24 de octubre 2024. “DILEXIT NOS” (Nos amó) Es la nueva Carta Encíclica de nuestro querido Papa Francisco. Su tema fundamental es el amor humano y divino del corazón de Jesucristo. El documento contiene 5 capítulos, 220 números. Décimo segundo de su pontificado.
El primer capítulo centra su atención en la
importancia del Corazón. Dice el santo Padre: Más allá de tantos intentos por mostrar o expresar
algo que no somos, en el corazón se
juega todo, allí no cuenta lo que uno muestra por fuera y los
ocultamientos, allí somos nosotros mismos (Numeral 6). Padre, Jairo Yate Ramírez. Arquidiócesis de Ibagué.
El Papa
cree que el mundo puede cambiar desde el corazón. (Numeral 28).
El segundo capítulo, nos pone a pensar en los
gestos y las palabras de amor. Todo el ministerio de Jesucristo está en su demostración de amor por
los demás. “Quiero misericordia y no sacrificios” (Numeral 33-38).
El tercer capítulo, La devoción al corazón de
Cristo no es culto separado de la persona de Jesús de Nazareth: “La imagen del corazón debe referirnos a la totalidad de Jesucristo
en su centro unificador y, simultáneamente, desde ese centro unificador debe
orientarnos a contemplar a Cristo en toda la hermosura y riqueza de su
humanidad y de su divinidad.” (Numeral 55)
El cuarto capítulo, El amor que da de beber. “En el Corazón traspasado de
Cristo se concentran escritas en carne todas las expresiones de amor de las
Escrituras. No es un amor que simplemente se declara, sino que su costado
abierto es manantial de vida para los amados, es aquella fuente que sacia la
sed de su pueblo”. (Numeral 101).
El quinto capítulo, amor por amor. El pedido de Jesús es amor: “Jesús
habla de su sed de ser amado, nos muestra que no es indiferente a su Corazón la
reacción que nosotros tengamos ante su deseo: «Tengo sed, pero una sed tan
ardiente de ser amado de los hombres en el Santísimo Sacramento, que esta sed
me consume; y no hallo nadie que se esfuerce, según mi deseo, en apagármela,
correspondiendo de alguna manera a mi amor». (Numeral 166).
CONCLUSIÓN. Lo expresado en este documento nos permite
descubrir que lo escrito en las encíclicas sociales Laudato si’ y Fratelli Tutti
no es ajeno a nuestro encuentro con el amor de Jesucristo, ya que bebiendo de ese amor nos volvemos capaces
de tejer lazos fraternos, de reconocer la dignidad de cada ser humano y de
cuidar juntos nuestra casa común. aprendamos a caminar juntos hacia un mundo
justo, solidario y fraterno. Eso será hasta que celebremos felizmente unidos el
banquete del Reino celestial. (Numerales 217 y 220).
A CONTINUACIÓN, PODRÁS LEER EL DOCUMENTO.
CARTA
ENCÍCLICA
DILEXIT NOS
“Nos amó”
Papa
Francisco
Sobre el
amor humano y divino del corazón de Jesucristo.
24 de
octubre 2024
1. «Nos
amó», dice san Pablo refiriéndose a Cristo (Romanos 8,37), para ayudarnos a
descubrir que de ese amor nada «podrá separarnos» (Romanos 8,39). Pablo lo
afirmaba con certeza porque Cristo mismo lo había asegurado a sus discípulos: «los he amado» (Juan 15,9.12). También
nos dijo: «los llamo amigos» (Juan 15,15). Su corazón abierto nos precede y nos
espera sin condiciones, sin exigir un requisito previo para poder amarnos y
proponernos su amistad: «nos amó primero» (1 Juan 4,10). Gracias a Jesús
«nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído» en ese amor
(1 Juan 4,16).
LA
IMPORTANCIA DEL CORAZÓN
2. Para expresar el amor de
Jesucristo suele usarse el símbolo del corazón. Algunos se preguntan si hoy
tiene un significado válido. Pero cuando nos asalta la tentación de navegar por
la superficie, de vivir corriendo sin saber finalmente para qué, de convertirnos
en consumistas insaciables y esclavizados por los engranajes de un mercado al
cual no le interesa el sentido de nuestra existencia, necesitamos recuperar la
importancia del corazón.
¿Qué
expresamos cuando decimos “corazón”?
3. En el griego clásico profano el
término kardia significa lo más interior de seres humanos, animales y plantas.
En Homero indica no sólo el centro corporal, sino también el centro anímico y
espiritual del ser humano. En la Ilíada, el pensar y el sentir son del corazón
y están muy próximos entre sí. Allí el
corazón aparece como centro del querer y como lugar en que se fraguan las
decisiones importantes de la persona. En
Platón el corazón adquiere una función en cierto modo “sintetizadora” de lo
racional y lo tendencial de cada uno, pues tanto el mandato de las facultades
superiores como las pasiones se transmiten a través de las venas que confluyen
en el corazón. Así advertimos desde la
antigüedad la importancia de considerar
al ser humano no como una suma de distintas capacidades sino como un mundo
anímico corpóreo con un centro unificador que otorga a todo lo que vive la
persona el trasfondo de un sentido y una orientación.
4. Dice la
Biblia que «la Palabra de Dios es viva y
eficaz […] discierne los pensamientos y las intenciones del corazón»
(Hebreos 4,12). De esta manera nos habla de un núcleo, el corazón, que está
detrás de toda apariencia, aun detrás de pensamientos superficiales que nos
confunden. Los discípulos de Emaús, en su misteriosa caminata con Cristo
resucitado, vivían un momento de angustia, confusión, desesperanza, desilusión.
No obstante, más allá de todo eso y a pesar de todo, algo ocurría en lo más
hondo: «¿No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino?»
(Lucas 24,32).
5. Al mismo tiempo, el corazón es el lugar de
la sinceridad, donde no se puede engañar ni disimular. Suele indicar las
verdaderas intenciones, lo que uno realmente piensa, cree y quiere, los
“secretos” que a nadie dice y, en definitiva, la propia verdad desnuda. Se
trata de aquello que no es apariencia o mentira sino auténtico, real,
enteramente “propio”. Por eso a Sansón, que no contaba el secreto de su fuerza,
Dalila le reclamaba: «¿Cómo puedes decir que me quieres, si tu corazón no está
conmigo?» (Jueces 16,15). Sólo cuando él le contó su secreto tan oculto, ella
«comprendió que él le había abierto todo su corazón» (Jueces 16,18).
6. Esta
verdad de cada persona tantas veces está oculta debajo de mucha hojarasca que
la disimula, y esto hace que se vuelva difícil sentir que uno se conoce a sí
mismo y más aún que conoce a otra persona: «Nada más tortuoso que el corazón humano y no tiene arreglo: ¿quién
puede penetrarlo?» (Jeremías 17,9). Así entendemos por qué el libro de los
Proverbios nos reclama: «Con todo cuidado vigila
tu corazón, porque de él brotan las fuentes de la vida. Aparta de ti las
palabras perversas y aleja de tus labios la maldad» (4,23-24). La pura
apariencia, el disimulo y el engaño dañan y pervierten el corazón. Más allá de
tantos intentos por mostrar o expresar algo que no somos, en el corazón se juega todo, allí no cuenta lo que uno muestra por
fuera y los ocultamientos, allí somos nosotros mismos. Y esa es la base de
cualquier proyecto sólido para nuestra vida, ya que nada que valga la pena se
construye sin el corazón. La apariencia y la mentira sólo ofrecen vacío.
7. Como
metáfora, me permito recordar algo que ya narré en otra oportunidad: «Para
carnaval, cuando éramos niños, la abuela nos hacía galletas, y era una masa muy
liviana, liviana, era liviana esa masa que hacía. Luego la ponía en el aceite y
la masa se inflaba, se inflaba, y cuando la comíamos estaba hueca. Esas
galletas en el dialecto se llamaban “mentiras”. Y era precisamente la abuela
quien nos explicaba la razón de ello: “estas galletas son como las mentiras, parecen grandes, pero no tienen nada dentro,
no hay nada verdadero allí; no hay nada de sustancia”».
8. En lugar
de procurar algunas satisfacciones superficiales y de cumplir un papel frente a
los demás, lo mejor es dejar brotar preguntas decisivas: quién soy realmente,
qué busco, qué sentido quiero que tengan mi vida, mis elecciones o mis
acciones; por qué y para qué estoy en este mundo, cómo querré valorar mi
existencia cuando llegue a su final, qué significado quisiera que tenga todo lo
que vivo, quién quiero ser frente a los demás, quién soy frente a Dios. Estas
preguntas me llevan a mi corazón.
Volver al
corazón
9. En este
mundo líquido es necesario hablar nuevamente del corazón, apuntar hacia allí
donde cada persona, de toda clase y condición, hace su síntesis; allí donde los
seres concretos tienen la fuente y la raíz de todas sus demás potencias,
convicciones, pasiones, elecciones. Pero nos movemos en sociedades de
consumidores seriales que viven al día y dominados por los ritmos y ruidos de
la tecnología, sin mucha paciencia para hacer los procesos que la interioridad
requiere. En la sociedad actual el ser
humano «corre el riesgo de perder su centro, el centro de sí mismo». «El hombre contemporáneo se encuentra a menudo
trastornado, dividido, casi privado de un principio interior que genere unidad
y armonía en su ser y en su obrar. Modelos de comportamiento bastante
difundidos, por desgracia, exasperan su dimensión racional-tecnológica o, al
contrario, su dimensión instintiva». Falta
corazón.
10. Ahora
bien, el problema de la sociedad líquida es actual, pero la desvalorización del
centro íntimo del hombre —el corazón— viene de más lejos: la encontramos ya en
el racionalismo griego y precristiano, en el idealismo postcristiano o en el
materialismo en sus diversas formas. El corazón ha tenido poco lugar en la
antropología y al gran pensamiento filosófico le resulta una noción extraña. Se han preferido otros conceptos como el de
razón, voluntad o libertad. Su significado es impreciso y no se le concedió
un lugar específico en la vida humana. Quizás porque no era fácil colocarlo
entre las ideas “claras y distintas” o por la dificultad que supone el
conocimiento de uno mismo: pareciera que lo más íntimo es también lo más lejano
a nuestro conocimiento.
Tal vez porque el encuentro con el otro no se consolida
como camino para encontrarse a sí mismo, ya que el pensamiento vuelve a
desembocar en un individualismo enfermizo. Muchos se sintieron seguros en el
ámbito más controlable de la inteligencia y de la voluntad para construir sus
sistemas de pensamiento. Por no encontrarle lugar al corazón mismo, distinto de
las potencias y pasiones humanas consideradas aisladamente unas de otras,
tampoco se desarrolló ampliamente la idea de un centro personal donde lo único
que puede unificar todo es, en definitiva, el amor.
11. Si el corazón está devaluado también se
devalúa lo que significa hablar desde el corazón, actuar con corazón, madurar y
cuidar el corazón. Cuando no se aprecia lo específico del corazón perdemos
las respuestas que la sola inteligencia no puede dar, perdemos el encuentro con
los demás, perdemos la poesía. Y nos perdemos la historia y nuestras historias,
porque la verdadera aventura personal es la que se construye desde el corazón. Al
final de la vida contará sólo eso.
12. Hay que
afirmar que tenemos corazón, que nuestro corazón coexiste con los otros
corazones que le ayudan a ser un “tú”. Como no podemos desarrollar ampliamente
este tema, nos valdremos de un personaje de novela, el Stavroguin de
Dostoyevski. Romano Guardini lo muestra
como la encarnación misma del mal, porque su característica principal es no
tener corazón: «Stavroguin, empero, no tiene corazón y, por tanto, su espíritu
es algo frío y sin contenido y su cuerpo se envenena en la inercia y en la
sensualidad bestial. De esta suerte no puede llegar hasta los demás hombres y
ninguno de ellos puede llegar verdaderamente a él porque, en efecto, es el
corazón el que crea las posibilidades de encuentro.
Por el corazón estoy yo al
lado del otro y otro está cerca de mí. Sólo
el corazón puede acoger y dar un hogar. La intimidad es el acto, la esfera del
corazón. Stavroguin empero es una persona distanciada, […] está muy lejos
incluso de sí mismo, pues lo íntimo del hombre está en el corazón y no en el
espíritu. Que la interioridad resida en el espíritu no es propio de lo humano.
