Mater Populi Fidelis
Nota doctrinal sobre algunos títulos marianos
referidos a la cooperación de María en la obra de la salvación
7 de octubre 2025
Presentación
La presente Nota responde a numerosas consultas y propuestas
que llegaron a la Santa Sede en las últimas décadas —particularmente a este
Dicasterio— sobre cuestiones
relacionadas con la devoción mariana y sobre algunos títulos marianos. Son
cuestiones que han preocupado a los últimos Pontífices y que han sido
repetidamente tratadas en los últimos treinta años en los diversos ámbitos de
estudio del Dicasterio, como Congresos, Asambleas ordinarias, etc. Esto ha
permitido a este Dicasterio contar con un abundante y rico material que
alimenta esta reflexión.
El texto, al mismo tiempo que clarifica en qué sentido son
aceptables, o no, algunos títulos y expresiones que se refieren a María, se
propone profundizar en los adecuados fundamentos de la devoción mariana
precisando el lugar de María en su relación con los creyentes, a la luz del
Misterio de Cristo como único Mediador y Redentor. Esto implica una profunda
fidelidad a la identidad católica y, al mismo tiempo, un particular esfuerzo
ecuménico.
El eje que atraviesa todas estas páginas es la maternidad de
María con respecto a los creyentes, cuestión que aparece reiteradamente, con
afirmaciones que se retoman una y otra vez, enriqueciéndolas y completándolas,
a modo de espiral, con nuevas consideraciones.
La devoción mariana, que la maternidad de María provoca,
es presentada aquí como un tesoro de la Iglesia. La piedad del Pueblo fiel de
Dios que encuentra en María refugio, fortaleza, ternura y esperanza, no se
contempla para corregirla sino, sobre todo, para valorarla, admirarla y
alentarla; dado que ésta es una expresión mistagógica y simbólica de una
actitud evangélica de confianza en el Señor que el mismo Espíritu Santo suscita
libremente en los creyentes. De hecho, los pobres «encuentran la ternura y el
amor de Dios en el rostro de María. En ella ven reflejado el mensaje esencial
del Evangelio».
Al mismo tiempo, existen algunos grupos de reflexión
mariana, publicaciones, nuevas devociones e incluso solicitudes de dogmas
marianos, que no presentan las mismas características de la devoción popular,
sino que, en definitiva, proponen un determinado desarrollo dogmático y se
expresan intensamente a través de las redes sociales despertando, con
frecuencia, dudas en los fieles más sencillos. A veces se trata de
reinterpretaciones de expresiones utilizadas en el pasado con diversos
significados. Este documento tiene en cuenta estas propuestas para indicar en
qué sentido algunas responden a una devoción mariana genuina e inspirada en el
Evangelio, o en qué sentido otras deben ser evitadas porque no favorecen una
contemplación adecuada de la armonía del mensaje cristiano en su conjunto.
Por otra parte, en diversos pasajes de esta Nota se ofrece
un amplio desarrollo bíblico que ayuda a mostrar cómo la auténtica devoción mariana no aparece solamente en la rica Tradición
de la Iglesia sino ya en las Sagradas Escrituras. Esta destacada impronta
bíblica está acompañada por textos de los Padres y Doctores de la Iglesia y de
los últimos Pontífices. De este modo, más que proponer límites, la Nota busca
acompañar y sostener el amor a María y la confianza en su intercesión materna.
Víctor Manuel Card. Fernández
Prefecto
Introducción
1. Mater Populi Fidelis La Madre del Pueblo fiel es
contemplada con afecto y admiración por los cristianos porque, si la gracia nos
vuelve semejantes a Cristo, María es la expresión más perfecta de su acción que
transforma nuestra humanidad. Ella es la manifestación femenina de todo cuanto
puede obrar la gracia de Cristo en un ser humano. Ante semejante hermosura,
movidos por el amor, muchos fieles han procurado siempre referirse a la Madre
con las palabras más bellas y han exaltado el lugar peculiar que ella tiene
junto a Cristo.
2. Recientemente, este Dicasterio ha publicado las Normas
para proceder en el discernimiento de presuntos fenómenos sobrenaturales.[3] Es
frecuente que, en relación con dichos fenómenos, se utilicen determinados
títulos[4] y expresiones referidas a la Virgen María. Esos títulos, algunos de
los cuales ya aparecen en los Santos Padres, no siempre se utilizan con
precisión; a veces se cambia su significado o se pueden malinterpretar. Además
de los problemas terminológicos, algunos títulos presentan dificultades
importantes en cuanto al contenido porque, con frecuencia, se produce una
comprensión errónea de la figura de María que tiene serias repercusiones a
nivel cristológico[5], eclesiológico[6] y antropológico.[7]
3. El principal
problema, en la interpretación de estos títulos aplicados a la Virgen María, es
cómo se entiende la asociación de María en la obra redentora de Cristo, es
decir, «¿cuál es el significado de esa singular cooperación de María en el plan
de la salvación?» El presente documento,
sin querer agotar la reflexión ni ser exhaustivo, intenta preservar el
equilibrio necesario que, dentro de los misterios cristianos, debe establecerse
entre la única mediación de Cristo y la cooperación de María en la obra de la
salvación, y pretende mostrar también cómo ésta se expresa en diversos títulos
marianos.
La cooperación de María en la obra de la
salvación
4. Tradicionalmente, la cooperación de María en la obra de
la salvación se ha afrontado desde una doble perspectiva: desde su participación
en la Redención objetiva, realizada por Cristo durante su vida y
particularmente en la Pascua, y desde el influjo que ella tiene actualmente
sobre los que han sido redimidos. En realidad, estas cuestiones están
interrelacionadas y no pueden considerarse de manera aislada.
5. Esta participación de María en la obra salvadora de
Cristo está atestiguada en las Escrituras, que presentan el acontecimiento
salvador realizado en Jesucristo como una promesa, en los escritos
veterotestamentarios, y como una realización, en el Nuevo Testamento. Así,
María se vislumbra en Gn 3,15 porque es la Mujer que participa en la victoria
definitiva contra la serpiente. Por eso no llama la atención que Jesús se
dirija a María con la denominación de «Mujer» en la escena del Calvario (Jn
19,26). También en Caná, Jesús la llama «Mujer» (Jn 2,4) remitiendo a María y a
su función, junto con Él, en la “Hora” de la cruz.
6. Allí, en la “Hora”, aparece
la cooperación de María, que vuelve a dar el “sí” de la Anunciación y, en ese
momento sagrado, el Evangelio pasa de colocar en los labios de Jesús la
palabra «Mujer» (Jn 19,26) a presentarla como «Madre» (Jn 19,27). Cuando el
Evangelio explica que, como respuesta, el discípulo que nos representa a todos
la recibió, utiliza un verbo (lambanō) que en el Evangelio asume el sentido de
“acoger” desde la fe (cf. Jn 1,11-12; 5,43 y 13,20). Es el mismo verbo que
utiliza el cuarto Evangelio para expresar que la Luz vino a los suyos y ellos
no la «acogieron» (Jn 1,11).
Es decir, el discípulo que ocupaba nuestro lugar junto a
María, la acogió como madre en la fe. Sólo después de entregarnos a María como
madre, Jesús reconocerá que «ya todo estaba cumplido» (Jn 19,28). Esta solemne
alusión al cumplimiento impide interpretar el episodio de un modo
superficial.La maternidad de María con respecto a nosotros forma parte del
cumplimiento del plan divino que se realiza en la Pascua de Cristo. En un
sentido semejante, el Apocalipsis presenta a la «Mujer» (Ap 12,1) como madre del
Mesías (cf. Ap 12,5) y como madre del «resto de sus hijos» (Ap 12,17).
7. Conviene recordar que María de Nazaret puede ser considerada el «testigo privilegiado» de los
hechos de la infancia de Jesús que
aparecen en los Evangelios (cf. Lc 1-2; Mt 1-2). En el prólogo de su evangelio,
Lucas advierte a sus lectores: «Puesto que muchos han emprendido la tarea de
componer un relato de los hechos que se han cumplido entre nosotros, como nos
los transmitieron los que fueron desde el principio testigos oculares», él
también decidió «investigarlo todo diligentemente desde el principio» (Lc
1,1-3). Entre esos testigos oculares se destaca María, protagonista directa de
la concepción, nacimiento e infancia del Señor Jesús. Lo mismo se puede decir
de los relatos de la pasión, ya que su madre estaba «junto a la cruz de Jesús»
(Jn 19,25), y esperando Pentecostés, cuando los apóstoles estaban en «oración,
junto con algunas mujeres y María, la madre de Jesús» (Hch 1,14).
8. En el Evangelio de Lucas, María es la nueva Hija de Sión
que recibe y transmite la alegría de la salvación. Lucas recoge las promesas proféticas que anunciaban la alegría
mesiánica (cf. Sof 3,14-17; Zac 9,9). En ella se cumplen las promesas que
hacen saltar de gozo a Juan el Bautista (cf. Lc 1,41). Isabel se presenta como
indigna de recibir la visita de María: «¿Quién soy yo para que me visite la
madre de mi Señor?» (Lc 1,43). Isabel no dice «¿Quién soy yo para que me visite
mi Señor?». Se refiere directamente a la madre, con lo cual podemos advertir la
conexión inseparable entre la misión de Cristo y la de María. Isabel habla
llena del Espíritu Santo (cf. Lc 1,41), de modo que su actitud ante María se
presenta como un modelo de fe. Las siguientes palabras que ella dice, movida
por el Espíritu, son: «¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu
vientre!» (Lc 1,42).
Llama la atención
que, bajo la acción del Espíritu, no le baste llamar “bendito” a Jesús, sino
que también llama “bendita” a la madre. Los contempla íntimamente unidos en
este momento de gozo mesiánico. María aparece aquí como la “Feliz” por
excelencia: «Feliz la que ha creído» (Lc 1,45); «se alegra mi espíritu» (Lc
1,47); «me llamarán feliz todas las generaciones» (Lc 1,48). Esto adquiere
mayor importancia si se advierte que, en el Evangelio de Lucas, esta felicidad
no aparece como un estado de ánimo sino como el cumplimiento de las promesas
mesiánicas en los pequeños (cf. Lc 6,20-22), que tienen una recompensa grande
en el cielo (cf. Lc 6,23).
