del cielo», formuladas por el Concilio de Nicea, el primer
acontecimiento ecuménico de la historia del cristianismo, hace 1700 años.
Mientras me dispongo a realizar el Viaje Apostólico a
Turquía, con esta carta deseo alentar en toda la Iglesia un renovado impulso en
la profesión de la fe, cuya verdad, que desde hace siglos constituye el
patrimonio compartido entre los cristianos, merece ser confesada y profundizada
de manera siempre nueva y actual. Al respecto, ha sido aprobado un rico
documento de la Comisión Teológica Internacional: Jesucristo, Hijo de Dios,
Salvador. El 1700 aniversario del Concilio Ecuménico de Nicea. A él remito,
porque ofrece útiles perspectivas para profundizar en la importancia y
actualidad no sólo teológica y eclesial, sino también cultural y social del
Concilio de Nicea.
2. «Comienzo del Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios»: así
san Marcos titula su Evangelio, resumiendo todo su mensaje precisamente en el
signo de la filiación divina de Jesucristo. Del mismo modo, el apóstol Pablo
sabe que está llamado a anunciar el Evangelio de Dios sobre su Hijo muerto y
resucitado por nosotros (cf. Romanos 1, 9), que es el “sí” definitivo de Dios a
las promesas de los profetas (cf. 2 Corintios 1,19-20). En Jesucristo, el Verbo
que era Dios antes de los tiempos y por medio del cual todo fue hecho —recita
el prólogo del Evangelio de san Juan—, «se hizo carne y habitó entre nosotros»
(Juan 1,14). En Él, Dios se ha hecho nuestro prójimo, de modo que todo lo que
hagamos a cada uno de nuestros hermanos, a Él se lo hacemos (cf. Mateo 25, 40).
En este Año Santo dedicado a Cristo, quien es nuestra
esperanza, es una coincidencia providencial que se celebre también el 1700
aniversario del primer Concilio Ecuménico de Nicea, que en el 325 proclamó
la profesión de fe en Jesucristo, Hijo de Dios. Este es el corazón de la fe
cristiana. Aún hoy, en la celebración eucarística dominical pronunciamos el
Símbolo Niceno-constantinopolitano, profesión de fe que une a todos los
cristianos. Ella nos da esperanza en los tiempos difíciles que vivimos, en
medio de muchas preocupaciones y temores, amenazas de guerra y violencia,
desastres naturales, graves injusticias y desequilibrios, hambre y miseria sufrida
por millones de hermanos y hermanas nuestros.
3. Los tiempos del Concilio de Nicea no eran menos
turbulentos. Cuando comenzó, en el 325, aún estaban abiertas las heridas de las
persecuciones contra los cristianos. El Edicto de tolerancia de Milán
(313), promulgado por los emperadores Constantino y Licinio, parecía anunciar
el amanecer de una nueva era de paz. Sin embargo, tras las amenazas externas,
pronto surgieron disputas y conflictos en la Iglesia.
Arrio, un presbítero de Alejandría de Egipto, enseñaba que
Jesús no es verdaderamente el Hijo de Dios; aunque tampoco una simple criatura,
sería un ser intermedio entre el Dios inalcanzablemente lejano y nosotros.
Además, habría habido un tiempo en el que el Hijo “no era”. Esto concordaba con
la mentalidad de la época y por ello resultaba plausible.
Pero Dios no abandona a su Iglesia, suscitando siempre
hombres y mujeres valientes, testigos de la fe y pastores que guían a su pueblo
e indican el camino del Evangelio. El obispo Alejandro de Alejandría se dio
cuenta de que las enseñanzas de Arrio no eran coherentes con la Sagrada
Escritura. Como Arrio no se mostraba conciliador, Alejandro convocó a los
obispos de Egipto y Libia a un sínodo, que condenó la enseñanza de Arrio; luego
envió una carta a los demás obispos de Oriente para informarlos detalladamente.