Mas cuando el corazón no vive, el hombre
está no en sí mismo sino junto a sí mismo».
13. Necesitamos que todas las acciones se
pongan bajo el “dominio político” del corazón, que la agresividad y los
deseos obsesivos se aquieten en el bien mayor que el corazón les ofrece y en la
fortaleza que tiene contra los males; que la inteligencia y la voluntad se
pongan también a su servicio sintiendo y gustando las verdades más que
queriendo dominarlas como suelen hacer algunas ciencias; que la voluntad desee
el bien mayor que el corazón conoce, y que también la imaginación y los
sentimientos se dejen moderar por el latido del corazón.
14. Se
podría decir que, en último término, yo
soy mi corazón, porque es lo que me distingue, me configura en mi identidad
espiritual y me pone en comunión con las demás personas. El algoritmo en
acto en el mundo digital muestra que nuestros pensamientos y lo que decide la
voluntad son mucho más “estándar” de lo que creíamos. Son fácilmente
predecibles y manipulables. No así el corazón.
15. Se
trata de una palabra importante para la filosofía y la teología, que buscan
alcanzar una síntesis integradora. De hecho, la palabra “corazón” no puede ser
agotada por la biología, por la psicología, por la antropología o por cualquier
ciencia. Es una de esas palabras originarias «que significan realidades que
competen al hombre precisamente en cuanto totalidad (en cuanto persona
corpóreo-espiritual)». Entonces no es
más realista el biólogo cuando habla sobre el corazón, porque sólo ve una
parte, y la totalidad no es menos real sino que lo es aún más. Tampoco un
lenguaje abstracto podría tener el mismo significado concreto y simultáneamente
integrador. Si bien “corazón” nos lleva al centro íntimo de nuestra persona,
también nos permite reconocernos en nuestra integridad y no sólo en algún
aspecto aislado.
16. Por
otra parte, esta fuerza única del corazón nos ayuda a entender por qué se dice
que cuando se capta alguna realidad con el corazón se la puede conocer mejor y
más plenamente. Esto inevitablemente nos lleva al amor del que es capaz ese
corazón, ya que «lo más íntimo de la realidad es amor». Para Heidegger, según la interpretación que
hace de él un pensador actual, la filosofía no comienza con un concepto puro o
una certeza sino con una conmoción: «El pensar tiene que haber sido conmovido
antes de trabajar con conceptos o mientras trabaja con ellos. Sin una emoción
profunda el pensar no puede comenzar. La primera imagen mental sería la piel de
gallina. Lo primero que hace pensar y preguntar es la emoción profunda. La
filosofía siempre sucede en un estado de ánimo fundamental ( Stimmung)». Y aquí
aparece el corazón, que «alberga los estados de ánimo, trabaja como ‘un
custodio del estado de ánimo’. El ‘corazón’
oye de una manera no metafórica ‘la silenciosa voz’ del ser, dejándose
templar y determinar (armonizar y unificar) por ella». [13]
El corazón
que une los fragmentos
17. Al
mismo tiempo, el corazón hace posible cualquier vínculo auténtico, porque una
relación que no se construya con el corazón es incapaz de superar la
fragmentación del individualismo. Sólo se mantendrían en pie dos mónadas que se
juntan pero que no se conectan realmente. Anti-corazón es una sociedad cada vez
más dominada por el narcisismo y la autorreferencia. Finalmente llegamos a la
“pérdida del deseo”, porque el otro desaparece del horizonte y nos encerramos
en nuestra mismidad, sin capacidad de relaciones sanas. Por consiguiente, nos volvemos incapaces de
acoger a Dios. Como diría Heidegger, para
recibir lo divino hay que construir una «casa de huéspedes».
18. Vemos
así cómo se produce en el corazón de cada uno esta paradójica conexión entre la
valoración del propio ser y la apertura a los otros, entre el encuentro tan
personal consigo mismo y la donación de sí a los demás. Sólo se llega a ser uno
mismo cuando se adquiere la capacidad de reconocer al otro, y se encuentra con
el otro quien puede reconocer y aceptar la propia identidad.
19. El corazón también es capaz de unificar y
armonizar tu historia personal, que parece fragmentada en mil pedazos, pero
donde todo puede tener un sentido. Es lo que expresa el Evangelio en la
mirada de María, que miraba con el corazón. Ella era capaz de dialogar con las
experiencias atesoradas ponderándolas en el corazón, dándoles tiempo:
simbolizando y guardando dentro para recordar. En el Evangelio, la mejor
expresión de lo que piensa un corazón son los dos pasajes de san Lucas que nos
dicen que María “atesoraba (syneterei) todas estas cosas, ponderándolas (symballousa)
en su corazón” (cf. Lucas 2,19.51). El verbo symballein (del que proviene
“símbolo”) significa ponderar, reunir dos cosas en la mente y examinarlas con
uno mismo, reflexionando, dialogando interiormente. En Lucas 2,51 dieterei es
“guardaba cuidadosamente”, y lo que ella conservaba no era sólo “la escena” que
veía, sino también lo que no entendía todavía y aun así permanecía presente y
vivo en la espera de unirlo todo en el corazón.
20. En el
tiempo de la inteligencia artificial no podemos olvidar que para salvar lo humano hacen falta la poesía
y el amor. Lo que ningún algoritmo podrá albergar será, por ejemplo, ese
momento de la infancia que se recuerda con ternura y que, aunque pasen los
años, sigue ocurriendo en cada rincón del planeta. Pienso en el uso del tenedor
para sellar los bordes de esas empanadillas caseras que hacemos con nuestras
madres o abuelas. Es ese momento de aprendiz de cocinero, a medio camino entre
el juego y la adultez, donde se asume la responsabilidad del trabajo para
ayudar al otro. Al igual que el tenedor podría nombrar miles de pequeños
detalles que sustentan las biografías de todos: hacer brotar sonrisas con una
broma, calcar un dibujo al contraluz de una ventana, jugar el primer partido de
fútbol con una pelota de trapo, cuidar gusanillos en una caja de zapatos, secar
una flor entre las páginas de un libro, cuidar un pajarillo que se ha caído del
nido, pedir un deseo al deshojar una margarita. Todos esos pequeños detalles,
lo ordinario-extraordinario, nunca podrán estar entre los algoritmos. Porque el
tenedor, las bromas, la ventana, la pelota, la caja de zapatos, el libro, el
pajarillo, la flor... se sustentan en la ternura que se guarda en los recuerdos
del corazón.
21. Ese
núcleo de cada ser humano, su centro más íntimo, no es el núcleo del alma sino
de toda la persona en su identidad única que es anímica y corpórea. Todo se unifica en el corazón, que puede
ser la sede del amor con la totalidad de sus componentes espirituales, anímicos
y también físicos. En definitiva, si allí reina el amor una persona alcanza
su identidad de modo pleno y luminoso, porque cada ser humano ha sido creado
ante todo para el amor, está hecho en sus fibras más íntimas para amar y ser
amado.
22. Por
esta razón, viendo cómo se suceden nuevas guerras, con la complicidad,
tolerancia o indiferencia de otros países, o con meras luchas de poder en torno
a intereses parciales, podemos pensar que la sociedad mundial está perdiendo el
corazón. Bastaría mirar y oír a las ancianas —de las distintas partes en pugna—
cautivas de estos conflictos devastadores. Es desgarrador verlas llorando a sus
nietos asesinados, o escucharlas desear la propia muerte porque se han quedado
sin la casa donde han vivido siempre. Ellas, que muchas veces han sido modelos
de fortaleza y resistencia a lo largo de vidas difíciles y sacrificadas, ahora
que llegan a la última etapa de su existencia no se les ofrece una merecida
paz, sino angustia, miedo e indignación. El
recurso de decir que la culpa es de otros no resuelve este drama vergonzoso.
Ver llorar a las abuelas sin que se nos vuelva intolerable es signo de un mundo
sin corazón.
23. Cuando
cada uno reflexiona, busca, medita sobre su propio ser y su identidad, o
analiza las cuestiones más elevadas; cuando piensa acerca del sentido de su
vida e incluso si busca a Dios, aun cuando experimente el gusto de haber
vislumbrado algo de la verdad, eso necesita encontrar su culminación en el
amor. Amando, la persona siente que sabe por qué y para qué vive. Así todo
confluye en un estado de conexión y de armonía. Por eso, frente al propio
misterio personal, quizás la pregunta más decisiva que cada uno podría hacerse
es: ¿tengo corazón?
El fuego
24. Esto
ofrece consecuencias para la espiritualidad. Por ejemplo, la teología de los
Ejercicios espirituales de san Ignacio de Loyola tiene por principio el
affectus. Lo discursivo se construye
sobre un querer fundamental —con toda la fuerza del corazón— que da
potencia y recursos a la tarea de reorganizar la vida. Las reglas y
composiciones de lugar que implementa Ignacio obran en función de un
“fundamento” distinto de ellas, lo desconocido del corazón. Michel de Certeau
hace ver cómo las “mociones” de las que habla san Ignacio son las irrupciones
de un querer de Dios y de un querer del propio corazón que permanece otro en
relación con el orden manifiesto. Algo inesperado se pone a hablar en el
corazón de la persona, algo que nace de lo incognoscible, remueve la superficie
de lo conocido y lo conflictúa. Es el origen de un nuevo “ordenamiento de la
vida” a partir del corazón. No se trata de discursos racionales que habría que
llevar a la práctica, haciéndolos pasar a la vida, de modo que la afectividad y
la práctica serían simplemente consecuencias —en dependencia— de conocimientos
asegurados.
25. Allí
donde el filósofo detiene su pensamiento, el corazón creyente ama, adora, pide
perdón y se ofrece a servir en el lugar que el Señor le da a elegir para que lo
siga. Entonces entiende que es el tú de Dios, y que puede ser un yo porque Dios
es un tú para él. El hecho es que sólo el Señor nos ofrece tratarnos como un tú
siempre y para siempre. Aceptar su
amistad es cuestión de corazón y eso nos constituye como personas en el sentido
pleno de la palabra.
26. San
Buenaventura decía que al fin de cuentas hay que preguntarle «no a la luz, sino
al fuego». Y enseñaba que «la fe está en
el intelecto, de modo que provoca el afecto. Por ejemplo: conocer que Cristo ha
muerto por nosotros no se queda en conocimiento, sino que necesariamente se
convierte en afecto, en amor». En esta
línea, san John Henry Newman tomó como lema la frase « Cor ad cor loquitur»,
porque más allá de toda dialéctica, el Señor nos salva hablando a nuestro
corazón desde su Corazón sagrado. Esta misma lógica hacía que para él, gran
pensador, el lugar del encuentro más hondo consigo mismo y con el Señor no
fuera la lectura o la reflexión, sino el diálogo orante, de corazón a corazón,
con Cristo vivo y presente.
Por eso Newman encontraba en la
Eucaristía el Corazón de Jesucristo vivo, capaz de liberar, de dar sentido a
cada momento y de derramar la verdadera paz al ser humano: «Sacratísimo y muy
amado Corazón de Jesús, estás oculto en la Santa Eucaristía y sufres aún por
nosotros. […] Te venero, pues, con todo mi mejor amor y reverencia, con mi
ferviente afecto, con mi mayor sumisión y la más resuelta voluntad. Dios mío,
cuando condesciendes a sufrir que te reciba, te coma y te beba, y por un
momento estableces tu morada en mí, haz que mi corazón lata con el tuyo. Purifícalo de todo lo que es terrenal, de
todo lo que es orgullo y sensualidad, de todo lo que es duro y cruel, de toda
perversidad, de todo desorden, de toda mortandad. Llénalo tanto de ti, que
ni los acontecimientos del momento ni las circunstancias de la época tengan
poder de alterarlo, sino que en tu amor y en tu temor pueda hallarse en paz».
27. Ante el
Corazón de Jesús vivo y presente nuestra mente comprende, iluminada por el
Espíritu, las palabras de Jesús. Así nuestra voluntad se pone en marcha para
practicarlas. Pero esto podría quedarse en una forma de moralismo
autosuficiente. Sentir y gustar al Señor y honrarlo es cosa del corazón. Únicamente el corazón es capaz de poner a
las demás potencias y pasiones y a toda nuestra persona en actitud de
reverencia y de obediencia amorosa al Señor.