9. En los primeros
siglos del cristianismo, los Santos Padres se interesaron principalmente por la
maternidad divina de María (Theotokos), por su virginidad perpetua
(Aeiparthenos), su perfecta santidad, libre de pecado a lo largo de toda su
vida (Panagia) y por su función de nueva Eva, concentrando en el misterio de la
Encarnación la reflexión sobre la asociación de María a la Redención de Cristo.
El “sí” de María ante el saludo del arcángel san Gabriel, para que el Verbo de
Dios se hiciese carne en su vientre (cf. Lc 1,26-37), da al ser humano la
posibilidad de ser divinizado. Por eso, san Agustín llama a la Virgen
«cooperadora» en la Redención, subrayando tanto la acción de María junto a
Cristo como su subordinación a Él, porque María coopera con Cristo para que
nazcan «en la Iglesia los fieles»[12] y, por eso, la podemos llamar Madre del
Pueblo fiel.
10. Durante el primer
milenio, la reflexión sobre la Virgen María en la Iglesia remite a la liturgia.
La gran y rica diversidad de las tradiciones litúrgicas del Oriente cristiano
quiso ser un eco fiel de las Sagradas Escrituras, de los Concilios y de los
Padres de la Iglesia. La lex orandi que se transformó en lex credendi,
configura la mariología oriental desde la himnografía, la iconografía y la
piedad popular. Por ejemplo, a partir
del siglo V se establecen en Oriente las fiestas marianas que después, en el
siglo VII, pasaron a Occidente. La participación de la Madre de Dios en la obra
de la salvación se conmemora no sólo en las anáforas y liturgias eucarísticas
de las Iglesias orientales sino, sobre todo, a través de los textos
himnográficos utilizados en las Horas canónicas, presentes en las diversas
tradiciones litúrgicas del Oriente cristiano.
En la himnografía abundan las composiciones dedicadas a
María con alegorías bíblicas,[14] que permitieron la profundización en el
misterio fundamental de la Encarnación y su significado para la Redención en
Cristo, en un lenguaje pleno de simbolismo poético capaz de expresar el asombro
y la maravilla de quienes, siendo de la misma estirpe que María, contemplan los
prodigios que el Todopoderoso ha realizado en ella.
11. La enseñanza de los primeros concilios ecuménicos
comienza a delinear el dogma de María, Madre de Dios, luego proclamado en el
Concilio de Éfeso. El Oriente cristiano siempre ha sostenido doctrinalmente
aquellos dogmas definidos por estos primeros concilios, al menos en aquellas
Iglesias que han aceptado los Concilios de Éfeso y Calcedonia. Al mismo tiempo,
ha acogido en sus tradiciones litúrgicas, himnográficas e iconográficas, las
narraciones y las leyendas marianas populares referidas a los relatos de la
infancia y de la muerte de Jesús. Estos relatos buscan alimentar la piedad del
Pueblo de Dios, dando voz al lirismo de las imágenes poéticas, que no tienen
otro objetivo que despertar el asombro. Esa veneración a la Madre de Dios se
manifiesta, también, por medio de la iconografía que ofrece una imagen visual
de María y del Verbo encarnado.
Es significativo que las iconografías tradicionales de esas
Iglesias, vinculadas a los Concilios de Éfeso y Calcedonia, representen a María
mayoritariamente como «Theotókos», y fuesen creadas para contemplar en ellas a
la Virgen-Madre que presenta al mundo y abraza a su Hijo, el niño Jesús,
mientras intercede por la humanidad ante su Hijo. Así, la iconografía mariana
oriental, como kerygma y recordatorio visual de la teología de los primeros
concilios y de los Santos Padres a todo color, quiere ser una traducción visual
de los títulos específicos que se aplican a la Virgen.
Por eso los íconos tienen que “leerse” desde la
liturgia y desde los himnos. María no es objeto de un culto que viene colocado
junto a Cristo, sino que se inserta en el misterio de Cristo a través de la
Encarnación. Ella es el ícono en el que se venera a Cristo mismo. Ella es la
Theotókos, la Virgen Madre que presenta a su hijo Jesús, el Cristo, y es, al
mismo tiempo, la Odēgētria que muestra, señalando con su mano, el único Camino
que es Cristo.
La presencia de María
al pie de la cruz se entiende como signo de fortaleza cristiana, llena de amor
materno. San Bernardo habla de la cooperación de nuestra Señora en el
sacrificio redentor en un comentario sobre la presentación de Jesús en templo.
Arnaldo, amigo de san Bernardo y abad benedictino de Bonneval († después de
1159), considera por primera vez la cooperación de María con el sacrificio del
Calvario junto a su Hijo Jesucristo.
13. La cooperación de la Madre con el Hijo en la obra de la
salvación ha sido expuesta por el Magisterio de la Iglesia. Como dice el
Concilio Vaticano II, «con razón, pues, creen los Santos Padres que Dios no
utilizó a María como un instrumento puramente pasivo, sino que ella colaboró
por su fe y obediencia libres a la salvación de los hombres». Esta asociación
de la Virgen está presente tanto en la vida terrena de Jesucristo (concepción,
nacimiento, muerte y resurrección) como en el tiempo de la Iglesia.
14. El dogma de la
Inmaculada Concepción destaca la primacía y unicidad de Cristo en la Redención,
porque también la primera redimida es redimida por Cristo y transformada
por el Espíritu, antes de cualquier posibilidad de una acción propia. Desde
esta especial condición de “primera redimida” por Cristo, de “primera
transformada” por el Espíritu Santo, es como María puede cooperar más intensa y
profundamente con Cristo y con el Espíritu, convirtiéndose en prototipo, modelo
y ejemplo de lo que Dios quiere realizar en cada persona redimida.
15. La colaboración
de María en la obra de la salvación tiene una estructura trinitaria, porque es
el fruto de una iniciativa del Padre, que miró la pequeñez de su Sierva
(cf. Lc 1,48); brota de la kenōsis del Hijo, que se humilló tomando la forma de
Siervo (cf. Flp 2,7-8) y es efecto de la gracia del Espíritu Santo (cf. Lc
1,28.30), que dispuso el corazón de la joven de Nazaret para responder en la
Anunciación y a lo largo de toda su vida de comunión con su Hijo. San Pablo VI
enseñaba que «en la Virgen María todo es referido a Cristo y todo depende de
Él: por Él, Dios Padre la eligió desde toda la eternidad como Madre toda santa
y la adornó con dones del Espíritu Santo que no fueron concedidos a ningún
otro».
El sí de María no es una simple condición previa a algo que podría
haberse llevado a cabo sin su consentimiento y colaboración. Su maternidad
no es simplemente biológica y pasiva, sino que es una maternidad «plenamente
activa» que se une al misterio salvífico de Cristo como instrumento querido por
el Padre en su proyecto de salvación. Ella «es la garantía de que Él, en cuanto
“nacido de mujer” (Ga 4,4), es auténtico hombre, pero ella es también, desde la
proclamación del dogma de Nicea, la Theotókos, la que da a luz a Dios».
Títulos referidos a la cooperación de
María en la salvación
16. Entre los títulos con los que se ha invocado a María
(Madre de la Misericordia, Esperanza de los pobres, Auxilio de los cristianos,
Socorro, Abogada, etc.) hay algunos que hacen referencia, en mayor medida, a su
cooperación en la obra redentora de Cristo, como por ejemplo Corredentora y
Mediadora.
Corredentora
17. El título de
Corredentora aparece en el siglo XV como corrección a la invocación de
Redentora (abreviación de Madre del Redentor) que María venía recibiendo
desde el siglo X. San Bernardo asigna a María un papel al pie de la cruz que da
lugar al título de Corredentora que aparece por primera vez en un himno anónimo
del siglo XV en Salzburgo. Aunque la denominación de Redentora se había
mantenido durante los siglos XVI y XVII, desapareció totalmente en el XVIII
para ser sustituida por Corredentora. La investigación teológica de la
cooperación de María en la Redención, durante la primera mitad del siglo XX,
llevó a ahondar más en el contenido del título de Corredentora.
18. Algunos Pontífices han utilizado este título sin detenerse
demasiado a explicarlo. Generalmente lo han presentado de dos maneras precisas:
en relación con la maternidad divina, en cuanto María como madre ha hecho
posible la Redención realizada en Cristo[34], o bien en referencia a su unión
con Cristo junto a la cruz redentora. El
Concilio Vaticano II evitó utilizar el título de Corredentora por razones
dogmáticas, pastorales y ecuménicas. San Juan Pablo II lo utilizó, al menos
en siete ocasiones, relacionándolo especialmente con el valor salvífico de
nuestro dolor ofrecido junto al de Cristo, al cual se une María sobre todo en
la cruz.
19. En la Feria IV del 21 de febrero de 1996, el Prefecto de
la entonces Congregación para la Doctrina de la Fe, el Cardenal Joseph
Ratzinger, ante la pregunta de si era aceptable la petición del movimiento Vox
Populi Mariae Mediatrici para una definición del dogma de María como
Corredentora o Mediadora de todas las gracias, respondió en su voto particular:
«Negativo. El significado preciso de los
títulos no es claro y la doctrina en ellos contenida no está madura. Una
doctrina definida de fe divina pertenece al depósito de la fe, es decir a
la revelación divina vehiculada en la Escritura y en la tradición apostólica.
Sin embargo, no se ve de un modo claro cómo la doctrina expresada en los
títulos esté presente en la Escritura y en la tradición apostólica».
Más
adelante, en 2002, expresó públicamente su opinión contraria al uso de este
título: «La fórmula “Corredentora” se aleja demasiado del lenguaje de las
Escrituras y de la patrística y, por tanto, provoca malentendidos… Todo procede
de Él, como dicen sobre todo las epístolas a los Efesios y a los Colosenses.
