28 de noviembre 2025. “La fe que nos une tiene raíces
lejanas” Discurso Papa León XIV, Catedral del Espíritu Santo, (Estambul) Encuentro
de oración.
Excelencias Reverendísimas,
queridos sacerdotes, religiosas y religiosos,
agentes de pastoral, hermanos y hermanas todos:
Es una gran alegría encontrarme aquí en medio de ustedes.
Agradezco al Señor que me concede, en mi primer viaje apostólico, visitar esta
“tierra sagrada” que es Türkiye, en la cual la historia de Israel encuentra el
cristianismo naciente; el Antiguo y el Nuevo Testamento se abrazan, y se
escriben las páginas de numerosos Concilios.
La fe que nos une tiene raíces lejanas. En efecto,
obediente a la llamada de Dios, nuestro padre Abraham se pone en camino desde
Ur de los caldeos y después, desde la región de Jarán al sur de la actual
Türkiye, Abraham partió hacia la Tierra prometida (cf. Génesis 12,1). En
la plenitud de los tiempos, después de la muerte y resurrección de Jesús,
también sus discípulos se dirigieron hacia Anatolia y Antioquía —donde
posteriormente fue obispo san Ignacio— y fueron llamados “cristianos” por
primera vez (cf. Hechos 11, 26).
Desde esa ciudad, san Pablo inició algunos de sus viajes
apostólicos, fundando muchas comunidades. Y es precisamente en la costa de la
península de Anatolia, en Éfeso, donde, según algunas fuentes antiguas, habría
residido y fallecido el evangelista Juan, discípulo amado del Señor (cf. S.
Ireneo, Contra los herejes, III, 3, 4; Eusebio de Cesarea, Historia
Eclesiástica V, 24, 3).
Además, recordamos con admiración el gran pasado bizantino,
el impulso misionero de la Iglesia de Constantinopla y la difusión del
cristianismo en todo el Levante. Aún hoy, en Türkiye viven numerosas
comunidades cristianas de rito oriental, como armenios, sirios y caldeos, así
como las de rito latino. El Patriarcado Ecuménico sigue siendo un punto de
referencia tanto para sus fieles griegos como para los que pertenecen a otras
denominaciones ortodoxas.
Queridos hermanos, también ustedes han sido engendrados de
la riqueza de esta larga historia. Hoy son ustedes la comunidad llamada a
cultivar la semilla de la fe que, desde Abraham, los Apóstoles y los Padres de
la Iglesia, nos ha sido transmitida. La historia que nos antecede no es
simplemente para recordar y después archivar en un pasado glorioso, mientras
observamos resignados cómo la Iglesia católica se ha reducido numéricamente. Al
contrario, estamos invitados a adoptar la mirada evangélica, iluminada por el
Espíritu Santo.
Y cuando miramos con los ojos de Dios, descubrimos que Él ha
escogido el camino de la pequeñez para descender en medio de nosotros. Este es
el estilo del Señor que todos estamos llamados a testimoniar; los profetas
anunciaron la promesa de Dios acerca de un pequeño germen que brotará (cf.
Isaías 11,1), y Jesús elogia a los pequeños que confían en Él (cf. Marcos
10,13-16), afirmando que el Reino de Dios no se impone llamando la atención
(cf. Lucas 17,20-21), sino que se desarrolla como la más pequeña de todas las
semillas plantadas en la tierra (cf. Marcos 4,31).
Esta lógica de la pequeñez es la verdadera fuerza de la
Iglesia. En efecto, esta fuerza no reside ni en sus recursos ni en sus
estructuras, ni los frutos de su misión derivan del consenso numérico, de la
potencia económica o de la relevancia social. La Iglesia, al contrario, vive
de la luz del Cordero y, reunida en torno a Él, es impulsada por el poder del
Espíritu Santo en los caminos del mundo.