El mundo
puede cambiar desde el corazón
28.
Nuestras comunidades sólo desde el corazón lograrán unir sus inteligencias y
voluntades diversas y pacificarlas para que el Espíritu nos guíe como red de
hermanos, ya que pacificar también es tarea del corazón. El Corazón de Cristo
es éxtasis, es salida, es donación, es encuentro. En él nos volvemos capaces de
relacionarnos de un modo sano y feliz, y de construir en este mundo el Reino de
amor y de justicia. Nuestro corazón
unido al de Cristo es capaz de este milagro social.
29. Tomar en serio el corazón tiene
consecuencias sociales. Como enseña el Concilio Vaticano II, «tenemos todos
que cambiar nuestros corazones, con los ojos puestos en el orbe entero y en
aquellos trabajos que todos juntos podemos llevar a cabo para que nuestra
generación mejore». [ Porque «los desequilibrios que fatigan al mundo moderno
están conectados con ese otro desequilibrio fundamental que hunde sus raíces en
el corazón humano». Ante los dramas del
mundo, el Concilio invita a volver al corazón, explicando que el ser humano
«por su interioridad es, en efecto, superior al universo entero; a esta
profunda interioridad retorna cuando entra dentro de su corazón, donde Dios le
aguarda, escrutador de los corazones (cf. 1 Samuel 16,7; eremíasr 17,10), y
donde él personalmente, bajo la mirada de Dios, decide su propio destino».
30. Esto no
significa confiar excesivamente en nosotros mismos. Tengamos cuidado:
advirtamos que nuestro corazón no es
autosuficiente; es frágil y está herido. Tiene una dignidad ontológica, pero al
mismo tiempo debe buscar una vida más digna. Dice también el Concilio Vaticano II que «el
fermento evangélico ha despertado y despierta en el corazón del hombre esta
irrefrenable exigencia de la dignidad», aunque para vivir conforme a esa dignidad no
nos basta conocer el Evangelio ni cumplir mecánicamente lo que nos manda.
Necesitamos el auxilio del amor divino. Acudamos al Corazón de Cristo, ese
centro de su ser, que es un horno ardiente de amor divino y humano y es la
mayor plenitud que puede alcanzar lo humano. Allí, en ese Corazón es donde nos
reconocemos finalmente a nosotros mismos y aprendemos a amar.
31. En
definitiva, este Corazón sagrado es el principio unificador de la realidad,
porque «Cristo es el corazón del mundo; su Pascua de muerte y resurrección es
el centro de la historia, que gracias a él es historia de salvación». Todas las criaturas «avanzan, junto con
nosotros y a través de nosotros, hacia el término común, que es Dios, en una
plenitud trascendente donde Cristo resucitado abraza e ilumina todo». Ante el Corazón de Cristo, pido al Señor que
una vez más tenga compasión de esta tierra herida, que él quiso habitar como
uno de nosotros. Que derrame los tesoros de su luz y de su amor, para que
nuestro mundo que sobrevive entre las guerras, los desequilibrios
socioeconómicos, el consumismo y el uso antihumano de la tecnología, pueda
recuperar lo más importante y necesario: el corazón.
GESTOS Y
PALABRAS DE AMOR
32. El
Corazón de Cristo, que simboliza su centro personal, desde donde brota su amor
por nosotros, es el núcleo viviente del primer anuncio. Allí está el origen de
nuestra fe, el manantial que mantiene vivas las convicciones cristianas.
Gestos que
reflejan el corazón
33. Cómo nos ama Cristo es algo que él no quiso
explicarnos demasiado. Lo mostró en sus gestos. Viéndolo actuar podemos
descubrir cómo nos trata a cada uno de nosotros, aunque nos cueste percibirlo.
Vayamos entonces a mirar allí donde nuestra fe puede llegar a reconocerle: en
el Evangelio.
34. Dice el
Evangelio que Jesús «vino a los suyos» (Juan 1,11). Los suyos somos nosotros,
porque él no nos trata como a algo extraño. Nos considera algo propio, algo que él guarda con cuidado, con cariño.
Nos trata como suyos. No significa que seamos sus esclavos, y él mismo lo
niega: «Ya no los llamo servidores» (Juan 15,15). Lo que él propone es la
pertenencia mutua de los amigos. Vino, saltó todas las distancias, se nos
volvió cercano como las cosas más simples y cotidianas de la existencia. De
hecho, él tiene otro nombre, que es “Emanuel” y significa “Dios con nosotros”,
Dios junto a nuestra vida, viviendo entre nosotros. El Hijo de Dios se encarnó
y «se anonadó a sí mismo, tomando la condición de esclavo» (Filipenses 2,7).
35. Esto se
manifiesta cuando le vemos actuar. Está siempre en búsqueda, cercano,
constantemente abierto al encuentro. Lo contemplamos cuando se detiene a
conversar con la samaritana junto al pozo donde ella iba a buscar el agua (cf.
Juan 4,5-7). Vemos cómo, en medio de la noche oscura, se reúne con Nicodemo,
que tenía temor de dejarse ver cerca de Jesús (cf. Juan 3,1-2). Lo admiramos
cuando sin pudor se deja lavar los pies por una prostituta (cf. Lucas 7,36-50);
cuando a la mujer adúltera le dice a los ojos: “No te condeno” (cf. Juan 8,11);
o cuando enfrenta la indiferencia de sus discípulos y al ciego del camino le
dice con cariño: «¿Qué quieres que haga por ti?» (Marcos 10,51). Cristo muestra que Dios es proximidad,
compasión y ternura.
36. Si él
curaba a alguien, prefería acercarse: «Jesús extendió la mano y lo tocó» (Mateo
8,3), «le tocó la mano» (Mateo 8,15), «les tocó los ojos» ( Mateo 9,29). Y
hasta se detenía a curar a los enfermos con su propia saliva (cf. Marcos 7,33),
como una madre, para que no lo sintieran ajeno a sus vidas. Porque «el Señor
sabe la bella ciencia de las caricias. La ternura de Dios no nos ama de
palabra; Él se aproxima y estándonos cerca nos da su amor con toda la ternura
posible».
37. Dado
que nos cuesta confiar, porque nos lastimaron tantas falsedades, agresiones y
desilusiones, él nos susurra al oído: «Ten confianza, hijo» (Mateo 9,2); «ten
confianza, hija» (Mateo 9,22). Se trata de superar el miedo y darnos cuenta de
que con él no tenemos nada que perder. A Pedro, que desconfiaba, «Jesús le
tendió la mano y lo sostuvo, mientras le decía: […] “¿Por qué dudaste?”» (Mateo
14,31). No temas. Deja que él se acerque, que se siente a tu lado. Podremos
dudar de muchas personas, pero no de él. Y no te detengas por tus pecados.
Recuerda que muchos pecadores «se sentaron a comer con él» (Mateo 9,10) y Jesús
no se escandalizaba de ninguno. Los elitistas de la religión se quejaban y lo
trataban de «un glotón y un borracho, amigo de publicanos y de pecadores»
(Mateo 11,19). Cuando los fariseos criticaban esta cercanía suya a las personas
consideradas de baja condición o pecadoras, Jesús les decía: «Quiero misericordia y no sacrificios»
(Mateo 9,13).
38. Ese
mismo Jesús hoy espera que le des la posibilidad de iluminar tu existencia, de
levantarte, de llenarte con su fuerza. Porque antes de morir, dijo a los
discípulos: «No los dejaré huérfanos, volveré a ustedes. Dentro de poco el
mundo ya no me verá, pero ustedes sí me verán» (Juan 14,18-19). Siempre
encuentra alguna manera para manifestarse en tu vida, para que puedas
encontrarte con él.
La mirada
39. Cuenta
el Evangelio que un rico se acercó a él, lleno de ideales, pero sin fuerzas
para cambiar de vida. Entonces «Jesús lo miró con amor» (Marcos 10,21). ¿Puedes
imaginarte ese instante, ese encuentro entre los ojos de este hombre y la
mirada de Jesús? Si te llama, si te convoca a una misión, primero te mira,
penetra lo más íntimo de tu ser, percibe y conoce todo lo que hay en ti,
deposita en ti su mirada: «Mientras caminaba a orillas del mar de Galilea,
Jesús vio a dos hermanos […]. Continuando su camino, vio a otros dos hermanos»
(Mateo 4,18.21).
40. Muchos textos del Evangelio nos muestran a
Jesús que presta toda su atención a las personas, a sus inquietudes, a sus
sufrimientos. Por ejemplo: «Al ver a la multitud, tuvo compasión, porque estaban
fatigados y abatidos» (Mateo 9,36). Cuando nos parece que todos nos ignoran,
que a nadie le interesa lo que nos pasa, que no tenemos importancia para nadie,
él nos está prestando atención. Así se lo hizo notar a Natanael, que estaba
solitario y ensimismado: «Yo te vi antes que Felipe te llamara, cuando estabas
debajo de la higuera» (Juan 1,48).
41.
Precisamente porque está atento a nosotros, él es capaz de reconocer cada buena
intención que tengas, cada pequeño acto bueno que realices. Cuenta el Evangelio
que vio «a una viuda de condición muy humilde, que ponía [en el tesoro del
templo] dos pequeñas monedas de cobre» (Lucas 21,2) e inmediatamente se lo hizo
notar a sus apóstoles. Jesús presta atención de tal modo que se admira por las
cosas buenas que reconoce en nosotros. Cuando el centurión le rogaba con total
confianza, «al oírlo, Jesús quedó admirado» (Mateo 8,10). Qué hermoso es saber
que si los demás ignoran nuestras buenas intenciones o las cosas positivas que
podamos hacer, a Jesús no se le escapan, y hasta se admira.
42. Él,
como ser humano, había aprendido esto de María, su madre. La que contemplaba
todo con cuidado y “lo guardaba en su corazón” (cf. Lucas 2,19.51), le enseñó
desde pequeño, junto con san José, a prestar atención.
Las
palabras
43. Aunque
en las Escrituras tenemos su Palabra siempre viva y actual, a veces Jesús nos
habla interiormente y nos llama para llevarnos al mejor lugar. Ese mejor lugar
es su propio corazón. Nos llama para hacernos entrar allí donde podemos
recuperar las fuerzas y la paz: «Vengan a mí todos los que están cansados y agobiados,
y yo los aliviaré» (Mateo 11,28). Por eso pidió a sus discípulos: «Permanezcan
en mí» (Juan 15,4).
44. Las
palabras que Jesús decía indicaban que su santidad no eliminaba los
sentimientos. En algunas ocasiones mostraban un amor apasionado, que sufre por
nosotros, se conmueve, se lamenta, y llega hasta las lágrimas. Es evidente que
no le dejaban indiferente las preocupaciones y angustias comunes de las
personas, como el cansancio o el hambre: «Me da pena esta multitud, […] no
tienen qué comer […], van a desfallecer en el camino, y algunos han venido de
lejos» (Marcos 8,2-3).
45. El Evangelio no oculta los sentimientos de
Jesús hacia Jerusalén, la ciudad amada: «Cuando estuvo cerca y vio la
ciudad, se puso a llorar por ella» (Lucas 19,41) y expresó su mayor anhelo:
«¡Si tú también hubieras comprendido en este día el mensaje de paz!» (v. 42).
Los evangelistas, si bien a veces lo muestran poderoso o glorioso, no dejan de
manifestar sus sentimientos ante la muerte y el dolor de los amigos. Antes de
contar que frente a la tumba de Lázaro «Jesús lloró» (Juan 11,35), el Evangelio
se detiene a decir que «Jesús quería mucho a Marta, a su hermana y a Lázaro» (Juan
11,5) y que, viendo llorar a María y a los que la acompañaban “se conmovió
interiormente y se turbó” (cf. Juan 11,33).
La narración no deja dudas de que se
trataba de un llanto sincero, que brotaba de una perturbación interior.
Finalmente, tampoco se quiso disimular la angustia de Jesús ante la propia
muerte violenta en manos de los que él tanto amaba: «comenzó a sentir temor y a
angustiarse» (Marcos 14,33), hasta decir: «Mi alma siente una tristeza de
muerte» (Marcos 14,34). Esta conmoción interna se expresa con toda su fuerza en
el grito del Crucificado: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»
(Marcos 15,34).