María es lo que es gracias a Él. La palabra “Corredentora” ensombrecería ese
origen». El Cardenal Ratzinger no negaba que hubiese buenas intenciones y
aspectos valiosos en la propuesta de uso de este título, pero sostenía que era
«un vocablo erróneo»
20. El entonces Cardenal mencionaba las Epístolas a los
Efesios y a los Colosenses, donde el vocabulario utilizado y el dinamismo
teológico de los himnos presenta, de tal modo, la centralidad redentora única y
la fontalidad del Hijo encarnado que queda excluida la posibilidad de agregarle
otras mediaciones, porque «toda clase de bendiciones espirituales» nos son
donadas «en Cristo» (Ef 1,3), porque somos por Él hijos adoptivos (cf. Ef 1,5)
y en Él fuimos agraciados (cf. Ef 1,6), «por su sangre, tenemos la redención»
(Ef 1,7) y Él «ha derrochado sobre nosotros» (Ef 1,8) su gracia. En Él «hemos
heredado también» (Ef 1,11) y estábamos predestinados. Y Dios ha querido que en
Él «residiera toda la plenitud» (Col 1,19) y «por Él y para Él quiso
reconciliar todas las cosas» (Col 1,20). Semejante alabanza, sobre el lugar
único de Cristo, invita a situar a cualquier criatura en un lugar claramente
receptivo y a una religiosa y delicada cautela a la hora de plantear cualquier
forma de posible cooperación en el ámbito de la Redención.
21. El Papa Francisco
expresó, al menos tres veces, su posición claramente contraria al uso del
título de Corredentora, alegando que María «jamás quiso para sí tomar algo de
su Hijo. Jamás se presentó como co-redentora. No, discípula». La obra
redentora ha sido perfecta y no necesita añadido alguno. Por ello, «nuestra
Señora no quiso quitarle ningún título a Jesús […]. No pidió para sí misma ser
cuasi-redentora o una co-redentora: no. El
Redentor es uno solo y este título no se duplica». Cristo «es el único
Redentor: no hay co-redentores con Cristo», porque «el sacrificio de la cruz,
ofrecido con corazón amante y obediente, presenta una satisfacción
sobreabundante e infinita». Si bien nosotros podemos prolongar en el mundo sus
efectos (cf. Col 1,24), ni la Iglesia ni María pueden reemplazar, o
perfeccionar, la obra redentora del Hijo de Dios encarnado, que ha sido
perfecta y no necesita añadidos.
22. Teniendo en cuenta la necesidad de explicar el papel
subordinado de María a Cristo en la obra de la Redención, es siempre inoportuno
el uso del título de Corredentora para definir la cooperación de María. Este título corre el riesgo de oscurecer la
única mediación salvífica de Cristo y, por tanto, puede generar confusión y un
desequilibrio en la armonía de verdades de la fe cristiana, porque «no hay
salvación en ningún otro, pues bajo el cielo no se ha dado a los hombres otro
nombre por el que debamos salvarnos» (Hch 4,12).
Cuando una expresión
requiere muchas y constantes explicaciones, para evitar que se desvíe de un
significado correcto, no presta un servicio a la fe del Pueblo de Dios y se
vuelve inconveniente. En este caso, no ayuda a ensalzar a María como la primera
y máxima colaboradora en la obra de la Redención y de la gracia, porque el
peligro de oscurecer el lugar exclusivo de Jesucristo, Hijo de Dios hecho
hombre por nuestra salvación, único capaz de ofrecer al Padre un sacrificio de
valor infinito, no sería un verdadero honor a la Madre. En efecto, ella, como
«esclava del Señor» (Lc 1,38), nos señala a Cristo y nos pide hacer«lo que Él
os diga» (Jn 2,5).
Mediadora
23. El concepto de mediación se utiliza en la patrística
oriental a partir del siglo VI. En siglos posteriores, san Andrés de Creta, san
Germán de Constantinopla y san Juan Damasceno utilizan este título con
diferentes significados. En Occidente, desde el siglo XII se hace más frecuente
su uso, aunque no será hasta el siglo XVII cuando se enuncie como tesis
doctrinal. En 1921 el Cardenal Mercier, Arzobispo de Malinas, con la colaboración
científica de la Universidad Católica de Lovaina y el apoyo de obispos, del
clero y del pueblo belga, pidió al Papa Benedicto XV la definición dogmática de
la mediación universal de María, pero el Papa no accedió. Sólo aprobó una
fiesta con la misa propia y el oficio de María Mediadora. Desde entonces hasta
el año 1950 se desarrolló una investigación teológica sobre la cuestión, que
llegará hasta la fase preparatoria del Concilio Vaticano II. El Concilio no entró en declaraciones
dogmáticas sino que prefirió presentar una extensa síntesis «de la doctrina
católica sobre el puesto que María Santísima ocupa en el misterio de Cristo
y de la Iglesia».
24. La sentencia
bíblica referida a la exclusiva mediación de Cristo es contundente. Cristo es
el único Mediador, «pues Dios es uno, y único también el mediador entre Dios y
los hombres: el hombre Cristo Jesús, que se entregó en rescate por todos»
(1 Tm 2,5-6). La Iglesia ha explicado este lugar único de Cristo porque, siendo
el Hijo eterno e infinito, a Él está unida hipostáticamente la Humanidad que
asumió. Este lugar es exclusivo de esa Humanidad y las consecuencias que de
ello se derivan sólo pueden aplicarse a Cristo. En este sentido preciso, el
papel del Verbo encarnado es exclusivo y único. Ante tal claridad en la Palabra
revelada, se requiere una especial prudencia en la aplicación de esta
expresión, “Mediadora”, a María. Frente a una tendencia a ampliar los alcances
de la cooperación de María a partir de este término, es conveniente precisar
tanto su valioso alcance como sus límites.
25. Por una parte, no
podemos ignorar que existe un uso muy común de la palabra “mediación” en los
órdenes más variados de la vida social, donde se entiende simplemente como
cooperación, ayuda, intercesión. Por consiguiente, es inevitable que se
aplique a María en sentido subordinado y de ningún modo pretende añadir alguna
eficacia, o potencia, a la única mediación de Jesucristo, verdadero Dios y
verdadero hombre.
26. Por otra parte, es evidente que hubo una forma de real
mediación de María para hacer posible la verdadera Encarnación del Hijo de Dios
en nuestra humanidad, porque se requería que el Redentor fuera «nacido de
mujer» (Ga 4,4). El relato de la Anunciación muestra que no se trató de una
mediación únicamente biológica ya que destaca la presencia activa de María
preguntando (cf. Lc 1,29.34) y aceptando con una firme decisión: «hágase» (Lc
1,38). Esa respuesta de María abrió las puertas de la Redención que toda la
humanidad esperaba y que los santos han descrito con poético dramatismo.
También en las bodas de Caná María cumple una función mediadora cuando presenta
a Jesús la necesidad de los novios (cf. Jn 2,3) y cuando pide a los servidores
que sigan las indicaciones de Jesús (cf. Jn 2,5).
27. La terminología de la mediación en el Concilio Vaticano
II aparece referida sobre todo a Cristo y, a veces, también a María, pero de manera
claramente subordinada. De hecho, para ella se prefirió usar otra terminología
centrada en la cooperación o en la ayuda maternal. La enseñanza del Concilio
formula claramente la perspectiva de la intercesión materna de María, con
expresiones como «múltiple intercesión» y «protección maternal». Estos dos
aspectos unidos configuran lo específico de la cooperación de María en la
acción de Cristo por el Espíritu.En sentido estricto, no podemos hablar de otra
mediación en la gracia que no sea la del Hijo de Dios encarnado. Por eso es necesario recordar siempre, y no
oscurecer, la convicción cristiana que «debe ser firmemente creída, como dato
perenne de la fe de la Iglesia, la proclamación de Jesucristo, Hijo de
Dios, Señor y único salvador, que en su evento de encarnación, muerte y
resurrección ha llevado a cumplimiento la historia de la salvación, que tiene
en Él su plenitud y su centro».
María en la mediación única de Cristo
28. Al mismo tiempo, necesitamos recordar que la unicidad de
la mediación de Cristo es “inclusiva”, es decir, Cristo posibilita diversas
formas de participación en el cumplimiento de su proyecto salvífico porque, en
la comunión con Él, todos podemos ser, de alguna manera, cooperadores de Dios,
“mediadores” unos para con otros (cf. 1 Co 3,9). Precisamente porque Cristo
tiene un poder infinitamente supremo, Él puede promover a sus hermanos para
hacerles capaces de una verdadera cooperación en la realización de sus
designios. El Concilio Vaticano II
sostuvo que «la única mediación del Redentor no excluye, sino que suscita en
las criaturas una colaboración diversa que participa de la única fuente».
Por ello «se debe profundizar el contenido de esta mediación participada,
siempre bajo la norma del principio de la única mediación de Cristo». Es verdad
que la Iglesia prolonga en el tiempo y comunica, en todas partes, los efectos
del acontecimiento pascual de Cristo y que María tiene un lugar único en el corazón
de la Iglesia madre.
29. La participación
de María en la obra de Cristo resulta evidente si se parte de esta convicción
de que el Señor resucitado promueve, transforma y capacita a los creyentes para
que colaboren con Él en su obra. Esto no ocurre por una debilidad,
incapacidad o necesidad de Cristo mismo, sino precisamente por su glorioso
poder, que es capaz de asumirnos, generosa y gratuitamente, como colaboradores
en su obra. Aquello que se debe destacar en este caso es, precisamente, lo
siguiente: que cuando Él nos permite que le acompañemos y que, bajo el impulso
de su gracia, demos lo mejor de nosotros mismos, son su propio poder y su
misericordia los que, en definitiva, son glorificados.