En Occidente se activó el obispo Osio de Córdoba, en España, ya probado como
ferviente confesor de la fe durante la persecución bajo el emperador Maximiano
y que gozaba de la confianza del obispo de Roma, el Papa Silvestre.
También los seguidores de Arrio se compactaron. Esto
llevó a una de las mayores crisis en la historia de la Iglesia del primer
milenio. El motivo de la disputa no era un detalle secundario. Se trataba
del centro de la fe cristiana, es decir, de la respuesta a la pregunta decisiva
que Jesús había planteado a los discípulos en Cesarea de Filipo: «Y ustedes,
¿quién dicen que soy?» (cf. Mateo 16,15).
4.
Mientras la controversia se intensificaba, el
emperador Constantino se dio cuenta de que, junto con la unidad de la Iglesia,
también estaba amenazada la unidad del Imperio. Convocó entonces a todos
los obispos a un concilio ecuménico, es decir, universal, en Nicea, para
restablecer la unidad. El sínodo, llamado de los “318 Padres”, se desarrolló
bajo la presidencia del emperador: el número de obispos reunidos era sin precedentes.
Algunos de ellos llevaban aún las marcas de las torturas sufridas durante la
persecución. La gran mayoría provenía de Oriente, mientras que, al parecer,
sólo cinco eran occidentales. El Papa Silvestre se apoyó en la figura,
teológicamente autorizada, del obispo Osio de Córdoba y envió a dos presbíteros
romanos.
5. Los Padres del Concilio dieron testimonio de su
fidelidad a la Sagrada Escritura y a la Tradición apostólica, tal como se
profesaba durante el bautismo según el mandato de Jesús: «Vayan, y hagan
que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre
y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mateo 28,19). En Occidente existían diversas
fórmulas, entre ellas el llamado Credo de los Apóstoles. También en Oriente
existían muchas profesiones bautismales, semejantes entre sí en su estructura.
No se trataba de un lenguaje erudito y complicado, sino más bien —como se dijo
después— del lenguaje sencillo comprendido por los pescadores del mar de Galilea.
Sobre esta base, el Credo niceno comienza profesando:
«Creemos en un solo Dios Padre Todopoderoso, creador de todas las cosas, de las
visibles y de las invisibles». Con ello los Padres conciliares expresaron
la fe en el Dios uno y único. En el Concilio no hubo controversia al respecto.
Se debatió, en cambio, un segundo artículo, que utiliza también el lenguaje de
la Biblia para profesar la fe en «un solo Señor Jesucristo Hijo de Dios». El
debate se debía a la necesidad de responder a la cuestión planteada por Arrio
acerca de cómo debía entenderse la afirmación “Hijo de Dios” y cómo podía
conciliarse con el monoteísmo bíblico. El Concilio estaba llamado, por
tanto, a definir el significado correcto de la fe en Jesús como “el Hijo de
Dios”.
Los Padres confesaron que Jesús es el Hijo de Dios en
cuanto es «de la misma sustancia ( ousia) del Padre [...] generado, no
creado, de la misma sustancia ( homooúsios) del Padre». Con esta definición se
rechazaba radicalmente la tesis de Arrio. [3] Para expresar la verdad de la fe,
el Concilio usó dos palabras, “sustancia” ( ousia) y “de la misma sustancia” (
homooúsios), que no se encuentran en la Escritura. Al hacerlo no quiso
sustituir las afirmaciones bíblicas por la filosofía griega. Al contrario, el
Concilio empleó estos términos para afirmar con claridad la fe bíblica,
distinguiéndola del error helenizante de Arrio. La acusación de helenización no
se aplica, pues, a los Padres de Nicea, sino a la falsa doctrina de Arrio y sus
seguidores.
En positivo, los Padres de Nicea quisieron permanecer
firmemente fieles al monoteísmo bíblico y al realismo de la encarnación.
Quisieron reafirmar que el único y verdadero Dios no es inalcanzablemente
lejano a nosotros, sino que, por el contrario, se ha hecho cercano y ha salido
a nuestro encuentro en Jesucristo.