46. Todo lo
dicho, si se mira superficialmente, puede parecer mero romanticismo religioso.
Sin embargo, es lo más serio y lo más decisivo. Encuentra su máxima expresión
en Cristo clavado en una cruz. Esa es la palabra de amor más elocuente. Esto no
es cáscara, no es puro sentimiento, no es diversión espiritual. Es amor. Por
eso cuando san Pablo buscaba las palabras justas para explicar su relación con
Cristo dijo: «Me amó y se entregó por mí» (Gálatas 2,20). Esa era su mayor
convicción, saberse amado. La entrega de
Cristo en la cruz lo subyugaba, pero sólo tenía sentido porque había algo más
grande todavía que esa entrega: «Me amó». Cuando muchas personas buscaban
en diversas propuestas religiosas su salvación, su bienestar o su seguridad,
Pablo, tocado por el Espíritu, fue capaz de mirar más allá y de maravillarse
por lo más grande y fundamental: «Me amó».
47. Después
de contemplar a Cristo, viendo lo que sus gestos y palabras nos dejan ver de su
corazón, recordemos ahora cómo reflexiona la Iglesia sobre el misterio santo
del Corazón del Señor.
ESTE ES EL
CORAZÓN QUE TANTO AMÓ
48. La devoción al Corazón de Cristo no es el culto a un órgano separado de
la persona de Jesús. Lo que contemplamos y adoramos es a Jesucristo entero,
el Hijo de Dios hecho hombre, representado en una imagen suya donde está
destacado su corazón. En este caso se toma al corazón de carne como imagen o
signo privilegiado del centro más íntimo del Hijo encarnado y de su amor a la
vez divino y humano, porque más que cualquier otro miembro de su cuerpo es
«signo o símbolo natural de su inmensa caridad».
Adoración a
Cristo
49. Es indispensable destacar que nos
relacionamos en la amistad y en la adoración con la persona de Cristo, atraídos
por el amor que se representa en la imagen de su Corazón. Veneramos esa
imagen que lo representa, pero la adoración se dirige sólo a Cristo vivo, en su
divinidad y en toda su humanidad, para dejarnos abrazar por su amor humano y
divino.
50. Más
allá de la imagen que se utilice, es cierto que el Corazón viviente de Cristo
—nunca una imagen— es objeto de adoración, porque es parte de su Cuerpo
santísimo y resucitado, inseparable del Hijo de Dios que lo ha asumido para
siempre. Es adorado «en cuanto es el corazón de la persona del Verbo, al que está
inseparablemente unido». No lo adoramos aisladamente, sino en cuanto
con ese Corazón es el mismo Hijo encarnado quien vive, ama y recibe nuestro
amor. De ahí que cualquier acto de amor o adoración a su Corazón en
realidad «se ofrece propia y verdaderamente al mismo Cristo», [30] pues tal
figura espontáneamente remite a él y es «símbolo e imagen expresiva de la caridad
infinita de Jesucristo».
51. Por
esta razón nadie debería pensar que esta devoción nos pueda separar o distraer
de Jesucristo y de su amor. De modo espontáneo y directo nos orienta a él y
sólo a él, que nos llama a una preciosa amistad hecha de diálogo, afecto,
confianza, adoración. Ese Cristo con el corazón traspasado y ardiente, es el
mismo que nació en Belén por amor, es el que caminaba por Galilea sanando,
acariciando, derramando misericordia, es el que nos amó hasta el fin abriendo
sus brazos en la cruz. En definitiva, es el mismo que ha resucitado y vive
glorioso en medio de nosotros.
La
veneración de su imagen
52. Cabe
indicar que la imagen de Cristo con su corazón, aunque de ninguna manera es
objeto de adoración, no es una entre tantas otras que podríamos elegir. No es
algo inventado en un escritorio o diseñado por un artista, «no es un símbolo
imaginario, es un símbolo real, que representa el centro, la fuente de la que
brotó la salvación para toda la humanidad».
53. Hay una
experiencia humana universal que vuelve única esta imagen. Porque es indudable
que a lo largo de la historia y en diversas partes del mundo el corazón se ha convertido en símbolo de la intimidad más personal y
también de los afectos, las emociones, la capacidad de amar. Fuera de toda
explicación científica, una mano colocada en el corazón de un amigo expresa un
afecto especial; cuando una persona se enamora y está cerca de la persona
amada, los latidos se aceleran; cuando alguien sufre un abandono o un engaño de
parte de una persona amada, siente como una fuerte opresión en el corazón.
Por
otra parte, para expresar que algo es sincero, que brota realmente del centro
de la persona, se afirma: “te lo digo de
corazón”. El lenguaje poético no puede ignorar la fuerza de estas
experiencias. Por eso es inevitable que durante la historia el corazón haya
alcanzado una fuerza simbólica única que no es meramente convencional.
54.
Entonces se comprende que la Iglesia haya elegido la imagen del corazón para
representar el amor humano y divino de Jesucristo y el núcleo más íntimo de su
persona. Pero, si bien el dibujo de un corazón con llamas de fuego puede ser un
símbolo elocuente que nos recuerde el amor de Jesucristo, es conveniente que
ese corazón sea parte de una imagen de Jesucristo. De ese modo es aún más
significativo su llamado a una relación personal, de encuentro y de diálogo. Esa imagen venerada de Cristo donde se destaca
su corazón amante, tiene al mismo tiempo una mirada que llama al encuentro, al
diálogo, a la confianza; tiene unas manos fuertes capaces de sostenernos; tiene
una boca que nos dirige la palabra de un modo único y personalísimo.
55. El corazón tiene el valor de ser percibido
no como un órgano separado sino como centro íntimo unificador y a su vez como
expresión de la totalidad de la persona, cosa que no sucede con otros órganos
del cuerpo humano. Si es el centro íntimo de la totalidad de la persona, y
por lo tanto una parte que representa al todo, podemos fácilmente
desnaturalizarlo si lo contemplamos separadamente de la figura del Señor. La imagen del corazón debe referirnos a
la totalidad de Jesucristo en su centro unificador y, simultáneamente,
desde ese centro unificador debe orientarnos a contemplar a Cristo en toda la
hermosura y riqueza de su humanidad y de su divinidad.
56. Esto va
más allá del atractivo que puedan tener las diversas imágenes que se han hecho
del Corazón de Cristo, porque no es que ante las imágenes de Cristo «haya que
pedirles algo a ellas, o que haya que poner la confianza en las imágenes, como
antiguamente hacían los paganos», sino que «por medio de las imágenes que
besamos y ante las cuales descubrimos nuestra cabeza y nos prosternamos,
adoramos a Cristo».
57. Es más,
alguna de esas imágenes podrá parecernos poco atractiva y no movernos demasiado
al amor y a la oración. Eso es secundario, ya que la imagen no es más que una
figura motivadora, y, como dirían los orientales, no hay que quedarse en el
dedo que indica la luna. Mientras la Eucaristía es presencia real que se adora,
en este caso se trata sólo de una imagen que, aunque esté bendecida, nos invita
a ir más allá de ella, nos orienta a elevar nuestro propio corazón al de Cristo
vivo y unirlo a él. La imagen venerada
convoca, señala, transporta, para que dediquemos un tiempo al encuentro con
Cristo y a su adoración, como nos parezca mejor imaginarlo. De este modo,
mirando la imagen nos situamos frente a Cristo, y ante él «el amor se detiene,
contempla el misterio, lo disfruta en silencio».
58. Dicho
todo esto, no hay que olvidar que esa imagen del corazón nos habla de carne
humana, de tierra, y por eso también nos habla de Dios que ha querido entrar en
nuestra condición histórica, hacerse historia y compartir nuestro camino
terreno. Una forma de devoción más abstracta o estilizada no será
necesariamente más fiel al Evangelio, porque en este signo sensible y accesible
se manifiesta el modo como Dios ha querido revelarse y volverse cercano.
Amor
sensible
59. Amor y corazón no están necesariamente
unidos, porque en un corazón humano pueden reinar el odio, la indiferencia, el
egoísmo. Pero no alcanzamos nuestra humanidad plena si no salimos de
nosotros mismos, y no llegamos a ser enteramente nosotros mismos si no amamos.
De manera que el centro íntimo de nuestra persona, creado para el amor, sólo
realizará el proyecto de Dios cuando ame. Así, el símbolo del corazón al mismo
tiempo simboliza el amor.
60. El Hijo
eterno de Dios, que me trasciende sin límites, quiso amarme también con un
corazón humano. Sus sentimientos humanos se vuelven sacramento de un amor
infinito y definitivo. Su corazón no es entonces un símbolo físico que sólo
expresa una realidad meramente espiritual o separada de la materia. La mirada
dirigida al Corazón del Señor contempla una realidad física, su carne humana,
que hace posible que Cristo tenga emociones y sentimientos bien humanos, como
nosotros, aunque plenamente transformados por su amor divino. La devoción debe
llegar al amor infinito de la persona del Hijo de Dios, pero necesitamos
expresar que es inseparable de su amor humano, y para ello nos ayuda la imagen
de su corazón de carne.
61. Si todavía hoy el corazón se percibe en el
sentir popular como el centro afectivo de cada ser humano, es lo que mejor
puede significar el amor divino de Cristo unido para siempre y de modo
inseparable a su amor íntegramente humano. Ya Pío XII recordaba que la
Palabra de Dios «al describir el amor del Corazón mismo de Jesús, comprende no
sólo la caridad divina, sino también los sentimientos de un afecto humano. […]
No hay duda de que el Corazón de Cristo, unido hipostáticamente a la Persona
divina del Verbo, palpitó de amor y de todo otro afecto sensible».
62. En los
Padres de la Iglesia, frente a algunos que negaban o relativizaban la verdadera
humanidad de Cristo, encontramos una fuerte afirmación de la realidad concreta
y tangible del afecto humano del Señor. Así, san Basilio destacaba que la
encarnación del Señor no era algo fantasioso, sino que «el Señor poseyó los
afectos naturales». San Juan Crisóstomo
proponía un ejemplo: «Si no hubiera poseído nuestra naturaleza, no hubiera
experimentado una y más veces la tristeza». San Ambrosio afirmaba: «Ya que tomó el alma, tomó
las pasiones del alma». Y san Agustín
presentaba los afectos humanos como una realidad que, una vez asumida por
Cristo, ya no es ajena a la vida de la gracia:
«Nuestro
Señor Jesucristo tomó estos afectos de la humana flaqueza, lo mismo que la
carne de la debilidad humana, y la muerte, de la carne humana, no por
imposición de la necesidad, sino por consideración voluntaria […] de suerte
que, si a alguno de ellos le aconteciere contristarse y dolerse en las
tentaciones humanas, por esto no se juzgase ajeno a su gracia». Finalmente, san Juan Damasceno consideraba que
esta experiencia afectiva real de Cristo en su humanidad es muestra de que
asumió íntegra y no parcialmente nuestra naturaleza, para redimirla y
transformarla entera. Cristo, pues, asumió todos los elementos que componen la
naturaleza humana, a fin de que todos ellos fueran santificados.
63. Vale la
pena recoger aquí la reflexión de un teólogo, quien reconoce que, por el
influjo del pensamiento griego, la teología durante mucho tiempo relegó el
cuerpo y los sentimientos al mundo de lo «prehumano, infrahumano o tentador de
lo verdaderamente humano», pero «lo que no resolvió la teología en teoría lo
resolvió la espiritualidad en la práctica. Ella y la religiosidad popular han
mantenido viva la relación con los aspectos somáticos, psicológicos, históricos
de Jesús. Los Vía Crucis, la devoción a sus llagas, la espiritualidad de la
preciosa sangre, la devoción al corazón de Jesús, las prácticas eucarísticas
[…]: todo ello ha suplido los vacíos de la teología alimentando la imaginación y
el corazón, el amor y la ternura para con Cristo, la esperanza y la memoria, el
deseo y la nostalgia. La razón y la lógica anduvieron por otros caminos». [42]
Triple amor
64. Tampoco
nos quedamos sólo en sus sentimientos humanos, por más bellos y conmovedores
que sean, porque contemplando el Corazón de Cristo reconocemos cómo en sus
sentimientos nobles y sanos, en su ternura, en el temblor de su cariño humano,
se manifiesta toda la verdad de su amor divino e infinito. Así lo expresaba
Benedicto XVI: «Desde el horizonte infinito de su amor, Dios quiso entrar en
los límites de la historia y de la condición humana, tomó un cuerpo y un
corazón, de modo que pudiéramos contemplar y encontrar lo infinito en lo
finito, el Misterio invisible e inefable en el Corazón humano de Jesús, el
Nazareno».