Fecundos en el Cristo glorioso
30. Particularmente iluminador es el texto: «El que cree en
mí, también él hará las obras que yo hago, y aún mayores, porque yo me voy al
Padre» (Jn 14,12). Los creyentes, unidos al Cristo resucitado, que ha vuelto al
seno del Padre, pueden realizar obras que superan los prodigios del Jesús
terreno, pero siempre gracias a su unión con Cristo glorioso por la fe. Es lo
que se manifestó, por ejemplo, en la admirable expansión de la Iglesia
primitiva, porque el Resucitado hizo partícipe a su Iglesia en esta obra suya
(cf. Mc 16,15). De este modo su gloria no se vio disminuida, sino que se
manifestó más todavía, mostrándose como un poder capaz de transformar a los
creyentes, volviéndolos fecundos junto con Él.
31. En los Padres de la Iglesia esta idea encontró una
peculiar expresión en el comentario a Juan 7,37-39, porque algunos
interpretaron la promesa de los «ríos de agua viva» como referida a los
creyentes. Es decir, los propios creyentes, transformados por la gracia de
Cristo, se convierten en manantiales para los demás. Orígenes explicaba que el
Señor cumple lo que anunció en Jn 7,38 porque hace brotar de nosotros
corrientes de agua: «el alma del ser humano, que es a imagen de Dios, puede
contener en sí y producir de sí pozos, fuentes y ríos». San Ambrosio recomendaba beber del costado abierto de Cristo «para que
abunde en ti la fuente de agua que salta a la vida eterna». Santo Tomás de
Aquino lo expresaba afirmando que, si un creyente «se apresura a comunicar a
otros diversos dones de la gracia que recibió de Dios, de su seno fluyen aguas
vivas».
32. Si esto vale para cada creyente, cuya cooperación con
Cristo se vuelve cada vez más fecunda cuanto más se deja transformar por la
gracia, con mayor razón debe afirmarse de María, de un modo único y supremo.
Ella es la «llena de gracia» (Lc 1,28) que, sin poner obstáculos a la obra de
Dios, dijo: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc
1,38). Ella es la Madre que dio al mundo al Autor de la Redención y de la
gracia, que se mantuvo firme junto a la cruz (cf. Jn 19,25), sufriendo junto al
Hijo, ofreciendo el dolor de su corazón materno atravesado por la espada (cf.
Lc 2,35). Ella estuvo unida a Cristo desde la Encarnación hasta la cruz y la
Resurrección de un modo exclusivo y superior a cuanto podría ocurrir con
cualquier creyente.
33. Todo esto no por
méritos propios, sino porque a ella se aplicaron plenamente de forma peculiar y
anticipada los méritos de Cristo en la cruz, para gloria del único Señor y
Salvador. Ella es, en definitiva, un canto a la eficacia de la gracia de Dios,
de modo que cualquier reconocimiento a su hermosura remite inmediatamente a la
glorificación del origen fontal de todo bien: la Trinidad. La grandeza
incomparable de María está en lo que ha recibido, y en su confiada
disponibilidad para dejarse invadir por el Espíritu. Cuando nos esforzamos en
atribuirle a ella funciones activas paralelas a las de Cristo, nos alejamos de
esa incomparable hermosura que es específica suya. La expresión “mediación
participada” puede expresar un sentido preciso y valioso del lugar de María,
pero inadecuadamente comprendida podría, fácilmente, oscurecerlo y hasta
contradecirlo. La mediación de Cristo, que bajo algunos aspectos puede ser
“inclusiva” o participada, bajo otros aspectos es exclusiva e incomunicable.
34. En el caso de María, esta mediación se realiza en forma
maternal, tal como hizo en Caná y como quedó ratificada en la cruz. Así lo explicaba el Papa Francisco: «Ella
es la Madre. Y este es el título que recibió de Jesús, justo ahí, en el momento
de la cruz (cf. Jn 19,25-27). Tus hijos, tú eres Madre. […] Recibió el don
de ser su Madre y el deber de acompañarnos como Madre, de ser nuestra Madre».
35. El título de
Madre hunde sus raíces en la Sagrada Escritura y en los Santos Padres, es
propuesto por el Magisterio y la formulación de su contenido ha ido en progreso
hasta la exposición del Concilio Vaticano II y la expresión maternidad
espiritual en la encíclica Redemptoris Mater. Esta maternidad espiritual de
María brota de su maternidad física del Hijo de Dios. Engendrando físicamente a
Cristo, a partir de su aceptación libre y creyente de esta misión, la Virgen
engendraba en la fe a todos los cristianos que son miembros del Cuerpo místico
de Cristo, es decir, engendraba al Cristo total, cabeza y miembros.
36. La participación
de la Virgen María, como Madre, en la vida de su Hijo, desde la Encarnación
hasta la cruz y la Resurrección, da un carácter único y singular a su
cooperación en la obra redentora de Cristo, de manera especial para la Iglesia,
«cuando considera la Maternidad espiritual de María para con todos los miembros
del Cuerpo místico; en confiada invocación, cuando experimenta la intercesión
de su Abogada y Auxiliadora». Este aspecto materno es el que caracteriza la
relación de la Virgen con Cristo y su colaboración en todos los momentos de la
obra de la salvación. En su misión como Madre, María tiene una relación
singular con el Redentor y, también, con los que han sido redimidos, de los
cuales ella misma es la primera. «María es typos (modelo) de la Iglesia y del
nuevo nacimiento que ha de acaecer en ella», pero aún más, ella es símbolo y
«compendio de esta misma Iglesia». Es
una maternidad que nace del don total de sí y de la llamada a convertirse en
servidora del misterio. En esta maternidad de María se sintetiza cuanto
podemos decir de la maternidad según la gracia y del lugar actual de María en
la Iglesia entera.
37. La maternidad espiritual de María
tiene unas características determinadas:
a) Encuentra su
fundamento en el hecho de ser Madre de Dios y se prolonga en la maternidad para
con los discípulos de Cristo y aún con todos los seres humanos. En este
sentido la cooperación de María es singular y se distingue de las cooperaciones
de «las demás criaturas». Su intercesión tiene una característica que no es la
de una mediación sacerdotal, como aquella de Cristo, sino que se sitúa en el
orden y la analogía de la maternidad.[77]Asociando la intercesión de María a su
obra, los dones que nos llegan del Señor se nos presentan con un aspecto
materno, cargados de la ternura y de la cercanía de la Madre que Jesús ha
querido compartir con nosotros (cf. Jn 19,27).
b) La cooperación
materna de María es en Cristo, y por tanto participada, es decir, «como una
participación de esta única fuente que es la mediación de Cristo mismo».
María entra de una manera del todo personal en la única mediación de Cristo. La
función materna de María «de ninguna manera disminuye o hace sombra a la única
mediación de Cristo, sino que manifiesta su eficacia. En efecto, todo el
influjo de la Santísima Virgen en la salvación de los hombres» brota de la
«sobreabundancia de los méritos de Cristo, se apoya en su mediación, depende
totalmente de ella y de ella saca toda su eficacia». En su maternidad, María no
es un obstáculo interpuesto entre los seres humanos y Cristo; al contrario, su
función materna está indisolublemente unida a la de Cristo y orientada a Él.
Así entendida, la maternidad de María no pretende debilitar
la única adoración que se debe solamente a Cristo, sino estimularla. Por ello se
deben evitar los títulos y expresiones referidas a María que la presenten como
una especie de “pararrayos” ante la justicia del Señor, como si María fuese una
alternativa necesaria ante la insuficiente misericordia de Dios. El
Concilio Vaticano II reafirmó cómo debía ser el culto dado a María: «un culto
orientado al centro cristológico de la fe cristiana, de modo que “mientras es
honrada la Madre, el Hijo sea debidamente conocido, amado, glorificado”». En
definitiva, la maternidad de María está
subordinada a la elección del Padre, a la obra de Cristo y a la acción del
Espíritu Santo.
c) La Iglesia no es sólo un punto de referencia para la
maternidad espiritual de María sino que es, precisamente en la dimensión
sacramental de la Iglesia, donde se desarrolla siempre su función materna. María actúa con la Iglesia, en la Iglesia
y para la Iglesia. El ejercicio de su maternidad se encuentra en la
comunión eclesial y no fuera de ella; conduce a la Iglesia y la acompaña. La Iglesia aprende de María la propia
maternidad: en la acogida de la Palabra de Dios que evangeliza, convierte y
anuncia a Cristo; en el don de la vida sacramental del Bautismo y de la
Eucaristía, y en la educación y formación maternal que ayuda a nacer y a crecer
a los hijos de Dios.
Por eso, se puede decir que «la fecundidad de la Iglesia
es la misma fecundidad de María; y se realiza en la existencia de sus miembros
en la medida en que estos reviven, “en pequeño”, lo que vivió la Madre, es
decir, que aman con el amor de Jesús». Como Madre, al igual que la Iglesia,
María espera que Cristo sea engendrado en nosotros, no ocupa su lugar. Por
ello, «gracias al inmenso manantial que mana del costado abierto de Cristo, la
Iglesia, María y todos los creyentes, de diferentes maneras, se convierten en
canales de agua viva. Así Cristo mismo despliega su gloria en nuestra pequeñez».
Intercesión
38. María está unida
a Cristo de un modo único por su maternidad y por ser llena de gracia. Esto se
insinúa en el saludo del ángel (cf. Lc 1,28) cuando utiliza una palabra
(kecharitōmenē) que es única y exclusiva en toda la Biblia. Ella, la que acogió
en su vientre la fuerza del Espíritu Santo y fue Madre de Dios, se convierte,
por ese mismo Espíritu, en Madre de la Iglesia. Por esa unión peculiar en la
maternidad y en la gracia, su oración por nosotros tiene un valor y una
eficacia que no se pueden comparar con cualquier otra intercesión. San Juan Pablo II relacionaba el título de
“mediadora” con esta función de intercesión materna. Porque ella «se
pone“en medio”, o sea hace de mediadora no como una persona extraña, sino en su
papel de madre, consciente de que como tal puede —más bien “tiene el derecho
de”— hacer presente al Hijo las necesidades de los hombres».