En esta misión, la Iglesia está
llamada a confiar constantemente en la promesa del Señor: «No temas, pequeño
Rebaño, porque el Padre de ustedes ha querido darles el Reino» (Lucas 12,32).
Al respecto, recordemos estas palabras del Papa Francisco: «En una comunidad
cristiana donde los fieles, los sacerdotes, los obispos, no toman este camino
de la pequeñez, no hay futuro, […] el Reino de Dios brota en lo pequeño,
siempre en lo pequeño» (Homilía en Santa Marta, 3 diciembre 2019).
La Iglesia que vive en Türkiye es una pequeña comunidad que,
no obstante, permanece fecunda como semilla y levadura del Reino. Por eso, los
animo a cultivar una actitud espiritual de esperanza confiada, fundada en la fe
y en la unión con Dios. Es necesario, ciertamente, dar testimonio del
Evangelio con alegría y mirar hacia el futuro con esperanza. Algunos rasgos
de esta esperanza ya están presentes, pidamos entonces al Señor que los sepamos
reconocer y cultivar; otros, quizá, tengan que ser expresados por nosotros de
manera creativa, perseverando en la fe y en el testimonio.
Entre los signos prometedores más hermosos, me vienen a la
mente los muchos jóvenes que tocan a las puertas de la Iglesia católica,
trayendo consigo sus preguntas y sus inquietudes. A tal propósito, los exhorto
a continuar con el riguroso trabajo pastoral que llevan a cabo. Del mismo modo,
los invito a escuchar y acompañar a los jóvenes y también a atender aquellas
áreas en las cuales la Iglesia en Türkiye está llamada a trabajar, de modo
particular: el diálogo ecuménico e interreligioso, la transmisión de la fe a la
población local, y el servicio pastoral a los migrantes y refugiados.
Este último aspecto amerita una reflexión. La presencia tan
significativa de los migrantes y refugiados en este país, en efecto, supone
para la Iglesia el desafío de acoger y servir a aquellos que se encuentran
entre los más vulnerables. Al mismo tiempo, esta Iglesia está formada por
extranjeros y, de hecho, muchos de ustedes —sacerdotes, religiosas, agentes de
pastoral— proceden de otras tierras; esto requiere de su parte un compromiso
especial con la inculturación; que la lengua, los usos y las costumbres de
Türkiye se conviertan cada vez más en los suyos. La comunicación del
Evangelio pasa, de hecho, por esta inculturación.
No quiero olvidar, además, que en esta tierra se
celebraron los primeros ocho concilios ecuménicos. Este año se cumple el
1700 aniversario del Primer Concilio de Nicea, «cimiento en el camino de la
Iglesia y de la humanidad entera» (Francisco, Discurso a la Comisión Teológica
Internacional, 28 noviembre 2024), un acontecimiento siempre actual que nos
plantea algunos retos que me gustaría mencionar.
El primero se trata de la importancia de acoger la
esencia de la fe y del ser cristianos. En torno al Símbolo de la fe, la
Iglesia de Nicea encontró la unidad (cf. Spes non confundit. Bula de
convocación del Jubileo Ordinario del Año 2025, n. 17). Por lo tanto, no se
trata sólo de una fórmula doctrinal, sino de la invitación a buscar siempre,
incluso dentro de las distintas percepciones, espiritualidades y culturas, la
unidad y la esencialidad de la fe cristiana entorno a la centralidad de Cristo
y a la Tradición de la Iglesia.
Nicea nos invita, aún hoy, a reflexionar sobre esto:
¿quién es Jesús para nosotros?, ¿qué significa, en su núcleo esencial, ser
cristianos? El Símbolo de la fe, profesado de modo unánime y común, se
vuelve de esta manera criterio para discernir, brújula orientadora, eje sobre
el cual deben girar nuestro creer y nuestro actuar. A propósito del nexo entre
la fe y las obras, quiero agradecer a las organizaciones internacionales, de
modo especial a Caritas Internationalis y a Kirche in Not, por el apoyo a las
actividades caritativas de la Iglesia y, sobre todo, por la ayuda prestada a
las víctimas del terremoto de 2023.