6. Para expresar su mensaje en el lenguaje sencillo de la
Biblia y de la liturgia familiar a todo el Pueblo de Dios, el Concilio retoma
algunas formulaciones de la profesión bautismal: «Dios de Dios, luz de luz,
Dios verdadero de Dios verdadero». El Concilio adopta luego la metáfora
bíblica de la luz: «Dios es luz» (1 Juan 1,5; cf. Juan 1,4-5). Como la luz
que irradia y se comunica a sí misma sin disminuir, así el Hijo es el reflejo
(apaugasma) de la gloria de Dios y la imagen (character) de su ser (hipóstasis)
(cf. Hebreos 1,3; 2 Corintios 4,4). El Hijo encarnado, Jesús, es por ello la
luz del mundo y de la vida (cf. Juan 8,12). Por el bautismo, los ojos de
nuestro corazón son iluminados (cf. Efesios 1,18), para que también nosotros
podamos ser luz en el mundo (cf. Mt 5,14).
Finalmente, el Credo afirma que el Hijo es «Dios
verdadero de Dios verdadero». En muchos pasajes, la Biblia distingue a los
ídolos muertos del Dios verdadero y viviente. El Dios verdadero es el Dios
que habla y actúa en la historia de la salvación: el Dios de Abraham, Isaac y
Jacob, que se reveló a Moisés en la zarza ardiente (cf. Ex 3,14), el Dios que
ve la miseria del pueblo, escucha su clamor, lo guía y lo acompaña a través del
desierto con la columna de fuego (cf. Ex 13,21), le habla con voz de trueno
(cf. Deuteronomio 5,26) y tiene compasión de él (cf. Oseas 11,8-9). El
cristiano es llamado, por tanto, a convertirse de los ídolos muertos al Dios
vivo y verdadero (cf. Hechos 12,25; 1 Tesalonicenses 1,9). En este sentido,
Simón Pedro confiesa en Cesarea de Filipo: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios
vivo» (Mateo 16,16).
7.
El Credo de Nicea no formula una teoría filosófica.
Profesa la fe en el Dios que nos ha redimido por medio de Jesucristo. Se
trata del Dios viviente: Él quiere que tengamos vida y que la tengamos en
abundancia (cf. Juan 10,10). Por eso el Credo continúa con las palabras de la
profesión bautismal: el Hijo de Dios “que por nosotros lo hombres, y por
nuestra salvación bajó del cielo, y se encarnó y se hizo hombre; murió y
resucitó al tercer día, y subió al cielo, y vendrá para juzgar a vivos y
muertos”. Esto deja claro que las afirmaciones cristológicas de fe del Concilio
están insertas en la historia de salvación entre Dios y sus criaturas.
San Atanasio, que había participado en el Concilio como
diácono del obispo Alejandro y le sucedió en la sede de Alejandría de Egipto,
subrayó repetidamente y con eficacia la dimensión soteriológica que el Credo
niceno expresa. Escribe en efecto que el Hijo, que descendió del cielo, «nos
hizo hijos para el Padre y, habiendo llegado Él mismo a ser hombre, divinizó a
los hombres. No se trata de que siendo hombre posteriormente haya llegado a ser
Dios, sino que siendo Dios se hizo hombre para divinizarnos a nosotros». Sólo si el Hijo es verdaderamente Dios esto es
posible: ningún ser mortal, de hecho, puede vencer a la muerte y salvarnos; sólo
Dios puede hacerlo. Él nos ha liberado en su Hijo hecho hombre para que
fuésemos libres (cf. Ga 5,1).
Merece ser resaltado, en el Credo de Nicea, el verbo
descendit, «descendió». San Pablo describe con expresiones fuertes este
movimiento: «[Cristo] se anonadó a sí mismo, tomando la condición de servidor y
haciéndose semejante a los hombres» (Filipenses 2,7), así como afirma el
prólogo del Evangelio de san Juan: «Y la Palabra se hizo carne y habitó entre
nosotros» (Juan 1,14). Por eso —enseña la Carta a los Hebreos— «no tenemos un
Sumo Sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades; al contrario,
él fue sometido a las mismas pruebas que nosotros, a excepción del pecado» (Hebreos
4,15). La tarde antes de su muerte se inclinó como un esclavo para lavar los
pies a los discípulos (cf. Juan 13,1-17). Y el apóstol Tomás, sólo cuando pudo
poner los dedos en la herida del costado del Señor resucitado, confesó: «¡Señor
mío y Dios mío!»
