22 de mayo 2024. Catequesis. Papa Francisco. Vicios y virtudes. 19. La humildad. Plaza de san Pedro. Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Concluimos
este ciclo de catequesis deteniéndonos en una virtud que no forma parte de la
lista de las siete virtudes cardinales y teologales, pero que está en la base
de la vida cristiana: esta virtud es la humildad. Ella es la gran antagonista
del más mortal de los vicios, es decir, la soberbia.
Mientras el orgullo y la soberbia hinchan el
corazón humano, haciéndonos aparentar más de lo que somos, la humildad devuelve todo a su justa dimensión: somos criaturas
maravillosas pero limitadas, con virtudes y defectos. La Biblia nos recuerda
desde el principio que somos polvo y al polvo volveremos (cfr. Génesis 3, 19);
«humilde», de hecho, viene de humus, tierra. Sin embargo, a menudo surgen en el
corazón humano delirios de omnipotencia, tan peligrosos que nos hacen mucho
daño.
Para
liberarnos de la soberbia, bastaría muy poco; bastaría contemplar un cielo estrellado para redescubrir la justa
medida, como dice el Salmo: «Cuando contemplo el cielo, obra de tus manos,
la luna y las estrellas que has creado, ¿qué es el hombre para que te acuerdes
de él, el ser humano, para que de él te cuides?» (8, 4-5). La ciencia moderna
nos permite ampliar mucho más el horizonte y sentir aún más el misterio que nos
rodea y nos habita.
¡Bienaventuradas
las personas que guardan en su corazón esta percepción de su propia pequeñez!
Estas personas están a salvo de un vicio feo: la arrogancia. En sus
Bienaventuranzas, Jesús parte precisamente de ellos: «Bienaventurados los
pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos» (Mateo 5, 3). Es
la primera Bienaventuranza porque es la base de las que siguen: de hecho, la
mansedumbre, la misericordia, la pureza de corazón surgen de ese sentimiento
interior de pequeñez. La humildad es la
puerta de entrada de todas las virtudes.
En
las primeras páginas de los Evangelios, la humildad y la pobreza de espíritu
parecen ser la fuente de todo. El anuncio del ángel no tiene lugar a las
puertas de Jerusalén, sino en una remota aldea de Galilea, tan insignificante
que la gente decía: «¿De Nazaret puede salir algo bueno?» (Juan 1, 46). Sin
embargo, desde allí renace el mundo. La heroína elegida no es una pequeña reina
criada entre algodones, sino una muchacha desconocida: María. Ella misma es la
primera en asombrarse cuando el ángel le trae el anuncio de Dios.
Y en su cántico de alabanza, destaca
precisamente este asombro: «Mi alma canta la grandeza del Señor, y mi espíritu
se estremece de gozo en Dios, mi Salvador, porque Él miró con bondad la
pequeñez de su servidora» (Lucas 1, 46-48). Dios -por así decirlo- se siente
atraído por la pequeñez de María, que es sobre todo una pequeñez interior. Y
también lo atrae nuestra pequeñez, cuando la aceptamos.
A partir entonces, María tendrá
cuidado de no pisar el escenario. Su primera decisión tras el anuncio angélico
es ir a ayudar, ir a servir a su prima. María se dirige hacia las montañas de
Judá, para visitar a Isabel: la asistirá en los últimos meses de su embarazo.
Pero, ¿Quién ve este gesto? Nadie salvo Dios. Parece que la Virgen no quiere
salir nunca de este escondimiento. Como cuando, desde la multitud, una voz de
mujer proclama su bienaventuranza: «¡Dichoso el seno que te llevó y los pechos
que te criaron!». (Lucas 11, 27).
Pero Jesús replica inmediatamente:
«Dichosos más bien los que oyen la Palabra de Dios y la guardan» (Lucas 11, 28).
Ni siquiera la verdad más sagrada de su vida -el ser la Madre de Dios- se
convierte en motivo de jactancia ante los demás. En un mundo que es una carrera para aparentar, para demostrarse
superior a los demás, María camina con decisión, solamente con la fuerza de
la gracia de Dios, en dirección contraria.
Podemos
imaginar que ella también conoció momentos difíciles, días en los que su fe
avanzaba en la oscuridad. Pero esto nunca hizo vacilar su humildad, que en
María fue una virtud granítica. Esto quiero subrayarlo: la humildad es una virtud granítica. Pensemos en María: ella
siempre es pequeña, siempre desprendida de sí misma, siempre libre de
ambiciones.
Esta pequeñez suya es su fuerza
invencible: es ella quien permanece a los pies de la cruz mientras se hace
añicos la ilusión de un Mesías triunfante. Será María, en los días que preceden
Pentecostés, quien reúna el rebaño de los discípulos, que no habían sido
capaces de velar ni siquiera una hora con Jesús y le habían abandonado cuando llegó
la tormenta.
Hermanos y
hermanas, la humildad es todo. Es lo que
nos salva del Maligno y del peligro de convertirnos en sus cómplices. Y la
humildad es la fuente de la paz en el mundo y en la Iglesia. Donde no hay humildad hay guerra, hay
discordia, hay división. Dios nos ha dado ejemplo de humildad en Jesús y
María, para que sea nuestra salvación y felicidad. Y la humildad es
precisamente la vía, el camino hacia la salvación. ¡Gracias! Fuente e
Imagen de Vatican. Va