22 de enero 2023. La Palabra es para todos. Homilía Papá Francisco, Basílica de san Pedro, Tercer domingo del tiempo ordinario, Ciclo “A”. Jesús abandona la vida tranquila y oculta de Nazaret y se traslada a Cafarnaún, ciudad situada a orillas del mar de Galilea, lugar de paso, encrucijada de pueblos y culturas diferentes. La urgencia que lo impulsa es el anuncio de la Palabra de Dios, que debe ser llevada a todos. De hecho, vemos en el Evangelio que el Señor invita a todos a la conversión y llama a los primeros discípulos para que transmitan también a los demás la luz de la Palabra (cf. Mateo 4,12-23). Captemos este dinamismo, que nos ayuda a vivir el Domingo de la Palabra de Dios: la Palabra es para todos, la Palabra llama a la conversión, la Palabra hace anunciadores.
La Palabra de Dios es para todos. El Evangelio nos
presenta a Jesús siempre en movimiento, en camino hacia los demás. En
ninguna ocasión de su vida pública nos da la idea de que sea un maestro
estático, un doctor sentado en una cátedra; al contrario, lo vemos como
itinerante, lo vemos peregrino, recorriendo pueblos y aldeas, encontrando
rostros e historias. Sus pies son los del mensajero que anuncia la buena nueva
del amor de Dios (cf. Isaías 52,7-8).
En la Galilea de las naciones, en el camino del mar, más
allá del Jordán, donde Jesús fue a predicar, se hallaba —señala el texto— un
pueblo sumido en las tinieblas: extranjeros, paganos, mujeres y hombres de
diversas regiones y culturas (cf. Mateo 4,15-16). Ahora ellos también pueden
ver la luz. Y así Jesús “ensancha las fronteras”: la Palabra de Dios, que
sana y levanta, no está destinada sólo a los justos de Israel, sino a todos;
quiere llegar a los lejanos, quiere sanar a los enfermos, quiere salvar a los
pecadores, quiere reunir a las ovejas perdidas y levantar a los que tienen el
corazón cansado y agobiado. Jesús, en definitiva, “va más allá” para decirnos
que la misericordia de Dios es para todos.
No nos olvidemos de esto: la misericordia de Dios es para
todos y cada uno de nosotros. “La misericordia de Dios es para mí”, esto
puede decírselo cada uno cada uno a sí mismo.
Este aspecto también es fundamental para nosotros. Nos
recuerda que la Palabra es un don dirigido a cada uno y que, por tanto, nunca
podemos restringirle el campo de acción, porque ella, más allá de todos
nuestros cálculos, brota de manera espontánea, inesperada e imprevisible (cf.
Mc 4,26-28), en los modos y tiempos que el Espíritu Santo conoce. Y si la
salvación está destinada a todos, incluso a los más lejanos y perdidos,
entonces el anuncio de la Palabra debe convertirse en la principal urgencia de
la comunidad eclesial, como lo fue para Jesús.
Que no nos suceda profesar la fe en un Dios de corazón
ancho y ser una Iglesia de corazón estrecho ―me atrevo a decir que ésta
sería una maldición―; predicar la salvación para todos y hacer impracticable el
camino para recibirla; que no nos pase sabernos llamados a llevar el anuncio
del Reino y descuidar la Palabra, distrayéndonos en tantas actividades
secundarias, o tantas discusiones secundarias. Aprendamos de Jesús a poner
la Palabra en el centro, a ensanchar nuestras fronteras, a abrirnos a las
personas, a generar experiencias de encuentro con el Señor, sabiendo que la
Palabra de Dios «no se cristaliza en fórmulas abstractas y estáticas, sino que
conoce una historia dinámica hecha de personas y de acontecimientos, de
palabras y de acciones, de progresos y tensiones».
Pasemos ahora al segundo aspecto. La Palabra de Dios, que
se dirige a todos, llama a la conversión. Jesús, en efecto, repite en su
predicación: «Conviértanse, porque el Reino de los Cielos está cerca» (Mateo
4,17). Esto significa que la cercanía de Dios no es neutra, su presencia no
deja las cosas como están, no preserva la vida tranquila. Al contrario, su
Palabra nos sacude, nos inquieta, nos apremia al cambio, a la conversión; nos
pone en crisis porque «es viva y eficaz, y más cortante que cualquier espada de
doble filo […] y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón» (Hebreos
4,12).