(Juan 20,28).
Es precisamente en virtud de su encarnación que
encontramos al Señor en nuestros hermanos y hermanas necesitados: «Les
aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo
hicieron conmigo» (Mateo 25,40). El Credo niceno no nos habla, por
tanto, de un Dios lejano, inalcanzable, inmóvil, que descansa en sí mismo, sino
de un Dios que está cerca de nosotros, que nos acompaña en nuestro camino por
las sendas del mundo y en los lugares más oscuros de la tierra. Su inmensidad
se manifiesta en el hecho de que se hace pequeño, se despoja de su infinita
majestad haciéndose nuestro prójimo en los pequeños y en los pobres. Esto
revoluciona las concepciones paganas y filosóficas de Dios.
Otra palabra del Credo niceno es para nosotros hoy
particularmente reveladora. La afirmación bíblica «se hizo carne», precisada
añadiendo la palabra «hombre» después de la palabra «encarnado». Nicea toma
así distancia de la falsa doctrina según la cual el Logos habría asumido sólo
un cuerpo como revestimiento exterior, pero no el alma humana, dotada de
entendimiento y libre albedrío. Al contrario, quiere afirmar lo que el Concilio
de Calcedonia (451) declararía explícitamente: en Cristo, Dios ha asumido y
redimido al ser humano entero, con cuerpo y alma. El Hijo de Dios se hizo
hombre —explica san Atanasio— para que nosotros, los hombres, pudiéramos ser
divinizados. Esta luminosa inteligencia
de la Revelación divina había sido preparada por san Ireneo de Lyon y por
Orígenes, y se desarrolló luego con gran riqueza en la espiritualidad oriental.
La divinización no tiene nada que ver con la
auto-deificación del hombre. Por el contrario, la divinización nos protege de
la tentación primordial de querer ser como Dios (cf. Génesis 3,5). Aquello
que Cristo es por naturaleza, nosotros lo llegamos a ser por gracia. Por la
obra de la redención, Dios no sólo ha restaurado nuestra dignidad humana como
imagen de Dios, sino que Aquel que nos creó de modo maravilloso nos ha hecho
partícipes, de modo más admirable aún, de su naturaleza divina (cf. 2 Pedro
1,4).
La divinización es, por tanto, la verdadera humanización.
He aquí por qué la existencia del hombre apunta más allá de sí misma, busca
más allá de sí misma, desea más allá de sí misma y está inquieta hasta que
reposa en Dios: Deus enim solus satiat, ¡Sólo Dios satisface al hombre! [7]
Sólo Dios, en su infinitud, puede saciar el deseo infinito del corazón humano,
y por eso el Hijo de Dios ha querido hacerse nuestro hermano y redentor.
8. Hemos dicho que Nicea rechazó claramente las
enseñanzas de Arrio. Pero Arrio y sus seguidores no se rindieron. El mismo
emperador Constantino y sus sucesores se alinearon cada vez más con los
arrianos. El término homooúsios se convirtió en la manzana de la discordia
entre nicenos y anti–nicenos, desencadenando así otros graves conflictos. San
Basilio de Cesarea describe la confusión que se produjo con imágenes
elocuentes, comparándola con una batalla naval nocturna en medio de una
violenta tempestad, mientras que san
Hilario da testimonio de la ortodoxia de los laicos frente al arrianismo de
muchos obispos, reconociendo que «los oídos del pueblo son más santos que
los corazones de los sacerdotes».