65. En
realidad, hay un triple amor que se contiene y nos deslumbra en la imagen del
Corazón del Señor. Ante todo, el amor divino infinito que encontramos en
Cristo. Pero además pensamos en la dimensión espiritual de la humanidad del
Señor. Desde ese punto de vista, el corazón «es símbolo de la ardentísima
caridad que, infundida en su alma, constituye la preciosa dote de su voluntad
humana». Finalmente «es símbolo de su amor sensible».
66. Estos
tres amores no son capacidades separadas, que funcionan de un modo paralelo o
sin conexiones, sino que actúan y se expresan juntos y en un constante flujo de
vida: «A la luz de la fe —por la cual creemos que en la Persona de Cristo están
unidas la naturaleza humana y la naturaleza divina— nuestra mente se torna
idónea para concebir los estrechísimos vínculos que existen entre el amor
sensible del corazón físico de Jesús y su doble amor espiritual, el humano y el
divino».
67. Por
eso, entrando en el Corazón de Cristo,
nos sentimos amados por un corazón humano, lleno de afectos y sentimientos como
los nuestros. Su voluntad humana quiere libremente amarnos y ese querer
espiritual está plenamente iluminado por la gracia y la caridad. Llegando a lo
más íntimo de ese Corazón nos inunda la gloria inconmensurable de su amor
infinito como Hijo eterno que ya no podemos separar de su amor humano.
Precisamente en su amor humano, y no apartándonos de él, encontramos su amor
divino; encontramos «lo infinito en lo finito». [
68. Es
enseñanza constante y definitiva de la Iglesia que nuestra adoración a su
persona es única, y comprende inseparablemente tanto su naturaleza divina como
su naturaleza humana. Desde antiguo la Iglesia enseña que debemos «adorar a un
único y mismo Cristo, Hijo de Dios y del hombre, por dos y en dos naturalezas
inseparables e indivisas». Y esto «con
una sola adoración […] según que el Verbo se hizo carne». De ninguna manera Cristo «es adorado en dos
naturalezas, de donde se introducen dos adoraciones», sino que se «adora con
una sola adoración al Dios Verbo encarnado con su propia carne».
69. San
Juan de la Cruz ha querido expresar que en la experiencia mística el amor
inconmensurable de Cristo resucitado no se siente como ajeno a nuestra vida. El
Infinito de algún modo se abaja para que a través del Corazón abierto de Cristo
podamos vivir un encuentro de amor verdaderamente mutuo: «cosa creíble es que
el ave de bajo vuelo prenda al águila real muy subida, si ella se viene a lo
bajo, queriendo ser presa». Y explica
que «viendo a la esposa herida de su amor, él también al gemido de ella viene
herido del amor de ella; porque en los enamorados la herida de uno es de
entrambos y un mismo sentimiento tienen los dos». Este místico entiende la figura del costado
herido de Cristo como un llamado a la unión plena con el Señor. Él es el ciervo
vulnerado, herido cuando todavía no nos hemos dejado alcanzar por su amor, que
baja a las corrientes de aguas para saciar su propia sed y encuentra consuelo
cada vez que nos volvemos a él:
«Vuélvete,
paloma,
que el
ciervo vulnerado
por el
otero asoma
al aire de
tu vuelo, y fresco toma».
Perspectivas
trinitarias
70. La devoción al Corazón de Jesús es
marcadamente cristológica, es una contemplación directa de Cristo que invita a
la unión con él. Esto es legítimo si tenemos en cuenta lo que pide la Carta
a los Hebreos: correr nuestra carrera “con los ojos fijos en Jesús” (cf. 12,2).
Sin embargo, no podemos ignorar que, al mismo tiempo, Jesús se presenta como
camino para ir al Padre: «Yo soy el Camino [...]. Nadie va al Padre, sino por
mí» (Juan 14,6). Él nos quiere llevar al Padre. Así se entiende por qué la
predicación de la Iglesia, desde los comienzos, no nos detiene en Jesucristo,
sino que nos conduce al Padre. Él es quien, en último término, como plenitud fontal,
debe ser glorificado.
71.
Detengámonos, por ejemplo, en la Carta a los Efesios, donde se puede advertir
con fuerza y claridad cómo nuestra adoración se orienta al Padre: «Doblo mis
rodillas delante del Padre» (Efesios 3,14); «hay un solo Dios y Padre de todos,
que está sobre todos, lo penetra todo y está en todos» (Efesios 4,6); «siempre
y por cualquier motivo, den gracias a Dios, nuestro Padre» ( Efesios 5,20). El
Padre es aquel «a quien nosotros estamos destinados» (1 Corintios 8,6). Por
eso, decía san Juan Pablo II que «toda la vida cristiana es como una gran
peregrinación hacia la casa del Padre». Es lo que experimentó san Ignacio de Antioquía
de camino al martirio: «Siento en mi interior la voz de un agua viva que me habla
y me dice: “Ven al Padre”».
72. Es ante
todo el Padre de Jesucristo: «Bendito sea Dios, el Padre de nuestro Señor
Jesucristo» (Efesios 1,3). Es «el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de
la gloria» (Efesios 1,17). Cuando el Hijo se hizo hombre, todos los deseos y
aspiraciones de su corazón humano se orientaban hacia el Padre. Si vemos cómo
Cristo se refería al Padre podemos advertir esta fascinación de su corazón
humano, esta perfecta y constante orientación al Padre. Su historia en esta tierra nuestra fue un
caminar sintiendo en su corazón humano un llamado incesante de ir al Padre.
73. Sabemos
que la palabra aramea que él usaba para dirigirse al Padre era “Abba”, que
significa “papito”. En su época algunos se molestaban por esa familiaridad (cf.
Juan 5,18). Es la expresión que usó Jesús para comunicarse con el Padre cuando
aparecía la angustia de la muerte: «Abba —Padre—, todo te es posible: aleja de
mí este cáliz; pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Marcos 14,36).
Siempre se reconoció amado por el Padre: «ya me amabas antes de la creación del
mundo» (Juan 17,24). Y Jesús, en su corazón humano, se extasiaba escuchando que
el Padre le decía: «Tú eres mi Hijo muy querido, en ti tengo puesta toda mi
predilección» (Marcos 1,11).
74. El
cuarto Evangelio dice que el Hijo eterno del Padre estuvo siempre «en el seno
del Padre» (Juan 1,18). [58] San Ireneo afirma que «el Hijo de Dios existió
siempre frente al Padre». Y Orígenes
sostiene que el Hijo persevera «en la incesante contemplación del abismo
paterno». Por eso, cuando el Hijo se
hizo hombre, pasaba noches enteras comunicándose con el Padre amado, en la cima
del monte (cf. Lucas 6,12). Él decía: «debo ocuparme de los asuntos de mi
Padre» (Lucas 2,49). Miremos sus alabanzas: «Jesús se estremeció de gozo,
movido por el Espíritu Santo, y dijo: “¡Te alabo, ¡Padre, Señor del cielo y de
la tierra!”» (Lucas 10,21). Y sus últimas palabras llenas de confianza fueron:
«Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lucas 23,46).
75.
Volvamos ahora los ojos al Espíritu Santo, que colma el Corazón de Cristo y
arde en él. Porque, como decía san Juan
Pablo II, el Corazón de Cristo es «la obra maestra del Espíritu Santo». No es sólo cosa del pasado, pues «en el
Corazón de Cristo es continua la acción del Espíritu Santo, a la que Jesús
atribuyó la inspiración de su misión (cf. Lucas 4,18; Isaías 61,1) y cuyo envío había prometido
durante la última cena. Es el Espíritu el que ayuda a captar la riqueza del signo
del costado traspasado de Cristo, del que nació la Iglesia (cf. Const. Sacrosanctum
Concilium, 5)». En definitiva «sólo el
Espíritu Santo puede abrir ante nosotros esta plenitud del ‘hombre interior’,
que se encuentra en el Corazón de Cristo. Sólo Él puede hacer que desde esta
plenitud alcancen fuerza, gradualmente, también nuestros corazones humanos».
76. Si
intentamos ahondar en el misterio de la acción del Espíritu, vemos que gime en
nosotros y dice Abba, y «la prueba de que ustedes son hijos, es que Dios envió a nuestros corazones el Espíritu
de su Hijo, que clama a Dios llamándolo: ¡Abba!, es decir, ¡Padre!» (Gálatas
4,6). Porque «el mismo Espíritu se une a nuestro espíritu para dar testimonio
de que somos hijos de Dios» (Romanos 8,16). La acción del Espíritu Santo en el
corazón humano de Cristo provoca sin cesar esa atracción hacia su Padre. Y
cuando nos une a los sentimientos de Cristo por la gracia, nos hace participar
de la relación del Hijo con el Padre, es «el espíritu de hijos adoptivos, que
nos hace llamar a Dios ¡Abba!, es decir, ¡Padre!» (Romanos 8,15).
77.
Entonces, nuestra relación con el
Corazón de Cristo se transforma bajo ese impulso del Espíritu, que nos orienta
hacia el Padre, fuente de la vida y último origen de la gracia. Cristo mismo no
desea que nos detengamos sólo en él. El amor de Cristo es «revelación de la
misericordia del Padre». Su deseo es
que, impulsados por el Espíritu que brota de su Corazón, “con él y en él”
vayamos al Padre. La gloria se dirige hacia el Padre “por” Cristo, “con” Cristo
y “en” Cristo. San Juan Pablo II enseñaba que «el Corazón del
Salvador invita a remontarse al amor del Padre, que es el manantial de todo
amor auténtico». Eso mismo es lo que el
Espíritu Santo, que llega a nosotros desde el Corazón de Cristo, busca
alimentar en nuestros corazones. De ahí que la Liturgia, bajo la acción
vivificadora del Espíritu, siempre se dirige al Padre desde el Corazón
resucitado de Cristo.
Expresiones
magisteriales recientes
78. De
formas diferentes el Corazón de Cristo estuvo presente en la historia de la
espiritualidad cristiana. En la Biblia y en los primeros siglos de la Iglesia
aparecía bajo la figura del costado herido del Señor, sea como fuente de la
gracia, sea como un llamado a un encuentro íntimo de amor. Así reapareció
constantemente en el testimonio de muchos santos hasta el día de hoy. En los
últimos siglos esta espiritualidad fue tomando forma como un verdadero culto al
Corazón del Señor.
79. Varios
de mis predecesores se han referido al Corazón de Cristo e invitaron a unirse a
él con lenguajes muy diversos. A fines del siglo XIX, León XIII nos invitaba a
consagrarnos a él y en su propuesta unía al mismo tiempo el llamado a la unión
con Cristo y la admiración ante el esplendor de su infinito amor. Unos treinta años después Pío XI presentaba
esta devoción como una suma de la experiencia de fe cristiana. Más
aún, Pío XII sostuvo que el culto al Sagrado Corazón expresa de modo excelente,
como una sublime síntesis, nuestro culto a Jesucristo.
80. Más
recientemente, san Juan Pablo II presentó el desarrollo de este culto en los
siglos pasados como una respuesta ante el crecimiento de formas rigoristas y
desencarnadas de espiritualidad que olvidaban la misericordia del Señor, pero,
al mismo tiempo, como un llamado actual ante un mundo que pretende construirse
sin Dios: «La devoción al Sagrado Corazón, tal como se desarrolló en la Europa
de hace dos siglos, bajo el impulso de las experiencias místicas de santa
Margarita María Alacoque, fue la respuesta al rigorismo jansenista, que había acabado por desconocer la infinita
misericordia de Dios. […] El hombre del año 2000 tiene necesidad
del Corazón de Cristo para conocer a Dios y para conocerse a sí mismo; tiene necesidad de él
para construir la civilización del amor».
81.