39. La fe católica
lee en las Escrituras que quienes están junto a Dios en el cielo pueden seguir
realizando estos actos de amor, intercediendo por nosotros y acompañándonos.
Vemos, por ejemplo, que los ángeles son «espíritus servidores con la misión de
asistir a los que han de heredar la salvación» (Hb 1,14). Se habla de misiones
cumplidas por ángeles (cf. Tb 5,4; 12,12; Hch 12,7-11; Ap 8,3-5). Hay ángeles
auxiliando a Jesús en el desierto de las tentaciones (cf. Mt 4,11) y en la
pasión (cf. Lc 22,43). En el Salmo se nos promete que «a sus ángeles ha dado
órdenes para que te guarden en tus caminos» (Sal 91,11).
40. Estos textos nos indican que el cielo no está
completamente separado de la tierra. Esto abre la posibilidad de la intercesión
por nosotros a quienes están en el cielo. El Libro de Zacarías nos presenta un
ángel de Dios que dice: «Señor del universo, ¿hasta cuándo seguirás sin
compadecerte de Jerusalén y de las ciudades de Judá contra las que te enojaste
durante setenta años?» (Za 1,12). De modo análogo, el Apocalipsis nos habla de
los “degollados”, los mártires en el cielo, que intervienen pidiendo a Dios que
actúe en la tierra para liberarnos de las injusticias: «Vi debajo del altar las
almas de los degollados por causa de la Palabra de Dios y del testimonio que
mantenían. Y gritaban con voz potente: “¿Hasta cuándo, dueño santo y veraz, vas
a estar sin hacer justicia y sin vengar nuestra sangre de los habitantes de la
tierra?”» (Ap 6,9-10). Ya en la
tradición judeo-helenística aparecía la convicción de que los justos fallecidos
interceden por el pueblo (cf. 2 M 15,12-14).
41. María, que en el
cielo ama al «resto de sus hijos» (Ap 12,17), así como acompañaba la oración de
los apóstoles cuando recibieron el Espíritu Santo (cf. Hch 1,14), también
ahora, acompaña nuestras plegarias con su intercesión materna. De este modo,
continúa la actitud de servicio y compasión que mostraba en las bodas de Caná
(cf. Jn 2,1-11) y hoy sigue dirigiéndose a Jesús para decirle: «No tienen vino»
(Jn 2,3). En su canto de alabanza vemos a María como una mujer de su pueblo,
que alaba a Dios porque «enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma
de bienes» (Lc 1,52-53), porque «auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la
misericordia—como lo había prometido a nuestros padres» (Lc 1,54-55), y
reconocemos su prontitud cuando se acerca sin demora para ayudar a su prima
Isabel (cf. Lc 1,39-40). Por eso el Pueblo de Dios confía firmemente en su
intercesión.
42. Entre los elegidos y glorificados junto a Cristo está en
primer lugar la Madre, por eso podemos
afirmar que existe una colaboración única de María en la obra salvífica que
Cristo realiza en su Iglesia. Se trata de una intercesión que la convierte
en signo materno de la misericordia del Señor. De esta manera, porque así Él
libremente lo ha querido, el Señor otorga a su propia acción en nosotros un
rostro materno.[93]
Cercanía materna
43. La presencia de las diversas advocaciones, de las
imágenes y de los santuarios marianos manifiestan esa maternidad real de María
que se hace cercana a la vida de sus hijos. Sirva como ejemplo la manifestación
de la Madre al indio san Juan Diego en el monte del Tepeyac. María lo llama con
las palabras tiernas de una madre: «Hijito mío el más pequeño, mi Juanito». Y,
ante las dificultades que san Juan Diego le manifiesta para llevar a cabo la
misión encomendada, María le revela la fuerza de su maternidad: «¿No estoy yo
aquí, yo que tengo el honor de ser tu madre? […]. ¿Qué no estás en mi regazo, en
el cruce de mis brazos?».
44. Esa experiencia del afecto maternal de María, que vivió
san Juan Diego, es la experiencia personal de los cristianos que reciben el
afecto de María y que ponen en sus manos«las necesidades de la vida de cada día
y abren confiados su corazón para solicitar su intercesión maternal y obtener
su tranquilizadora protección». Más allá de las manifestaciones extraordinarias
de su cercanía, existen expresiones cotidianas constantes de su maternidad en
la vida de todos sus hijos. Aun cuando no pedimos su intercesión, ella se
muestra cercana como Madre, para ayudarnos a reconocer el amor del Padre, a
contemplar la entrega salvadora de Cristo, a acoger la acción santificadora del
Espíritu. Es tan grande su valor para la Iglesia que los pastores deben evitar
cualquier instrumentación política de esta cercanía de la Madre. El Papa Francisco lo advirtió, en diversas
ocasiones, y mostró su preocupación por «las propuestas de tinte
ideológico-cultural de diverso signo que quieren apropiarse del encuentro de un
pueblo con su madre».
Madre de la gracia
45. Este sentido de “Madre de los creyentes” permite hablar de una acción de María
también en relación con nuestra vida de la gracia. Pero conviene advertir que
ciertas expresiones, que pueden ser teológicamente aceptables, fácilmente
se cargan de un imaginario y un simbolismo que transmite, de hecho, otros
contenidos menos aceptables. Por ejemplo, se presenta a María como si ella
tuviera un depósito de gracia separado de Dios, donde no se percibe tan
claramente que el Señor, en su generosa y libre omnipotencia, ha querido
asociarla a la comunicación de esa vida divina que brota de un único centro que
es el Corazón de Cristo, no de María. También es frecuente que ella sea
presentada o imaginada como una fuente de donde mana toda gracia. Si se tiene
en cuenta que la inhabitación trinitaria (gracia increada) y la participación
de la vida divina (gracia creada) son inseparables, no podemos pensar que este
misterio pueda estar condicionado por un “paso” a través de las manos de María.
Imaginarios de este
tipo enaltecen a María de tal modo que la centralidad del mismo Cristo puede
desaparecer o, al menos, resultar condicionada. El Cardenal Ratzinger expresó que el título de María mediadora de todas
las gracias tampoco se veía claramente fundado en la Revelación, y en
sintonía con esta convicción podemos reconocer las dificultades que conlleva
tanto en la reflexión teológica como en la espiritualidad.
46. Para evitar estas dificultades, la maternidad de María
en el orden de la gracia debe entenderse como dispositiva. Por una parte, por
su carácter de intercesión, ya que la intercesión materna es expresión de esa
«protección maternal»[100] que permite reconocer en Cristo el único Mediador
entre Dios y los hombres. Por otra parte, su presencia materna en nuestras
vidas no excluye diversas acciones de María motivando la apertura de nuestros
corazones a la acción de Cristo en el Espíritu Santo. Así nos ayuda, de
diversas maneras, a disponernos a la vida de la gracia que solamente el Señor
puede infundir en nosotros.
47. Nuestra salvación
es obra sólo de la gracia salvadora de Cristo y no de algún otro. San Agustín
afirmaba que «este reino de muerte lo destruye en cada ser humano sólo la
gracia del Salvador» y lo explicaba claramente con la redención del hombre
injusto: «¿Quién querría morir por un injusto, por un impío, sino sólo Cristo,
tan inocente como para poder justificar incluso a los injustos? Por lo tanto,
hermanos míos, no tuvimos obra meritoria, sino sólo deméritos. Pero aunque las
obras de los hombres eran tales, su misericordia no los abandonó y […] en lugar
del castigo debido, les otorgó la gracia que no merecían [...] para
rescatarnos, no a precio de oro ni de plata, sino a precio de su sangre
derramada».
Por eso, cuando santo Tomás de Aquino se pregunta si alguien
puede merecer para otro responde que «sólo Cristo puede merecer para otro la
gracia primera». Ningún otro ser humano puede merecerla en sentido estricto (de
condigno), y en este punto no cabe duda alguna: «Nadie puede ser justo sino aquel a quien se comunican los méritos de
la pasión de Nuestro Señor Jesucristo». También la plenitud de gracia de
María existe porque ella la recibió gratuitamente, antes de cualquier acción
suya, «en atención a los méritos de Jesucristo Salvador del género humano».
Sólo los méritos de Jesucristo, entregado hasta el fin, son los que se nos
aplican en nuestra justificación, que «puesto que tiene por término el bien
eterno de la participación divina, es una obra más excelente que la creación
del cielo y la tierra».
48. Sin embargo, un ser humano puede participar con su deseo
del bien del hermano, y es razonable (congruo) que Dios cumpla ese deseo de
caridad que la persona puede expresar «con su oración» o «mediante las obras de
misericordia». Es verdad que este don de
la gracia sólo puede ser derramado por Dios, ya que «excede toda proporción de
nuestra naturaleza» y existe una distancia infinita entre nuestra naturaleza y
su vida divina. Sin embargo, puede hacerlo cumpliendo el deseo de la Madre,
que de este modo se asocia gozosamente a la obra divina como humilde servidora.
49. Como en Caná, María no le dice a Cristo lo que tiene que
hacer. Ella intercede manifestando a Cristo nuestras carencias, necesidades y
sufrimientos para que Él actúe con su poder divino: «No tienen vino» (Jn 2,3).
También hoy ella ayuda a disponernos para la acción de Dios: «Haced lo que Él
os diga» (Jn 2,5). Sus palabras no son una simple indicación, sino que se
convierten en verdadera pedagogía materna que introduce a la persona, bajo la
acción del Espíritu, en el sentido profundo del misterio de Cristo. María
escucha, decide y actúa para ayudarnos a abrir nuestra existencia a Cristo y a
su gracia, porque Él es el único que obra en lo más íntimo de nuestro ser.