La roca del Credo niceno fue san Atanasio, irreductible y
firme en la fe. Aunque fue depuesto y expulsado hasta cinco veces de la sede
episcopal de Alejandría, cada vez regresó a ella como obispo. Incluso desde
el exilio continuó guiando al Pueblo de Dios mediante sus escritos y sus
cartas. Como Moisés, Atanasio no pudo entrar en la tierra prometida de la paz
eclesial.
Esta gracia estaba reservada a una nueva generación, conocida como
los “jóvenes nicenos”: en Oriente, los tres Padres capadocios, san Basilio de
Cesarea (hacia 330-379), a quien se dio el título de “el Grande”, su hermano
san Gregorio de Nisa (335-394) y el más grande amigo de Basilio, san Gregorio
Nacianceno (329/30-390). En Occidente fueron importantes san Hilario de
Poitiers (hacia 315-367) y su discípulo san Martín de Tours (hacia 316-397).
Luego, sobre todo, san Ambrosio de Milán (333-397) y san Agustín de Hipona
(354-430).
El mérito de los tres Capadocios, en particular, fue
llevar a término la formulación del Credo niceno, mostrando que la Unidad y la
Trinidad en Dios no están en absoluto en contradicción. En este contexto se
formuló el artículo de fe sobre el Espíritu Santo en el primer Concilio de
Constantinopla del año 381. Así, el Credo, que desde entonces se llamó
Niceno-Constantinopolitano, dice: «Creemos en el Espíritu Santo, Señor y dador
de vida, que procede del Padre. Con el Padre y el Hijo es adorado y
glorificado, y ha hablado por medio de los profetas».
Desde el Concilio de Calcedonia, en 451, el Concilio de
Constantinopla fue reconocido como ecuménico y el Credo
niceno–constantinopolitano fue declarado universalmente vinculante. De este
modo, llegó a ser un vínculo de unidad entre Oriente y Occidente. En el siglo
XVI lo mantuvieron también las Comunidades eclesiales nacidas de la Reforma. El
Credo niceno–constantinopolitano resulta así la profesión común de todas las
tradiciones cristianas.
9. Ha sido largo y lineal el camino que ha llevado desde la
Sagrada Escritura a la profesión de fe de Nicea, después a su recepción por
parte de Constantinopla y Calcedonia, y de nuevo hasta el siglo XVI y nuestro
siglo XXI. Todos nosotros, como discípulos de Jesucristo, «en el nombre del
Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo» somos bautizados, nos hacemos la señal
de la cruz y somos bendecidos. Concluimos la oración de los salmos en la
Liturgia de las Horas con «Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo».
La
liturgia y la vida cristiana están, por tanto, firmemente ancladas en el Credo
de Nicea y Constantinopla: lo que decimos con la boca debe venir del corazón,
de modo que sea testimoniado en la vida. Debemos preguntarnos, por tanto: ¿qué
ha sido de la recepción interior del Credo hoy? ¿Sentimos que concierne también
a nuestra situación actual? ¿Comprendemos y vivimos lo que decimos cada
domingo, y lo que eso significa para nuestra vida?
10. El Credo de Nicea comienza profesando la fe en Dios,
Omnipotente, Creador del cielo y de la tierra. Hoy, para muchos, Dios y la
cuestión de Dios casi ya no tienen significado en la vida. El Concilio
Vaticano II recalcó que los cristianos son al menos en parte responsables de
esta situación, porque no dan testimonio de la verdadera fe y ocultan el
auténtico rostro de Dios con estilos de vida y acciones alejadas del Evangelio.
En nombre de Dios se han librado
guerras, se ha matado, perseguido y discriminado. En lugar de anunciar a un
Dios misericordioso, se ha hablado de un Dios vengador que infunde terror y
castiga.
El Credo de Nicea nos invita entonces a un examen de
conciencia. ¿Qué significa Dios para mí y cómo doy testimonio de la fe en Él?