Benedicto XVI invitaba a reconocer el Corazón de Cristo como presencia íntima y
cotidiana en la vida de cada uno: «Toda
persona necesita tener un “centro” de su vida, un manantial de verdad y de
bondad del cual tomar para afrontar las diversas situaciones y la fatiga de la
vida diaria. Cada uno de nosotros, cuando se queda en silencio, no sólo
necesita sentir los latidos de su corazón, sino también, más en profundidad, el
pulso de una presencia fiable, perceptible con los sentidos de la fe y, sin
embargo, mucho más real: la presencia de Cristo, corazón del mundo».
Profundización
y actualidad
82. La
imagen expresiva y simbólica del Corazón de Cristo no es el único recurso que
nos da el Espíritu Santo para encontrar el amor de Cristo, y siempre necesitará
ser enriquecida, iluminada, renovada gracias a la meditación, la lectura del
Evangelio y la maduración espiritual. Ya decía Pío XII que la Iglesia no
pretende que «en el Corazón de Jesús se haya de ver y adorar la que llaman
imagen formal, es decir, la representación perfecta y absoluta de su amor
divino, pues no es posible representar adecuadamente con ninguna imagen criada
la íntima esencia de este amor».
83. Nuestra
devoción al Corazón de Cristo es algo esencial a la propia vida cristiana en la
medida en que significa nuestra apertura, llena de fe y de adoración, ante el
misterio del amor divino y humano del Señor, hasta el punto que podemos
sostener una vez más que el Sagrado
Corazón es una síntesis del Evangelio. Hay que recordar que las visiones o
manifestaciones místicas narradas por algunos santos que propusieron con pasión
la devoción al Corazón de Cristo, no son algo que los creyentes estén obligados
a creer como si fuera la Palabra de Dios. [76] Son bellos estímulos que pueden
motivar y hacer mucho bien, aunque nadie debe sentirse forzado a seguirlos si
no constata que le ayudan en su camino espiritual. No obstante, es importante
tener presente, como afirmaba Pío XII, que no puede decirse que este culto «deba
su origen a revelaciones privadas».
84. La
propuesta de la comunión eucarística los primeros viernes de cada mes, por
ejemplo, era un fuerte mensaje en un momento en que mucha gente dejaba de
comulgar porque no confiaba en el perdón divino, en su misericordia, y
consideraba la comunión como una especie de premio para los perfectos. En ese
contexto jansenista, la promoción de esta práctica hizo mucho bien, ayudando a
reconocer en la Eucaristía el amor gratuito y cercano del Corazón de Cristo que
nos llama a la unión con él. Podemos afirmar que hoy también haría mucho bien
por otra razón: porque en medio de la vorágine del mundo actual y de nuestra
obsesión por el tiempo libre, el consumo y la distracción, los teléfonos y las
redes sociales, olvidamos alimentar nuestra vida con la fuerza de la
Eucaristía.
85. Del
mismo modo, nadie debe sentirse obligado a realizar una hora de adoración los
días jueves. Pero, ¿cómo no recomendarla? Cuando alguien vive con fervor esta
práctica junto con tantos hermanos y encuentra en la Eucaristía todo el amor
del Corazón de Cristo, «adora juntamente con la Iglesia el símbolo y como la
huella de la Caridad divina, la cual llegó también a amar con el Corazón del
Verbo Encarnado al género humano».
86. Lo
dicho era difícilmente comprendido por muchos jansenistas, que miraban con
desprecio todo lo que fuera humano, afectivo, corpóreo, y en definitiva
entendían que esta devoción nos alejaba de la purísima adoración al Dios
altísimo. Pío XII llamó «falso misticismo» a esta actitud elitista de algunos
grupos que veían a Dios tan alto, tan separado, tan distante, que consideraban
peligrosas y necesitadas de un control eclesiástico las expresiones sensibles
de la piedad popular.
87. Podría
sostenerse que hoy, más que al jansenismo, nos enfrentamos a un fuerte avance
de la secularización que pretende un mundo libre de Dios. A ello se suma que se
multiplican en la sociedad diversas formas de religiosidad sin referencia a una
relación personal con un Dios de amor, que son nuevas manifestaciones de una
“espiritualidad sin carne”. Es verdad. Sin embargo, debo advertir que dentro de
la misma Iglesia renació con nuevos rostros el dañino dualismo jansenista. Ha
tomado renovada fuerza en las últimas décadas, pero es una manifestación de
aquel gnosticismo que ya dañaba la espiritualidad en los primeros siglos de la
fe cristiana, y que ignoraba la verdad de “la salvación de la carne”. Por esta
razón vuelvo la mirada al Corazón de Cristo e invito a renovar su devoción.
Espero que pueda ser atractiva también para la sensibilidad actual y de ese
modo nos ayude a enfrentar estos viejos y nuevos dualismos a los cuales él
ofrece una respuesta adecuada.
88.
Quisiera agregar que el Corazón de
Cristo nos libera al mismo tiempo de otro dualismo: el de comunidades y
pastores concentrados sólo en actividades externas, reformas estructurales
vacías de Evangelio, organizaciones obsesivas, proyectos mundanos,
reflexiones secularizadas, diversas propuestas que se presentan como
formalidades que a veces se pretende imponer a todos. Esto con frecuencia
deriva en un cristianismo que ha olvidado la ternura de la fe, la alegría de la
entrega al servicio, el fervor de la misión persona a persona, la cautivadora
belleza de Cristo, la estremecida gratitud por la amistad que él ofrece y por
el sentido último que da a la propia vida. Se trata de otra forma de engañoso
trascendentalismo, igualmente desencarnado.
89. Estas
enfermedades tan actuales, de las cuales, cuando nos hemos dejado atrapar, ni
siquiera sentimos el deseo de curarnos, me mueven a proponer a toda la Iglesia
un nuevo desarrollo sobre el amor de Cristo representado en su Corazón santo.
Allí podemos encontrar el Evangelio entero, allí está sintetizada la verdad que
creemos, allí está cuanto adoramos y buscamos en la fe, allí está lo que más
necesitamos.
90. Ante el
Corazón de Cristo es posible volver a la síntesis encarnada del Evangelio y
vivir aquello que propuse poco tiempo atrás recordando a la entrañable santa
Teresa del Niño Jesús: «La actitud más
adecuada es depositar la confianza del corazón fuera de nosotros mismos: en la
infinita misericordia de un Dios que ama sin límites y que lo ha dado todo en
la Cruz de Jesucristo». Ella lo
vivía con intensidad porque había descubierto en el Corazón de Cristo que Dios
es amor: «A mí me ha dado su misericordia infinita, y a través de ella
contemplo y adoro las demás perfecciones divinas». Por eso la oración más popular, dirigida como
un dardo al Corazón de Cristo, dice simplemente: «En Ti confío». No hacen falta más palabras.
91. En los
próximos capítulos destacaremos dos aspectos fundamentales que hoy debería
reunir la devoción al Sagrado Corazón para seguir alimentándonos y acercándonos
al Evangelio: la experiencia espiritual personal y el compromiso comunitario y
misionero.
AMOR QUE DA
DE BEBER
92.
Volvamos a las Sagradas Escrituras, a los textos inspirados que son el
principal lugar donde encontramos la Revelación. En ellas y en la Tradición
viva de la Iglesia está lo que el mismo Señor ha querido decirnos para toda la
historia. A partir de la lectura de textos del Antiguo y del Nuevo Testamento,
recogeremos algunos efectos de la Palabra en el largo camino espiritual del
Pueblo de Dios.
Sed del
amor de Dios
93. La
Biblia muestra que al pueblo que había caminado por el desierto y que esperaba
la liberación, se le anunciaba una abundancia de agua vivificante: «Sacarán
agua con alegría de las fuentes de la salvación» (Isaías 12,3). Los anuncios
mesiánicos fueron tomando la forma de un manantial de agua purificadora: «Los
rociaré con agua pura, y ustedes quedarán purificados […] pondré en ustedes un
espíritu nuevo» (Ezequiel 36,25-26). Es el agua que devolverá al pueblo una
existencia plena, como una fuente que brota del templo y derrama vida y salud a
su paso: «Vi que a la orilla del torrente, de uno y otro lado, había una
inmensa arboleda. […] Hasta donde llegue el torrente, tendrán vida todos los
seres vivientes […] cuando esta agua llegue hasta el Mar, sus aguas quedarán
saneadas, y habrá vida en todas partes adonde llegue el torrente» (Ez 47,7.9).
94. La
fiesta judía de las Tiendas ( Sukkot), que recordaba los cuarenta años en el
desierto, poco a poco había asumido el símbolo del agua como un elemento
central, e incluía un rito de ofrenda de agua cada mañana, que se volvía muy
solemne el último día de la fiesta: se realizaba una gran procesión hacia el
templo donde finalmente se daban siete vueltas en torno al altar y se ofrendaba
a Dios el agua en medio de gran algarabía.
95. El
anuncio de la llegada del tiempo mesiánico se presentaba como una fuente
abierta para el pueblo: «Derramaré sobre la casa de David y sobre los
habitantes de Jerusalén un espíritu de gracia y de súplica; y ellos mirarán
hacia mí […] al que ellos traspasaron […]. Aquel día, habrá una fuente abierta
para la casa de David y para los habitantes de Jerusalén, a fin de lavar el
pecado y la impureza» (Zacarías 12,10; 13,1).
96. Un
traspasado, una fuente abierta, un espíritu de gracia y de oración. Los
primeros cristianos inevitablemente veían cumplida esta promesa en el costado
abierto de Cristo, fuente de donde mana la vida nueva. Recorriendo el Evangelio
de Juan vemos cómo aquella profecía se veía plasmada en Cristo. Contemplamos su
costado abierto, de donde brotó el agua del Espíritu: «Uno de los soldados le
atravesó el costado con la lanza, y en seguida brotó sangre y agua» (Juan
19,34). Allí el evangelista añade: «Verán al que ellos mismos traspasaron» (Jn
19,37). Retoma así aquel anuncio del profeta que prometía al pueblo una fuente
abierta en Jerusalén, cuando ellos mirarían al traspasado (cf. Zacarías 12,10).
La fuente abierta es el costado herido de Jesucristo.
97.
Advertimos que el mismo Evangelio anunciaba ese momento sagrado, precisamente
«el último día, el más solemne de la fiesta» de las Tiendas (Juan 7,37). Allí
Jesús gritó al pueblo que celebraba en la gran procesión: «El que tenga sed,
venga a mí; y beba […] de su seno brotarán manantiales de agua viva» (Juan
7,37-38). Para ello debía llegar su “hora”, porque Jesús «aún no había sido
glorificado» (Juan 7,39). Todo se cumplió en la fuente desbordante de la Cruz.
98. En el
libro del Apocalipsis reaparecen tanto el Traspasado: «todos lo verán, aun
aquellos que lo habían traspasado» (Apocalipsis 1,7), como la fuente abierta:
«Que venga el que tiene sed, y el que quiera, que beba gratuitamente del agua
de la vida» (Apocalipsis 22,17).
99. El
costado traspasado es al mismo tiempo la sede del amor, un amor que Dios
declaró a su pueblo con tantas palabras diferentes que vale la pena recordar:
«Eres de
gran precio a mis ojos, […] eres valioso, y yo te amo» (Isaías 43,4).
«¿Se olvida
una madre de su criatura, no se compadece del hijo de sus entrañas? ¡Pero
aunque ella te olvide, yo no te olvidaré! Yo te llevo grabada en las palmas de
mis manos» (Is 49,15-16).
«Aunque se
aparten las montañas y vacilen las colinas, mi amor no se apartará de ti, mi
alianza de paz no vacilará» (Isaías 54,10).
«Yo te amé
con un amor eterno, por eso te atraje con fidelidad» (Jeremías 31,3).
«¡El Señor,
¡tu Dios, está en medio de ti, es un guerrero victorioso! Él exulta de alegría
a causa de ti, te renueva con su amor, y lanza por ti gritos de alegría» (Sofonías
3,17).
100. El profeta Oseas llega a hablar del corazón
de Dios, ese que «los atraía con lazos humanos, con ataduras de amor» (Oseas
11,4). Por ese mismo amor despreciado podía decir: «Mi corazón se subleva
contra mí y se enciende toda mi ternura» (Oseas 11,8). Pero allí siempre
vencerá la misericordia (cf. Oseas 11,9), que llegará a su máxima expresión en
Cristo, la palabra definitiva de amor.