Allí donde sólo Dios puede llegar
50. Como nos recuerda el Catecismo, la gracia santificante
es «ante todo y principalmente, el don del Espíritu que nos justifica y nos
santifica». No es simplemente una ayuda,
una energía que se posea, sino que «es el don gratuito que Dios nos hace de su
vida infundida por el Espíritu Santo en nuestra alma»[116] que se puede
describir como inhabitación de la Trinidad en lo más íntimo, como amistad con
Dios, como alianza con el Señor. Exclusivamente Dios puede hacerlo, porque
implica superar una desproporción «infinita».
Esa donación de sí de la
Trinidad, ese «entrañarse en el alma» (illabitur) por parte de Dios mismo,
implica un efecto de transformación inherente en lo más íntimo del creyente.
Santo Tomás de Aquino utilizaba para esta penetración en el
interior del ser humano este verbo que sólo podía aplicarse a Dios, illabi, ya
que sólo Dios, no siendo una creatura, puede llegar a esa intimidad personal
sin violentar la libertad y la identidad de la persona. Sólo Dios llega al centro más íntimo de una persona para realizar su
elevación y transformación cuando se entrega como amigo y por ello «ninguna
creatura puede conferir la gracia». Santo Tomás lo repite al hablar de la gracia
sacramental: en cuanto causa principal «sólo Dios produce el efecto interior
del sacramento. Porque sólo Él penetra en el alma, donde se produce el efecto
sacramental —nadie puede obrar inmediatamente donde no está—, ya que la gracia,
que es un efecto interior del sacramento, proviene sólo de Dios».
51. Otros autores se expresaron de un modo semejante, pero cabe destacar a san Buenaventura. Él enseñaba que, cuando Dios obra con la gracia santificante en un ser humano, lo vuelve absolutamente inmediato a Él. Dios, por la gracia, se hace plenamente cercano al ser humano, con una absoluta inmediatez, con un “entrañamiento” en lo íntimo del ser humano que sólo Él puede lograr. La misma gracia creada, entonces, no obra como un “intermediario”, sino que es efecto directo de la amistad que Dios regala tocando directamente el corazón humano.
Y así, siendo Dios quien realiza la transformación de la
persona cuando se entrega como amigo, no hay medio alguno entre Dios y el ser
humano transformado. Sólo Dios es capaz de penetrar así, tan hondo, para
santificar, hasta hacerse absolutamente inmediato, y sólo Él puede hacerlo sin
anular a la persona.
52. En la Encarnación, el Hijo eterno y natural de Dios
asume una naturaleza humana que ocupa un lugar único en la economía de la
salvación. Hipostáticamente unida al Hijo por una gracia que «es sin duda
alguna infinita», esta Humanidad «tuvo la gracia en grado sumo. De ahí que, por
la eminencia de la gracia que recibió, le competa [competit sibi] hacer llegar
tal gracia a los demás. Esto es propio de la cabeza».[130] Esa Humanidad
participa en la efusión de la gracia santificante, que de ella desborda o «redunda».
En consecuencia,
«según su humanidad, es principio de toda gracia» como Cabeza desde la cual
esta llega a los demás («in alios transfunderetur»). Esta naturaleza humana es
inseparable de nuestra salvación, ya que «con la encarnación, todas las
acciones salvíficas del Verbo de Dios, se hacen siempre en unión con la
naturaleza humana que él ha asumido para la salvación de todos los hombres». A
través de esa naturaleza humana asumida, el Hijo de Dios «se ha unido, en
cierto modo, con todo hombre» y «con la entrega libérrima de su sangre nos
mereció la vida». Por la gracia, los fieles se unen a Cristo y participan en su
misterio pascual, de modo que pueden vivir una unión íntima y única con Él que
san Pablo expresaba con estas palabras: «pero no soy yo el que vive, es Cristo
quien vive en mí» (Ga 2,20).
53. Ninguna persona
humana, ni siquiera los apóstoles o la Santísima Virgen, puede actuar como
dispensadora universal de la gracia. Sólo Dios puede regalar la gracia y lo
hace por medio de la Humanidad de Cristo, ya que «la plenitud de gracia de
Cristo hombre la tiene como unigénito del Padre». Aunque la Santísima Virgen
María es preeminentemente “llena de gracia” y “Madre de Dios”, ella, como
nosotros, es hija adoptiva del Padre y también, como escribe el poeta Dante Alighieri,
«hija de tu Hijo». Ella coopera en la economía de la salvación por una
participación derivada y subordinada; por lo tanto, cualquier lenguaje sobre su
“mediación” en la gracia debe entenderse en analogía remota con Cristo y su
mediación única.
54. En la perfecta inmediatez entre un ser humano y Dios en
la comunicación de la gracia, ni siquiera María puede intervenir. Ni la amistad
con Jesucristo ni la inhabitación trinitaria pueden concebirse como algo que
nos llega a través de María o de los santos. En todo caso, lo que podemos decir
es que María desea ese bien para nosotros y lo pide junto a nosotros. La
liturgia, que es también lex credendi, nos permite reafirmar esta cooperación
de María, no en la comunicación de la gracia sino en la intercesión materna. De
hecho, en la liturgia de la Solemnidad de la Inmaculada Concepción, cuando se
explica en qué sentido el privilegio concedido a María se hizo en vista del
bien del Pueblo, se afirma que fue dispuesta como «abogada de gracia»,[140] es
decir, que intercede pidiendo para nosotros el don de la gracia.
55. Como enseña el Concilio Vaticano II, «el influjo de la Santísima Virgen María en
la salvación de los hombres […] favorece y de ninguna manera impide la unión
inmediata de los creyentes con Cristo». Por ese motivo, se debe evitar cualquier descripción que
haga pensar, de un modo neoplatónico, en una especie de derramamiento de la
gracia por etapas, como si la gracia de Dios fuese descendiendo a través de
distintos intermediarios —como María— mientras su fuente última (Dios)
quedase desconectada de nuestro corazón. Estas interpretaciones afectan
negativamente la adecuada comprensión del encuentro íntimo, directo e inmediato
que la gracia realiza entre el Señor y el corazón del creyente. El hecho es que sólo Dios justifica. Sólo
el Dios Trinidad. Sólo Él nos eleva para superar la desproporción infinita que
nos separa de vida divina, sólo Él actúa en nosotros su inhabitación
trinitaria, sólo Él se entraña en nosotros transformándonos y haciéndonos
participar de su vida divina. No se honra a María atribuyéndole alguna
mediación en la realización de esta obra exclusivamente divina.
El agua viva que
fluye
56. No obstante, dado que María está llena de gracia, y que
el bien tiende siempre a comunicarse, fácilmente aparece la idea de una suerte
de “desborde” de la gracia que tiene María, que sólo podrá tener un sentido
adecuado si no contradice cuanto dicho hasta ahora. No presenta dificultad si
se trata, sobre todo, de las formas de cooperación que ya hemos mencionado
(intercesión y cercanía materna que invitan a abrir el corazón a la gracia
santificante) y que el Concilio Vaticano II presentó como una cooperación
variada por parte de la creatura «que participa de la única fuente».
57. El carácter fundamentalmente dispositivo de la
cooperación de los creyentes —principalmente de María— en la comunicación de la
gracia, aparece plasmado en la interpretación tradicional de los “ríos de agua
viva” que brotan del corazón de los creyentes (cf. Jn 7,38). Aun siendo una
imagen potente, que podría interpretarse como si los creyentes fueran canales
de una transmisión perfectiva de la gracia santificante, sin embargo, los
Padres de la Iglesia, a la hora de concretar cómo se realiza esta efusión de
los ríos del Espíritu, lo han plasmado en acciones de tipo dispositivo. Por
ejemplo, la predicación, la enseñanza y otras formas de transmisión del don de
la Palabra revelada.
58. Orígenes lo aplica a la ciencia de las Escrituras o a la
percepción de sus sentidos espirituales. Para san Cirilo de Alejandría este
desborde de aguas es la enseñanza de los misterios de la fe, la “pura mistagogia”
en su sentido profundo, que no es meramente intelectual sino de disposición o
preparación de toda la persona. San Cirilo de Jerusalén sostiene que es la
enseñanza de la Escritura cuando lleva a la luz. San Juan Crisóstomo se refiere
a la sabiduría de Esteban o a la autoridad de la palabra de Pedro. San Ambrosio
afirma: «estos son los ríos que escuchan con sus oídos la Palabra de Dios, y
hablan, para infundir la Palabra en los corazones de cada uno», y lo aplica de
esta manera: «que el agua de la doctrina celestial fluya […] que la savia de la
palabra del Señor impregne (rocíe)» los corazones de cada uno.
También para san
Jerónimo el agua es la enseñanza del Salvador como para san Gregorio Magno, que
enseña además que es «una voluntad piadosa para con el prójimo». Estas
interpretaciones, de los ríos de agua viva que derraman los creyentes, se
concentran en el conocimiento de las Escrituras y sus misterios, no se
refieren, en general, a un conocimiento meramente intelectual, sino sapiencial
y de iluminación del corazón para abrirse a la realidad misma de los Misterios.
59. En otros Padres y Doctores de la Iglesia encontramos,
también, una explicación más amplia, donde se integran, además de la
predicación o la catequesis, las obras que ofrecen ayuda al prójimo en sus
necesidades, o un testimonio de amor. Así, san Hilario entiende los ríos de
agua viva como las obras del Espíritu Santo a través de las virtudes que actúan
para el beneficio del prójimo San Agustín lo aplica a la «benevolencia, con la
que se desea ayudar al prójimo». En la Edad Media se continúa esta perspectiva
que llega hasta santo Tomás de Aquino,
para quien los ríos de agua viva se manifiestan porque, cuando alguien «se
apresura a comunicar a otros diversos dones de la gracia que recibió de Dios,
de su seno fluyen aguas vivas».
60. Cuando santo Tomás habla de los «diversos dones de la
gracia» para el servicio del prójimo, se refiere a los diversos dones
carismáticos, porque «como se dice (1 Co 12,10), a uno se le da el don de
lenguas, a otro el de curaciones, etc.». Este aspecto también está presente en
san Cirilo de Jerusalén, quien indica que los ríos de agua del Espíritu, que se
comunican a través de los creyentes, se manifiestan cuando «se sirve de la
lengua de unos para el carisma de la sabiduría; ilustra la mente de otros con
el don de la profecía; a éste le concede poder para expulsar los demonios […].