¿Es el único y solo Dios realmente el Señor de la vida, o hay ídolos más
importantes que Dios y sus mandamientos? ¿Es Dios para mí el Dios viviente,
cercano en toda situación, el Padre al que me dirijo con confianza filial? ¿Es
el Creador a quien debo todo lo que soy y lo que tengo, cuyas huellas puedo
encontrar en cada criatura? ¿Estoy dispuesto a compartir los bienes de la tierra,
que pertenecen a todos, de manera justa y equitativa? ¿Cómo trato la creación,
que es obra de sus manos? ¿La uso con reverencia y gratitud, o la exploto, la
destruyo, en lugar de custodiarla y cultivarla como casa común de la humanidad?
11.
En el centro del Credo niceno–constantinopolitano
destaca la profesión de fe en Jesucristo, nuestro Señor y Dios. Este es el
corazón de nuestra vida cristiana. Por eso nos comprometemos a seguir a Jesús
como Maestro, compañero, hermano y amigo. Pero el Credo niceno pide más: nos
recuerda de hecho que no hemos de olvidar que Jesucristo es el Señor (Kyrios),
el Hijo del Dios viviente, que «por nuestra salvación bajó del cielo» y murió
«por nosotros» en la cruz, abriéndonos el camino de la vida nueva con su
resurrección y ascensión.
Ciertamente, el seguimiento de Jesucristo no es un camino
ancho y cómodo, pero este sendero, a menudo exigente o incluso doloroso,
conduce siempre a la vida y a la salvación (cf. Mt 7,13-14). Los Hechos de
los Apóstoles hablan del camino nuevo
(cf. Hechos 19,9.23; 22,4.14-15.22), que es Jesucristo (cf.
Juan 14,6): seguir al Señor compromete nuestros pasos en el camino de la cruz,
que por medio de la conversión nos conduce a la santificación y a la
divinización.
Si Dios nos ama con todo su ser, entonces también
nosotros debemos amarnos unos a otros. No podemos amar a Dios, a quien no vemos,
sin amar también al hermano y a la hermana que vemos (cf. 1 Juan 4,20). El
amor a Dios sin el amor al prójimo es hipocresía; el amor radical al
prójimo, sobre todo el amor a los enemigos sin el amor a Dios, es un heroísmo
que nos supera y oprime. En el seguimiento de Jesús, la subida a Dios pasa por
el abajamiento y la entrega a los hermanos y hermanas, sobre todo a los últimos,
a los más pobres, a los abandonados y marginados. Lo que hayamos hecho al más
pequeño de estos, se lo hemos hecho a Cristo (cf. Mateo 25,31-46). Ante las
catástrofes, las guerras y la miseria, podemos testimoniar la misericordia de
Dios a las personas que dudan de Él sólo cuando ellas experimentan su
misericordia a través de nosotros.
12. Finalmente, el Concilio de Nicea es actual por su
altísimo valor ecuménico. A este propósito, la consecución de la unidad de
todos los cristianos fue uno de los objetivos principales del último Concilio,
el Vaticano II. Treinta años atrás
exactamente, san Juan Pablo II prosiguió y promovió el mensaje conciliar en la
Encíclica Ut unum sint (25 de mayo de 1995). Así, con la gran conmemoración del
primer Concilio de Nicea, celebramos también el aniversario de la primera
encíclica ecuménica. Ella puede considerarse como un manifiesto que ha
actualizado aquellas mismas bases ecuménicas puestas por el Concilio de Nicea.
Gracias a Dios el movimiento ecuménico ha alcanzado
bastantes resultados en los últimos sesenta años. Aunque la plena unidad
visible con las Iglesias ortodoxas y ortodoxas orientales y con las Comunidades
eclesiales nacidas de la Reforma aún no nos ha sido dada, el diálogo
ecuménico nos ha llevado, sobre la base del único bautismo y del Credo
niceno–constantinopolitano, a reconocer a nuestros hermanos y hermanas en
Jesucristo en los hermanos y hermanas de las otras Iglesias y Comunidades
eclesiales y a redescubrir la única y universal Comunidad de los discípulos de
Cristo en todo el mundo. Compartimos de hecho la fe en el único y solo Dios,
Padre de todos los hombres, confesamos juntos al único Señor y verdadero Hijo
de Dios Jesucristo y al único Espíritu Santo, que nos inspira y nos impulsa a
la plena unidad y al testimonio común del Evangelio. ¡Realmente lo que nos
une es mucho más de lo que nos divide!