101. En el
Corazón traspasado de Cristo se concentran escritas en carne todas las
expresiones de amor de las Escrituras. No es un amor que simplemente se
declara, sino que su costado abierto es manantial de vida para los amados, es
aquella fuente que sacia la sed de su pueblo. Como enseñaba san Juan Pablo II,
«los elementos esenciales de esta devoción pertenecen, de manera permanente, a
la espiritualidad propia de la Iglesia a lo largo de toda su historia; pues
desde el principio la Iglesia ha dirigido su mirada al Corazón de Cristo
traspasado en la cruz». [84]
Resonancias
de la Palabra en la historia
102. Veamos
algunos efectos que esta Palabra de Dios ha producido en la historia de la fe
cristiana. Varios Padres de la Iglesia, sobre todo del Asia Menor, mencionaban
la herida del costado de Jesús como el origen del agua del Espíritu: la
Palabra, su gracia y los sacramentos que la comunican. La fortaleza de los
mártires vive de «la fuente celestial del agua viva que brota de la entraña de
Cristo», o, como traduce Rufino, de «las celestiales y eternas fuentes que
proceden de la entraña de Cristo». Los creyentes, que renacimos por el
Espíritu, venimos de esa caverna de la roca, «hemos salido del vientre de Cristo».
Su costado herido, que interpretamos como su corazón, está lleno del Espíritu
Santo y desde él llega a nosotros como ríos de agua viva:
«La fuente del
Espíritu está enteramente en Cristo». Pero el Espíritu que recibimos no nos
aleja del Señor resucitado, sino que nos llena de él, porque bebiendo del
Espíritu bebemos al mismo Cristo: «Bebe a Cristo porque él es la roca que
derrama agua. Bebe a Cristo porque él es la fuente de la vida. Bebe a Cristo
porque él es el río cuya fuerza alegra a la ciudad de Dios. Bebe a Cristo
porque él es la paz. Bebe a Cristo, porque de su seno fluye agua viva».
103. San Agustín abrió el camino a la devoción
al Sagrado Corazón como lugar de encuentro personal con el Señor. Es decir,
para él el pecho de Cristo no es solamente la fuente de la gracia y de los
sacramentos, sino que lo personaliza, presentándolo como símbolo de la unión
íntima con Cristo, como lugar de un encuentro de amor. Allí está el origen de
la sabiduría más preciosa, que es conocerle a él. En efecto, Agustín escribe
que Juan, el amado, cuando en la última cena apoyó su cabeza sobre el pecho de
Jesús, se reclinó sobre el santuario de la sabiduría. No estamos ante una mera contemplación
intelectual de una verdad teológica. San Jerónimo explicaba que una persona
capaz de contemplación «no goza del placer de los baños, pero bebe de la vida
del costado del Señor».
104. San Bernardo retomó el simbolismo del
costado traspasado del Señor entendiéndolo explícitamente como revelación y
donación del amor de su Corazón. A través de la llaga se nos vuelve
accesible y podemos hacer propio el gran misterio del amor y de la
misericordia: «Yo, empero, lo que no hallo en mí mismo búscolo confiado en las
entrañas del Salvador, rebosantes de bondad y misericordia, la cual van derramando
por los diversos agujeros de su cuerpo sacratísimo, pues sus enemigos
taladraron sus pies y manos y abrieron con lanza su costado; por estas
aberturas puedo yo sacar miel de la piedra y óleo suave del peñasco durísimo;
puedo gustar y ver cuán suave y dulce es el Señor. […] El hierro cruel atravesó
su alma e hirió su corazón, a fin de que supiese compadecerse de mis flaquezas.
El secreto de su corazón se está viendo por las aberturas de su cuerpo; podemos
ya contemplar ese sublime misterio de la bondad infinita de nuestro Dios».
105. Esto
reaparece de modo especial en Guillermo de Saint-Thierry quien invitaba a
entrar en el Corazón de Jesús, que nos alimenta en su propio pecho. No llama la atención, si recordamos que para
este autor «el arte de las artes es el
arte del amor […]. El amor es donado por el creador de la naturaleza […].
El amor es una fuerza del alma que, como un peso natural, la conduce a su lugar
o fin». Ese lugar que le es propio,
donde reina el amor en plenitud, es el Corazón de Cristo: «¿A dónde llevas, ¿Señor,
a los que abrazas y estrechas sino a tu corazón? Tu corazón es el dulce maná de
tu divinidad que guardas en el interior, oh Jesús, en la urna de oro (cf.
Hebreos 9,4) de su sapientísima alma. Dichosos aquellos a los que el abrazo los
atrae hasta ahí. Dichosos los que escondiste en lo oculto de aquel secreto, en
tu corazón».
106. San
Buenaventura une las dos líneas espirituales en torno al Corazón de Cristo: al
mismo tiempo que lo presenta como la fuente de los sacramentos y de la gracia,
propone que esta contemplación se convierta en una relación de amigos, en un
encuentro personal de amor.
107. Por
una parte, nos ayuda a reconocer la belleza de la gracia y de los sacramentos
que manan de esa fuente de vida que es el costado herido del Señor: «Para que
del costado de Cristo dormido en la cruz se formase la Iglesia y se cumpliese
la Escritura que dice: mirarán al que traspasaron, uno de los soldados lo hirió
con una lanza y le abrió el costado. Y fue permisión de la divina providencia,
a fin de que, brotando de la herida sangre y agua, se derramase el precio de
nuestra salud, el cual, manando de la fuente arcana del corazón, diese a los
sacramentos de la Iglesia la virtud de conferir la vida de la gracia, y fuese
para los que viven en Cristo como una copa llenada en la fuente viva, que salta
hasta la vida eterna».
108. Luego
nos invita a dar otro paso, para que el acceso a la gracia no se convierta en
algo mágico, o en una suerte de emanación de tipo neoplatónico, sino en una
relación directa con Cristo, habitando en su Corazón, porque quien bebe es un
amigo de Cristo, es un corazón amante: « Levántate, pues, alma amiga de Cristo,
y sé la paloma que anida en la pared de una cueva; sé el gorrión que ha
encontrado una casa y no deja de guardarla; sé la tórtola que esconde los
polluelos de su casto amor en aquella abertura sacratísima».
La difusión
de la devoción al Corazón de Cristo
109. Poco a
poco el costado herido, donde reside el amor de Cristo, del cual a su vez mana
la vida de la gracia, fue asumiendo la figura del corazón, especialmente en la
vida monástica. Sabemos que a lo largo de la historia el culto al Corazón de
Cristo no se manifestó de idéntica manera, y que los aspectos desarrollados en
la modernidad, relacionados con diversas experiencias espirituales, no se
pueden extrapolar a las formas medievales y menos aún a las formas bíblicas
donde entrevemos semillas de este culto. No obstante, hoy la Iglesia no
desprecia nada de todo lo bueno que el Espíritu Santo nos regaló a lo largo de
los siglos, sabiendo que siempre será posible reconocer un significado más
claro y pleno a ciertos detalles de la devoción, o comprender y desplegar
nuevos aspectos de la misma.
110. Varias santas mujeres han narrado
experiencias de su encuentro con Cristo, caracterizado por el reposo en el
Corazón del Señor, fuente de vida y de paz interior. Así sucedió a santa
Lutgarda, a santa Matilde de Hackeborn, a santa Ángela de Foligno , a Juliana
de Norwich, entre otras. Santa Gertrudis de Helfta, religiosa cisterciense,
narró un momento de oración en el cual reclinó la cabeza en el Corazón de
Cristo y escuchó sus latidos. En un diálogo con san Juan Evangelista le
preguntó por qué en su Evangelio él no había hablado de lo que vivió cuando tuvo
esa misma experiencia. Concluye Gertrudis que «la dulzura de esos latidos se
reservó para los tiempos modernos, de manera que, escuchándolos, pueda
renovarse el mundo envejecido y tibio en el amor de Dios». ¿Podríamos pensar que es un anuncio referido a
nuestros tiempos, un llamado a reconocer cómo se ha vuelto “viejo” este mundo,
necesitado de percibir el mensaje siempre nuevo del amor de Cristo? Santa
Gertrudis y santa Matilde han sido consideradas entre «las confidentes más
íntimas del Sagrado Corazón».
111. Los monjes cartujos, alentados sobre todo
por Ludolfo de Sajonia, encontraron en la devoción al Sagrado Corazón un camino
para llenar de afecto y cercanía su relación con Jesucristo. Quien entra
por la herida de su Corazón es inflamado de afecto. Santa Catalina de Siena
escribió que los sufrimientos que el Señor soportó no son algo que podamos
presenciar, pero que el Corazón abierto de Cristo es para nosotros la
posibilidad de un encuentro actual y personal con tanto amor: «Por eso quise
que vieseis el secreto de mi corazón mostrándotelo abierto, para que vieses que
yo amaba más que lo que podían demostraros mis sufrimientos finitos».
112. La
devoción al Corazón de Cristo trascendió progresivamente la vida monástica, y
colmó la espiritualidad de santos maestros, predicadores y fundadores de
congregaciones religiosas que la difundieron en los más remotos lugares de la
tierra.
113. De
particular interés fue la iniciativa de san
Juan Eudes, quien «después de dar con sus misioneros una fervorosísima misión
en Rennes, logró que el señor obispo
aprobara en aquella Diócesis la celebración de la fiesta del Corazón adorable
de Nuestro Señor Jesucristo. Esta fue la primera vez que en la Iglesia se
autorizó esta fiesta oficialmente. Después, los obispos de Coutances, de
Evreux, de Bayeux, de Lisieux, de Ruan, autorizaron para sus Diócesis
respectivas la misma fiesta entre los años 1670 y 1671».
San
Francisco de Sales
114. En los
tiempos modernos cabe destacar el aporte de san Francisco de Sales. Él contemplaba frecuentemente el Corazón
abierto de Cristo, que invita a habitar en su interior en una relación personal
de amor donde se iluminan los misterios de la vida. Se advierte en el
pensamiento de este santo doctor cómo, frente a una moral rigorista o a una
religiosidad del mero cumplimiento, el Corazón de Cristo se le presentaba como
un llamado a la plena confianza en la acción misteriosa de su gracia. Así lo
expresaba en su propuesta a la baronesa de Chantal: «Estoy seguro de que no
permaneceremos más en nosotros mismos […] habitaremos para siempre en el
costado herido del Salvador, pues sin él no sólo no podemos, sino aunque
pudiéramos, no querríamos hacer nada».
115. Para
él, la devoción estaba lejos de
convertirse en una forma de superstición o en una indebida objetivación de la
gracia, porque significaba la invitación a una relación personal donde cada uno
se siente único frente a Cristo, tenido en cuenta en su realidad
irrepetible, pensado por Cristo y valorado de un modo directo y exclusivo:
«Este corazón muy adorable y muy amable de Nuestro Maestro ardiendo del amor
que nos profesa, corazón en el que vemos todos nuestros nombres escritos […].
Ciertamente es asunto de grandísimo consuelo que seamos amados tan
entrañablemente por Nuestro Señor que nos lleva siempre en su Corazón». Ese nombre propio escrito en el Corazón de
Cristo era el modo como san Francisco de Sales intentaba simbolizar hasta qué
punto el amor de Cristo hacia cada uno no es abstracto o genérico, sino que
implica una personalización donde el creyente se siente valorado y reconocido
por sí mismo:
«¡Qué
hermoso es este Cielo ahora que el Salvador es su sol y el pecho de Él una
fuente de amor de la cual los bienaventurados beben según su deseo! Cada uno va
a mirar allí dentro y ve su nombre escrito con caracteres de amor, que sólo el
verdadero amor puede leer y que el verdadero amor ha grabado. ¡Ah Dios! mi
querida hija, ¿acaso los nuestros no estarán allí? Sí estarán, sin duda; pues,
por más que nuestro corazón no tiene el amor, tiene no obstante el deseo del
amor y el comienzo del amor».