El Espíritu fortalece, en unos, la
templanza; en otros, la misericordia; a éste enseña a practicar el ayuno y la
vida ascética».
61. Algo semejante podemos decir con respecto a la
interpretación de Jn 14,12, referido a los creyentes que realizan “obras
mayores” (meizona) que las del Cristo terreno. Los creyentes participan de la
obra de Cristo en cuanto ellos también, de algún modo, provocan la fe de otros
con el anuncio de la Palabra. Así se dice explícitamente en Jn 17,20b: «los que
crean en mí por la palabra de ellos». Esto mismo se sugiere en Jn 14,6-11,
donde las obras de Cristo son las que manifiestan al Padre (v. 8).
Las obras de
los creyentes, concentradas en el anuncio del Evangelio por la palabra, se
colocan en paralelismo con las obras de Cristo. Jesús anuncia: «Si habéis
guardado mi palabra, también guardarán la vuestra» (Jn 15,20c). Y así como el
que escucha la Palabra de Cristo tiene vida eterna (cf. Jn 5,24), Jesús anuncia
que otros creerán a través de la palabra de los creyentes (cf. Jn 17,20). Sin
embargo, esto implica no sólo las palabras, sino también el testimonio
elocuente de los creyentes, y por eso Jesús pide al Padre que los creyentes
estén unidos para que «el mundo crea» (Jn 17,21).
Amor que se comunica en el mundo
62. El Evangelio de Juan une estrechamente la caridad
fraterna a esta comunicación del bien. En efecto, la afirmación «si me amáis,
guardaréis mis mandamientos» (Jn 14,15), es paralela a «el que cree en mí,
también él hará las obras que yo hago» (Jn 14,12). Cuando Cristo habla del
fruto que espera de sus discípulos termina identificándolo con el amor fraterno
(cf. Jn 15,16-17). También san Pablo, tras hablar sobre las diversas obras
extraordinarias que pueden realizar los creyentes (cf. 1 Co 12), propone un
camino más excelente cuando dice «ambicionad los carismas mayores (ta meizona).
Y aún os voy a mostrar un camino más excelente (kath’hyperbolēn)»: el amor (1
Co 12,31; cf. 13,1). Las obras de amor al prójimo, aun el trabajo cotidiano o
el empeño por cambiar este mundo, se convierten entonces en un canal de
cooperación con la obra salvífica de Cristo.
63. En este sentido se han expresado también los últimos
Pontífices. San Juan XXIII enseñaba que «cuando
el cristiano está unido espiritualmente al divino Redentor, al desplegar su
actividad en las empresas temporales, su trabajo viene a ser como una
continuación del de Jesucristo, del cual toma fuerza y virtud salvadora […]
extender a los demás los frutos de la redención». San Juan Pablo II entendía
esta colaboración como reconstrucción, junto con Cristo, del bien que ha sido
dañado en el mundo a causa de los pecados, porque «el Corazón de Cristo ha
querido tener necesidad de nuestra colaboración para reconstruir el bien y la
belleza», y «esta es la verdadera reparación pedida por el Corazón del
Salvador». El Papa Benedicto XVI sostenía que «los hombres, destinatarios del
amor de Dios, se convierten en sujetos de caridad, llamados a hacerse ellos
mismos instrumentos de la gracia para difundir la caridad de Dios y para tejer
lazos de caridad. La Doctrina social de la Iglesia responde a esta dinámica de
caridad recibida y ofrecida».
Y el Papa Francisco enseñó que, para Santa
Teresa del Niño Jesús, «no se trata sólo de permitir que el Corazón de Cristo
extienda la belleza de su amor en el propio corazón, a través de una confianza
total, sino también que a través de la propia vida llegue a los demás y
transforme el mundo […] y se convierte en actos de amor fraterno con los cuales
curamos las heridas de la Iglesia y del mundo. De ese modo ofrecemos nuevas
expresiones al poder restaurador del Corazón de Cristo».
64. Esta es la cooperación posibilitada por Cristo y
suscitada por la acción del Espíritu que, en el caso de María, se distingue de
la cooperación de cualquier otro ser humano por el carácter materno que Cristo
mismo le atribuyó en la cruz.
Criterios
65. Cualquier otro modo de comprender esta cooperación de
María en el orden de la gracia, especialmente si se pretende atribuir a María
alguna forma de intervención o de instrumentalidad perfectiva o de causalidad
segunda en la comunicación de la gracia santificante,[164] debería prestar
especial atención a algunos criterios ya insinuados en la Constitución
dogmática Lumen gentium:
a) Debemos reflexionar cómo María favorece nuestra unión
«inmediata» con el Señor, que Él mismo produce al conferir la gracia, y que sólo
de Dios podemos recibir, pero sin entender la unión con María como más
inmediata que la de Cristo. Este riesgo está presente, sobre todo, en la idea
de que Cristo nos entrega a María como un instrumento o causa segunda
perfectiva en la comunicación de su gracia.
b) El Concilio Vaticano II ha remarcado que «todo el influjo
salvífico de la Santísima Virgen sobre los hombres no dimana de una necesidad
ineludible, sino del divino beneplácito». Este influjo sólo puede pensarse
desde la libre decisión de Dios quien, aunque su propia acción es desbordante y
sobreabundante, quiere asociarla libre y gratuitamente a su obra. Por eso no es
lícito presentar la acción de María como si Él la necesitara para obrar la
salvación.
c) Debemos entender
la mediación de María no como un complemento para que Dios pueda obrar
plenamente, con mayor riqueza y hermosura, sino «de tal manera que no quite
ni añada nada a la dignidad y a la eficacia de Cristo, único Mediador». Al
explicar la mediación de María se debe resaltar que Dios es el único Salvador,
que aplica exclusivamente los méritos de Jesucristo, los únicos necesarios y
completamente suficientes para nuestra justificación. María no reemplaza al Señor en algo que Él no haga (no quita ni añade).
Si en la comunicación de la gracia ella no añade nada a la mediación salvífica
de Cristo, no debe pensarse en María como instrumento primario de esa donación.
Si ella acompaña una
acción de Cristo, por obra del mismo Cristo, de ningún modo debe entenderse
como paralela. Más bien, siendo asociada a Él es María la que recibe de su Hijo
un regalo que la sitúa más allá de ella misma, porque se le concede acompañar
la obra del Señor con su carácter materno. Volvemos entonces al punto más
seguro: la contribución dispositiva de María donde sí puede pensarse en una
acción en la que ella aporta algo propio en cuanto «pueda disponer de algún
modo» a otros. Porque «pertenece a la potencia suprema el conducir al fin
último, mientras que las potencias inferiores ayudan a la consecución de este
fin disponiendo».
66. Todo lo
anteriormente dicho no ofende ni humilla a María, porque todo su ser está
referido a su Señor. «Proclama mi alma la grandeza del Señor» (Lc 1, 46).
Para ella no hay otra gloria que la de Dios. Siendo Madre, redobla su gozo
viendo cómo Cristo manifiesta la belleza inagotable y sobreabundante de su
gloria sanando, transformando y llenando de sí los corazones de esos hijos a
los que ella ha acompañado en su camino hacia el Señor. Por lo tanto, una
mirada dirigida a ella que nos distraiga de Cristo, o la ponga al mismo nivel
del Hijo de Dios, quedaría fuera de la dinámica propia de una fe auténticamente
mariana.
Las gracias
67. Algunos títulos, como por ejemplo el de Mediadora de
todas las gracias, tienen límites que no facilitan la correcta comprensión del
lugar único de María. De hecho, ella, la primera redimida, no puede haber sido
mediadora de la gracia recibida por ella misma. Este no es un detalle menor,
porque manifiesta algo central: que también en ella el don de la gracia la
precede y procede de la iniciativa absolutamente gratuita de la Trinidad, en
atención a los méritos de Cristo. Ella, como todos nosotros, no ha merecido su
justificación por alguna acción suya precedente, pero tampoco por alguna acción
posterior. También para María, la amistad con Dios por la gracia será siempre
gratuita. Su figura preciosa es testimonio supremo de la receptividad creyente
de quien, más y mejor que nadie, se abrió con docilidad y plena confianza a la
obra de Cristo, y al mismo tiempo es el mejor signo de la potencia
transformadora de esa gracia.
68. Por otro lado, el título antes mencionado corre el
peligro de ver la gracia divina como si María se convirtiera en una
distribuidora de bienes o energías espirituales en desconexión con nuestra
relación personal con Jesucristo. Sin embargo, la expresión “gracias”, referida
a la materna ayuda de María en distintos momentos de la vida, puede tener un
sentido aceptable. El plural expresa
todos los auxilios, aun materiales, que el Señor puede regalarnos escuchando la
intercesión de la Madre; auxilios que, a su vez, disponen los corazones para
abrirse al amor de Dios. De este modo María, como madre, tiene una
presencia en la vida cotidiana de los fieles muy superior a la cercanía que
pueda tener cualquier otro santo.
69. Ella, con su intercesión, puede implorar para nosotros
los impulsos internos del Espíritu Santo que llamamos “gracias actuales”. Se
trata de aquellos auxilios del Espíritu Santo que operan también en los
pecadores para disponerlos a la justificación, y también en los ya justificados
por la gracia santificante, para estimularlos al crecimiento. En este sentido
preciso debe interpretarse el título de “Madre de la gracia”. Ella humildemente
colabora para que abramos el corazón al Señor, que es el único que puede
justificarnos con la acción de la gracia santificante, es decir, cuando Él
derrama en nosotros su vida trinitaria, habita en nosotros como amigo y nos
hace partícipes de su vida divina. Esto es exclusivamente obra del mismo Señor,
pero no excluye que, a través de la acción materna de María, puedan llegar a
los fieles aquellas palabras, imágenes y estímulos diversos que les ayuden a
seguir adelante en la vida, a disponer el corazón para la gracia que el Señor
infunde o a crecer en la vida de la gracia, recibida gratuitamente.