De este modo, en un
mundo dividido y desgarrado por muchos conflictos, la única Comunidad cristiana
universal puede ser signo de paz e instrumento de reconciliación, contribuyendo
de modo decisivo a un compromiso mundial por la paz. San Juan Pablo II nos ha
recordado, en particular, el testimonio de los numerosos mártires cristianos
procedentes de todas las Iglesias y Comunidades eclesiales: su memoria nos une
y nos impulsa a ser testigos y artífices de paz en el mundo.
Para poder ejercer este ministerio de modo creíble, debemos
caminar juntos para alcanzar la unidad y la reconciliación entre todos los
cristianos. El Credo de Nicea puede ser la base y el criterio de referencia
de este camino. Nos propone, de hecho, un modelo de verdadera unidad en la
legítima diversidad. Unidad en la Trinidad, Trinidad en la Unidad, porque
la unidad sin multiplicidad es tiranía, la multiplicidad sin unidad es
desintegración. La dinámica trinitaria no es dualista, como un excluyente
aut-aut, sino un vínculo que implica, un et-et: el Espíritu Santo es el vínculo
de unidad que adoramos junto con el Padre y el Hijo. Por tanto, debemos dejar
atrás controversias teológicas que han perdido su razón de ser para adquirir un
pensamiento común y, más aún, una oración común al Espíritu Santo, para que nos
reúna a todos en una sola fe y un solo amor.
Esto no significa un ecumenismo de retorno al estado
anterior a las divisiones, ni un reconocimiento recíproco del actual statu quo
de la diversidad de las Iglesias y Comunidades eclesiales, sino más bien un
ecumenismo orientado al futuro, de reconciliación en el camino del diálogo, de
intercambio de nuestros dones y patrimonios espirituales. El
restablecimiento de la unidad entre los cristianos no nos empobrece, al
contrario, nos enriquece. Como en Nicea, este propósito sólo será posible
mediante un camino paciente, largo y a veces difícil de escucha y acogida
recíproca. Se trata de un desafío teológico y, aún más, de un desafío
espiritual, que requiere arrepentimiento y conversión por parte de todos. Por
ello necesitamos un ecumenismo espiritual de oración, alabanza y culto, como
sucedió en el Credo de Nicea y Constantinopla.
Invoquemos, pues, al Espíritu Santo, para que nos acompañe y
nos guíe en esta obra.
Santo Espíritu de Dios, tú guías a los creyentes en el
camino de la historia.
Te damos gracias porque has inspirado los Símbolos de la fe
y porque suscitas en el corazón la alegría de profesar nuestra salvación en
Jesucristo, Hijo de Dios, consubstancial al Padre. Sin Él nada podemos.
Tú, Espíritu eterno de Dios, de época en época rejuveneces
la fe de la Iglesia. Ayúdanos a profundizarla y a volver siempre a lo esencial
para anunciarla.
Para que nuestro testimonio en el mundo no sea inerte, ven,
Espíritu Santo, con tu fuego de gracia, a reavivar nuestra fe, a encendernos de
esperanza, a inflamarnos de caridad.
Ven, divino Consolador, Tú que eres la armonía, a unir los
corazones y las mentes de los creyentes. Ven y danos a gustar la belleza de la
comunión.
Ven, Amor del Padre y del Hijo, a reunirnos en el único
rebaño de Cristo.
Indícanos los caminos que hay que recorrer, para que con tu
sabiduría volvamos a ser lo que somos en Cristo: una sola cosa, para que el
mundo crea. Amén.
Vaticano, 23 de noviembre de 2025, solemnidad de Nuestro
Señor Jesucristo, Rey del universo.
LEÓN PP. XIV Fuente: Vatican. Va.