El segundo desafío consiste en la urgencia de redescubrir
en Cristo el rostro de Dios Padre. Nicea afirma la divinidad de Jesús y su
igualdad con el Padre. En Jesús, nosotros encontramos el verdadero rostro
de Dios y su palabra acerca de la humanidad y de la historia. Esta verdad pone
constantemente en crisis nuestras representaciones de Dios cuando no
corresponden a lo que Jesús nos ha revelado y nos invita a un constante
discernimiento crítico sobre las formas de nuestra fe, de nuestra oración, de
nuestra vida pastoral y, en general, de nuestra espiritualidad.
Hay, sin embargo, otro desafío, que definiría como un
“regreso del arrianismo”, presente en la cultura actual y a veces hasta en
los propios creyentes, cuando se ve a Jesús con admiración humana, incluso
aún con espíritu religioso, pero sin considerarlo realmente como el Dios vivo y
verdadero presente entre nosotros. Su ser Dios, Señor de la historia, viene
de esta manera oscurecido y nos limitamos a considerarlo un personaje
histórico, un maestro sabio, un profeta que ha luchado por la justicia, pero
nada más. Nicea nos lo recuerda: Cristo Jesús no es un personaje del pasado,
es el Hijo de Dios presente entre nosotros que guía la historia hacia el
futuro que Dios nos ha prometido.
Por último, el tercer desafío, la mediación de la fe y el
desarrollo de la doctrina. En un contexto cultural completo, el Símbolo de
Nicea logró mediar la esencia de la fe a través de las categorías culturales y
filosóficas de la época. No obstante, pocos decenios después, en el primer
Concilio de Constantinopla, vemos que se profundizó y amplió, y precisamente
gracias a esa profundización de la doctrina se llegó a una nueva fórmula: el
Símbolo Niceno-Constantinopolitano, que comúnmente profesamos en nuestras
celebraciones dominicales.
En esto aprendemos una gran lección. Siempre es necesario
mediar la fe cristiana en los lenguajes y categorías del contexto en el que
vivimos, como lo hicieron los Padres en Nicea y en los otros concilios. Al
mismo tiempo, debemos distinguir el núcleo de la fe de las fórmulas y formas
históricas que lo expresan, las cuales siempre son parciales y provisorias, y
pueden cambiar a medida que profundizamos en la doctrina. Recordemos que el
nuevo Doctor de la Iglesia, san John Henry Newman, insiste en el desarrollo de
la doctrina cristiana, porque no es una idea abstracta y estática, sino que
refleja el misterio mismo de Cristo. Se trata, por tanto, del desarrollo
interno de un organismo vivo, que saca a la luz y explica mejor el núcleo
fundamental de la fe.
Queridos hermanos, antes de saludarlos, quisiera recordarles
la figura, para ustedes tan querida, de san Juan XXIII, que ha amado y servido
a este pueblo, afirmando: “Me gusta repetir lo que siento en el corazón: Yo amo
a los turcos, aprecio las cualidades naturales de este pueblo” (cf. Diario del
alma, 234). Y observando desde la ventana de la casa de los jesuitas a los
pescadores del Bósforo, trabajando entre las barcas y las redes, escribió: «El
espectáculo me emociona. La otra noche, hacia la una, llovía a cántaros, pero
los pescadores estaban allí, impávidos en su ruda tarea […] Imitar a los
pescadores del Bósforo, trabajar día y noche con las lámparas encendidas, cada
uno en su propia barca, a las órdenes de los jefes espirituales: ese es nuestro
grave y santo deber» (Diario del alma, 235).
Deseo que sean animados por esta pasión, que conserven la
alegría de la fe, trabajando como pescadores intrépidos en la barca del Señor.
Que María Santísima, la Theotokos, interceda por ustedes y los cuide. Gracias.
Fuente e Imagen de Vatican. Va.