70. Estas ayudas que nos llegan del Señor se nos presentan
con un aspecto materno, cargadas de la ternura y de la cercanía de la Madre que
Jesús ha querido compartir con nosotros (cf. Jn 19,25-28). María desarrolla así
una acción singular para ayudarnos a abrir el corazón a Cristo y a su gracia
santificante que eleva y sana. Cuando ella se comunica haciendo llegar diversas
“mociones”, estas deben entenderse siempre como estímulos para abrir nuestras
vidas al Único que obra en lo más íntimo de nuestro ser.
71. El Concilio
prefirió llamar a María «Madre en el orden de la gracia», que expresa mejor
la universalidad de la cooperación materna de María y que es innegable en un
sentido preciso: ella es la Madre de Cristo, que es la Gracia por excelencia y
el Autor de toda gracia.
72. Esta maternidad de María en el orden de la gracia —que
brota del misterio pascual de Cristo— implica también que cada discípulo
establece con María «una relación única e irrepetible». San Juan Pablo II
hablaba de una «dimensión mariana de la vida de los discípulos de Cristo», que
se expresa como «respuesta al amor de una persona y, en concreto, al amor de la
madre». La vida de la gracia incluye
nuestra relación con la Madre. La unión con Cristo por la gracia nos une al
mismo tiempo a María en una relación hecha de confianza, ternura y afecto
sin reservas.
La primera discípula
73. Ella es «la primera discípula, la que ha aprendido mejor
las cosas de Jesús». María es la primera
de aquellos que «oyendo la Palabra de Dios, la cumplen» (Lc 11,28); es la
primera en colocarse entre los humildes y pobres del Señor para enseñarnos a
esperar y recibir, con confianza, la salvación que sólo viene de Dios. María
«se convertía así, en cierto sentido, en la primera “discípula” de su Hijo, la
primera a la cual parecía decir: “Sígueme” antes aún de dirigir esa llamada a
los apóstoles o a cualquier otra persona (cf. Jn 1,43)». Ella es modelo de fe y caridad para la Iglesia por su obediencia a la
voluntad del Padre, su cooperación a la obra redentora de su Hijo y su apertura
a la acción del Espíritu Santo. Por eso dijo san Agustín que «más es para
María ser discípula de Cristo que haber sido madre de Cristo».[180] Y el Papa
Francisco insistió en que «es más discípula que madre». María es, en
definitiva, «la primera y la más perfecta discípula de Cristo».
74. María es, para
todo cristiano, «la primera que “ha creído”, y precisamente con esta fe suya de
esposa y de madre quiere actuar sobre todos los que se entregan a ella como
hijos». Y lo hace con un cariño lleno de signos de cercanía que les ayudan
a crecer en la vida espiritual, enseñándoles a dejar que la gracia de Cristo
actúe más y más. En esta relación de afecto y confianza, ella, que es la “llena
de gracia”, enseña a cada cristiano a recibir la gracia, a conservar la gracia
recibida y a meditar la obra que Dios está haciendo en sus vidas (cf. Lc 2,19).
75. En el caso de presuntos fenómenos sobrenaturales, que
hayan recibido un juicio positivo por parte de la Iglesia, donde aparezcan
algunas de las expresiones o títulos como los anteriormente citados se tendrá
en cuenta que «en el caso que se conceda por parte del Dicasterio un Nihil
obstat […], tales fenómenos no se convierten en objeto de fe —es decir, los
fieles no están obligados a darles un asentimiento de fe».
Madre del Pueblo fiel
76. «María, la primera
discípula, es la Madre». En la cruz, Cristo nos entrega a María, y así «Él nos
lleva a ella, porque no quiere que caminemos sin una madre». Ella es la Madre
creyente que se ha vuelto «Madre de todos los creyentes», y al mismo tiempo
es «la Madre de la Iglesia evangelizadora»[188], que nos acoge así como ha
querido convocarnos Dios, no sólo como individuos aislados sino como Pueblo que
camina: «nuestra Madre María siempre quiere caminar con nosotros, estar cerca,
ayudarnos con su intercesión y su amor». Ella es la Madre del Pueblo fiel, que
«camina en medio de su pueblo, movida por una ternura amorosa, y asume sus
angustias y vicisitudes».
El amor se detiene, contempla el misterio, disfruta en
silencio
77. El Pueblo fiel no se aleja de Cristo, ni del Evangelio,
cuando se acerca a ella, sino que es capaz de leer «en esa imagen materna todos
los misterios del Evangelio». Porque en ese rostro materno ve reflejado al
Señor que nos busca (cf. Lc 15,4-8), que viene a nuestro encuentro con los
brazos abiertos (cf. Lc 15,20), que se detiene frente a nosotros (cf. Lc
18,40), que se inclina y nos levanta contra su mejilla (cf. Os 11,4), que nos
mira con amor (cf. Mc 10,21) y que no nos condena (cf Jn 8, 11; Os 11,9). En su
rostro materno muchos pobres reconocen al Señor que «derriba del trono a los
poderosos y enaltece a los humildes» (Lc 1,52).
Ese rostro de mujer canta el misterio de la Encarnación. En
ese rostro de la Madre, traspasada por la espada (cf. Lc 2,35), el Pueblo de
Dios reconoce el misterio de la cruz, y en ese mismo rostro, bañado por la luz
pascual, percibe que Cristo está vivo. Y ella, la que recibió el Espíritu Santo
en plenitud, es quien sostiene a los apóstoles en oración en el cenáculo (cf.
Hch 1,14). Por eso podemos decir que, «en cierto modo la fe de María, sobre la
base del testimonio apostólico de la Iglesia, se convierte sin cesar en la fe
del pueblo de Dios en camino».
78. Como decían los obispos latinoamericanos, los pobres
«encuentran la ternura y el amor de Dios en el rostro de María. En ella ven reflejado el mensaje esencial
del Evangelio». El Pueblo simple y pobre no separa a la Madre gloriosa de la
María de Nazaret, que encontramos en los Evangelios. Al contrario, reconoce
la sencillez detrás de la gloria, y sabe que María no ha dejado de ser una de
ellos. Es la que, como cualquier madre, llevó en el vientre a su hijo, le dio
de mamar, lo crio con cariño con la ayuda de san José, y no le faltaron los
sobresaltos y las dudas de la maternidad (cf. Lc 2,48-50).
Es la que canta al Dios que «a los hambrientos los colma de
bienes y a los ricos los despide vacíos» (Lc 1,53), que sufre con los novios
que se quedan sin vino para su fiesta (cf. Jn 2,3), que sabe correr para dar
una mano a su prima que la necesita (cf. Lc 1,39-40 ), que se deja lastimar,
como atravesada por una espada, a causa de la historia de su pueblo, donde su
hijo es «signo de contradicción» (Lc 2,34), que comprende lo que es ser
migrante o exiliado (cf. Mt 2,13-15), que en su pobreza sólo puede ofrecer dos
pichones de paloma (cf. Lc 2,24) y que sabe lo que es ser despreciada por ser
de la familia del pobre carpintero (cf. Mc 6,3-4). Los pueblos sufrientes reconocen a María caminando codo a codo con
ellos y por eso buscan a su Madre para implorar su ayuda.
79. La cercanía de la Madre produce una piedad mariana
“popular”, que tiene expresiones diversas en los distintos pueblos. Los
variados rostros de María —coreano, mexicano, congoleño, italiano y tantos
otros— son formas de inculturación del Evangelio que reflejan, en cada lugar de
la tierra, «la ternura paterna de Dios» que llega hasta las entrañas de
nuestros pueblos.
80. Contemplemos la fe del Pueblo de Dios, donde multitudes
de hermanos creyentes reconocen espontáneamente a María como Madre, tal como
Cristo mismo nos propuso en la cruz. Al Pueblo de Dios le gusta peregrinar a
los diferentes santuarios marianos, donde encuentra consuelo y fortaleza para
salir adelante, como quien, en medio del cansancio y el dolor, recibe la
caricia de su Madre. La Conferencia de Aparecida supo expresar con claridad y
belleza el hondo valor teologal de esta experiencia. Nada mejor que terminar
esta Nota con esas palabras:
«Destacamos las
peregrinaciones, donde se puede reconocer al Pueblo de Dios en camino. Allí, el
creyente celebra el gozo de sentirse inmerso en medio de tantos hermanos,
caminando juntos hacia Dios que los espera. Cristo mismo se hace peregrino, y
camina resucitado entre los pobres. La decisión de partir hacia el santuario ya
es una confesión de fe, el caminar es un verdadero canto de esperanza, y la
llegada es un encuentro de amor. La mirada del peregrino se deposita sobre una
imagen que simboliza la ternura y la cercanía de Dios.
El amor se detiene,
contempla el misterio, lo disfruta en silencio. También se conmueve, derramando
toda la carga de su dolor y de sus sueños. La súplica sincera, que fluye
confiadamente, es la mejor expresión de un corazón que ha renunciado a la
autosuficiencia, reconociendo que solo nada puede. Un breve instante condensa
una viva experiencia espiritual».
Madre del Pueblo fiel, ruega por nosotros.
El Sumo Pontífice León XIV, el día 7 de octubre de 2025,
Memoria Litúrgica de la Santísima Virgen del Rosario, ha aprobado la presente
Nota, deliberada en la Sesión Ordinaria de este Dicasterio, con fecha 26 de
marzo de 2025, y ha ordenado su publicación.
Dado en Roma, en la
sede del Dicasterio para la Doctrina de la Fe, el 4 de noviembre de 2025,
Memoria Litúrgica de san Carlos Borromeo.
Víctor Manuel Card. Fernández
Prefecto
Mons. Armando Matteo
Secretario para la Sección Doctrinal
Leo PP. XIV
7 de octubre de 2025
Fuente: Vatican. Va.