Y así, como una espada, la Palabra penetra en la vida,
haciéndonos discernir los sentimientos y pensamientos del corazón, es decir,
haciéndonos ver cuál es la luz del bien a la que hay que dar cabida y dónde en
cambio se adensan las tinieblas de los vicios y pecados que hay que combatir. La
Palabra, cuando entra en nosotros, transforma nuestro corazón y nuestra
mente; nos cambia, nos lleva a orientar nuestra vida hacia el Señor.
Esta es la invitación de Jesús: Dios se ha hecho cercano a
ti, así que toma conciencia de su presencia, hazle lugar a su Palabra y
cambiarás la perspectiva de tu vida. Quisiera decirlo también de este modo: pon
tu vida bajo la Palabra de Dios. Este es el camino que nos muestra la Iglesia;
todos, incluso los pastores de la Iglesia, estamos bajo la autoridad de la
Palabra de Dios. No bajo nuestros propios gustos, tendencias y preferencias,
sino bajo la única Palabra de Dios que nos moldea, nos convierte y nos pide
estar unidos en la única Iglesia de Cristo. Así pues, hermanos y hermanas,
podemos preguntarnos: ¿dónde encuentra dirección mi vida, de dónde saca su
orientación?, ¿de las muchas palabras que oigo, de las ideologías, o de la
Palabra de Dios que me guía y purifica? Y, ¿cuáles son los aspectos en mí que
requieren cambio y conversión?
Por último —el tercer pasaje—, la Palabra de Dios, que se
dirige a todos y llama a la conversión, hace anunciadores. En efecto, Jesús
pasó por la orilla del mar de Galilea y llamó a Simón y Andrés, dos hermanos
que eran pescadores. Los invitó con su Palabra a seguirlo, diciéndoles que los
haría «pescadores de hombres» (Mt 4,19). Ya no sólo expertos en barcas, redes y
peces, sino expertos en buscar a los demás.
Y así como para la navegación y la pesca habían aprendido a
alejarse de la orilla y a echar las redes mar adentro, del mismo modo se
convertirán en apóstoles capaces de navegar por el mar abierto del mundo, de
salir al encuentro de sus hermanos y de proclamar la alegría del Evangelio. Este
es el dinamismo de la Palabra: nos atrae hacia la “red” del amor del Padre y
nos convierte en apóstoles que sienten el deseo irreprimible de hacer subir
a la barca del Reino a todos los que encuentran. Y esto no es proselitismo,
porque quien llama es la Palabra de Dios, no nuestra palabra.
Por eso, consideremos que también hoy a nosotros se dirige
la invitación a ser pescadores de hombres; sintámonos llamados por Jesús mismo
a anunciar su Palabra, a testimoniarla en las situaciones de cada día, a
vivirla en la justicia y la caridad, llamados a “darle carne” acariciando la
carne de los que sufren. Esta es nuestra misión: convertirnos en buscadores
del que está perdido, de quien se siente oprimido y desanimado, no para
llevarles a nosotros mismos, sino el consuelo de la Palabra, el anuncio
impetuoso de Dios que transforma la vida, para llevar la alegría de saber que
Él es Padre y se dirige a cada uno, llevar la belleza de decir: “¡Hermano,
hermana, Dios se ha hecho cercano a ti, escúchalo y en su Palabra encontrarás
un don maravilloso!”.
Hermano y hermana, quisiera concluir invitando simplemente a
agradecer a quienes dedican sus esfuerzos para que la Palabra de Dios vuelva a
estar en el centro, sea compartida y proclamada. Gracias a quienes la estudian
y profundizan en su riqueza; gracias a los agentes pastorales y a todos los
cristianos comprometidos en la escucha y difusión de la Palabra, especialmente
a los lectores y catequistas: hoy confiero estos ministerios a algunos de
ellos.
Gracias a quienes han aceptado las numerosas invitaciones
que he hecho para que lleven el Evangelio consigo a todas partes, para leerlo
cada día. Y, por último, un agradecimiento especial a los diáconos y a los
presbíteros: gracias, queridos hermanos, por no dejar que al Pueblo santo de
Dios le falte el alimento de la Palabra; gracias por comprometerse a meditarla,
vivirla y anunciarla; gracias por vuestro servicio y vuestros sacrificios. Que
para todos nosotros sea consuelo y recompensa la dulce alegría de anunciar la
Palabra de salvación. Fuente e Imagen de Vatican. Va. Copyright.