116. Él
consideraba dicha experiencia como algo fundamental para una vida espiritual
que colocaba esta convicción entre las grandes verdades de fe: «Sí mi querida
Hija, piensa en vos, y no solamente en vos, sino en el más mínimo cabello de
vuestra cabeza: es un artículo de fe y en modo alguno hay que dudar de él». Esto tiene como consecuencia que el creyente
se vuelve capaz de un completo abandono en el Corazón de Cristo, donde
encuentra reposo, consuelo, fortaleza: «¡Oh Dios! qué felicidad estar así entre
los brazos y sobre el pecho [del Salvador]. […] Permaneced así, querida Hija, y
como otro pequeño san Juan, mientras que los otros comen en la mesa del
Salvador distintas viandas, descansad por un gesto de simplísima confianza,
vuestra cabeza, vuestra alma, vuestro espíritu en el pecho amoroso de este
querido Señor». «Espero que estaréis en la caverna de la tórtola y en el
costado traspasado de nuestro querido Salvador. […] ¡Qué bueno es este Señor, mi
querida Hija! ¡Qué amable es su Corazón! Permanezcamos aquí, en este santo
domicilio». [108]
117. Pero,
fiel a su enseñanza sobre la santificación en la vida ordinaria, propone que
esto sea vivido en medio de las actividades, las tareas y las obligaciones de
la vida cotidiana: «¿Me preguntáis cómo las almas que son atraídas en la
oración a esta santa simplicidad y a este perfecto abandono en Dios deben
comportarse en todas sus acciones? Yo contesto que, no solamente en la oración,
sino en el comportamiento de toda su vida, deben andar invariablemente en
espíritu de simplicidad, abandonando y entregando toda su alma, sus acciones y
sus éxitos a la voluntad de Dios, con un amor de perfecta y absoluta confianza,
abandonándose a la gracia y al cuidado del amor eterno que la divina Providencia
siente por ellas».
118. Por
todo esto, a la hora de pensar en un símbolo que pudiera sintetizar su
propuesta de vida espiritual, concluye: «He pensado, querida Madre, si os
parece, que es menester que tomemos como escudo un único corazón traspasado por
dos flechas encerrado en una corona de espinas». [110]
Una nueva
declaración de amor
119. Bajo
el sano influjo de esta espiritualidad salesa los acontecimientos de
Paray-le-Monial tuvieron lugar a finales del siglo XVII. Santa Margarita María Alacoque narró importantes
apariciones entre finales de diciembre de 1673 y junio de 1675. Lo fundamental
es una declaración de amor que se destaca en la primera gran aparición.
Jesús dice: «Mi divino Corazón está tan apasionado de amor por los hombres, y
por ti en particular, que no pudiendo ya contener en sí mismo las llamas de su
caridad ardiente, le es preciso comunicarlas por tu medio, y manifestarse a
todos para enriquecerlos con los preciosos tesoros, que te descubro».
120. Santa Margarita María resume todo de una
manera potente y fervorosa: «Me descubrió todas las maravillas de su amor y los
secretos inexplicables de su Corazón Sagrado, que hasta entonces me había
tenido siempre ocultos. Aquí me los descubrió por vez primera; pero de un modo
tan operativo y sensible, que, a juzgar por los efectos producidos en mí por
esta gracia, no me deja motivo alguno de duda». En las siguientes manifestaciones se reafirma
la hermosura de este mensaje: «Me descubrió las maravillas inexplicables de su
amor puro, y el exceso, a que le había conducido el amar a los hombres».
121. Este
intenso reconocimiento del amor de Jesucristo que nos transmitió santa
Margarita María nos ofrece valiosos estímulos para nuestra unión con él. Eso no
significa que nos sintamos obligados a aceptar o asumir todos los detalles de
esa propuesta espiritual, donde, como suele ocurrir, se mezclan con la acción
divina elementos humanos relacionados con los propios deseos, inquietudes e
imágenes interiores. Tal propuesta,
siempre tiene que ser releída a la luz del Evangelio y de toda la rica
tradición espiritual de la Iglesia, al mismo tiempo que reconocemos cuánto bien
ha hecho en tantas hermanas y en tantos hermanos. Esto nos permite reconocer
regalos del Espíritu Santo dentro de dicha experiencia de fe y de amor. Más
importante que los detalles es el núcleo del mensaje que se nos transmite y que
puede resumirse en aquellas palabras que santa Margarita escuchó: «He ahí este
Corazón, que ha amado tanto a los hombres, que nada ha perdonado hasta agotarse
y consumirse para demostrarles su amor».
122. Esta
manifestación es una invitación a un crecimiento en el encuentro con Cristo,
gracias a la confianza sin reservas, hasta alcanzar una unión plena y
definitiva: « Es preciso que el Divino Corazón de Jesús se sustituya de tal
modo en lugar del nuestro, que Él solo viva y obre en nosotras y por nosotras;
que su voluntad […] pueda obrar absolutamente sin resistencia de nuestra parte;
y en fin, que sus afectos, sus pensamientos y deseos estén en lugar de los
nuestros y sobre todo su amor, que se amará Él mismo en nosotras y por
nosotras. Y de este modo, siéndonos este amable Corazón todo en todas las
cosas, podremos decir con San Pablo, que no vivimos ya, sino que vive Él en nosotras».
123. En
realidad, en el primer mensaje recibido por ella, presentaba esta vivencia de
un modo más personal, más concreto, lleno de fuego y de ternura: «Me pidió después el corazón, y yo le
supliqué que le tomase. Le tomó e introdujo en su Corazón adorable, en el cual
me le mostró como un pequeño átomo, que se consumía en aquel horno encendido».
124. En
otro momento advertimos que quien se nos entrega es el Cristo resucitado, lleno
de gloria, pleno de vida y de luz. Si bien en distintos momentos habla de los
sufrimientos que soportó por nosotros y de la ingratitud que recibe, aquí no se
destacan la sangre y las llagas sufrientes, sino la luz y el fuego del
Viviente. Las heridas de la Pasión, que no desaparecen, quedan transfiguradas.
Así, aquí se expresa el Misterio de la Pascua en su integridad: «Una vez entre
otras, estando expuesto el Santísimo Sacramento […] se me presentó Jesucristo,
mi divino Maestro, todo radiante de gloria, con sus cinco llagas, que brillaban
como cinco soles, y por todas partes salían llamas de su sagrada humanidad,
especialmente de su adorable pecho, el cual parecía un horno. Abrióse este y me
descubrió su amantísimo y amabilísimo Corazón, que era el vivo foco de donde
procedían semejantes llamas. Entonces fue cuando me descubrió las maravillas
inexplicables de su amor puro, y el exceso, a que le había conducido el amar a
los hombres, de los cuales no recibía sino ingratitudes y desprecios».
San Claudio
de La Colombière
125. Cuando
san Claudio de La Colombière conoció las experiencias de santa Margarita,
inmediatamente se convirtió en su defensor y divulgador. Él tuvo un papel
especial en la comprensión y en la difusión de esta devoción al Sagrado
Corazón, pero también en su interpretación a la luz del Evangelio.
126. Si
bien algunas de las expresiones de santa Margarita, mal entendidas, podían dar
lugar a confiar demasiado en los propios sacrificios y ofrendas, san Claudio
evidencia que la contemplación del Corazón de Cristo, si es auténtica, no
provoca una complacencia en uno mismo o una vanagloria en experiencias o en
esfuerzos humanos, sino un indescriptible abandono en Cristo que llena la vida
de paz, de seguridad, de decisión. Él expresaba muy bien esta confianza
absoluta en una célebre oración:
«Estoy tan
convencido, Dios mío, de que velas sobre todos los que esperan en Ti, y de que
no puede faltar cosa alguna a quien aguarda de Ti todas las cosas, que he
determinado vivir de ahora en adelante sin ningún cuidado, descargándome en Ti
de todas mis solicitudes […]. No por eso perderé la esperanza; antes la
conservaré hasta el postrer suspiro de mi vida y vanos serán los esfuerzos de
todos los demonios del infierno por arrancármela […]. Que otros esperen la
dicha de sus riquezas o de sus talentos; que descansen otros en la inocencia de
su vida, o en la aspereza de su penitencia, o en la multitud de sus buenas
obras, o en el fervor de sus oraciones; en cuanto a mí toda mi confianza se
funda en mi misma confianza […]. Confianza semejante jamás salió fallida a
nadie. […] Así que, seguro estoy de ser eternamente bienaventurado, porque
espero firmemente serlo, y porque eres Tú, Dios mío, de quien lo espero».
127. San
Claudio escribió una nota en enero de 1677, encabezada por unas líneas que se
refieren a la seguridad que él sentía sobre su propia misión: «He reconocido que Dios quiere servirse de
mí, procurando el cumplimiento de sus deseos respecto a la devoción que me ha
sugerido una persona, a quien Él se comunica muy confidencialmente y para
la cual ha querido servirse de mi flaqueza. Ya la he inspirado a muchas
personas».
128. Es
importante advertir cómo en la espiritualidad de La Colombière se produce una
hermosa síntesis entre la rica y bella experiencia espiritual de santa
Margarita y la contemplación tan concreta de los Ejercicios ignacianos. Él
escribía al inicio de la Tercera Semana del mes de Ejercicios: «Dos cosas me
han conmovido sumamente y me han tenido ocupado todo el tiempo. La primera es
la disposición con que sale Jesucristo al encuentro de los que le buscan […].
Su corazón está anegado en un mar de amarguras: todas las pasiones se han
desencadenado en su interior, toda la naturaleza está desconcertada, y a través
de estos desórdenes y de todas estas tentaciones, su Corazón va derecho a Dios,
no da un paso en falso, no vacila en tomar el partido que la virtud y la más
alta virtud le sugiere. […] La segunda cosa es la disposición de este mismo
Corazón con respecto a Judas, que le traicionaba; a los Apóstoles, que
cobardemente le abandonaban; a los Sacerdotes y a los demás, que eran los
autores de la persecución que sufría. Es cierto que todo ello no fue capaz de
excitar en Él el menor resentimiento de odio ni de indignación […]. Me
represento, pues, a este Corazón sin hiel, sin acritud, lleno de verdadera ternura
para con sus enemigos».
San Carlos
de Foucauld y santa Teresa del Niño Jesús
129. San
Carlos de Foucauld y santa Teresa del Niño Jesús, sin pretenderlo, han
reconfigurado algunos elementos de la devoción al Corazón de Cristo,
ayudándonos a entenderla de un modo todavía más fiel al Evangelio. Veamos ahora
cómo se expresó en sus vidas esta devoción. En el próximo capítulo volveremos a
ellos para mostrar la originalidad de la dimensión misionera que ambos
desarrollaron de modos diversos.
Iesus
Caritas
130. En
Louye, san Carlos de Foucauld hacía visitas al Santísimo con su prima, Madame
de Bondy, y un día ella le señaló una imagen del Sagrado Corazón. Esta prima fue fundamental en la conversión de
Carlos, tal como él lo reconoce: «Puesto
que Dios te ha hecho el primer instrumento de sus misericordias para conmigo,
de ti proceden todas. Si tú no me hubieras convertido, llevado a Jesús y
enseñado poco a poco, como letra a letra, todo lo que es piadoso y bueno, ¿estaría
hoy donde estoy?». Pero precisamente, lo
que ella despertó en él es la conciencia ardiente del amor de Jesús. Allí
estaba todo, eso era lo más importante. Y esto se concentraba particularmente
en la devoción al Corazón de Cristo, donde él encontraba la misericordia sin
límites: «Esperemos en la misericordia infinita de aquel cuyo corazón tú me
hiciste conocer».
131. Luego
su director espiritual, el abate Henri Huvelin, le ayudará a profundizar ese
precioso misterio: «Este corazón bendito del que usted me habló tantas veces». El 6 de junio de 1889, Carlos se consagró al
Sagrado Corazón, donde él hallaba un amor absoluto. Él le dice a Cristo: «Me
habéis colmado de tales beneficios, que me parece sería ingratitud para con
vuestro corazón no creer que está dispuesto a colmarme de todo bien, por grande
que sea, y que su amor y su liberalidad no tienen medida». Él será el ermitaño «bajo el nombre del
corazón de Jesús».
132. El 17
de mayo de 1906, el mismo día en que fray Carlos, solo, ya no puede celebrar la
misa, escribe que promete «dejar vivir
en mí el corazón de Jesús para que ya no sea yo quien viva, sino el corazón de
Jesús quien viva en mí, como vivía en Nazaret». Su amistad con Jesús, corazón a corazón, no
tenía nada de un devocionalismo intimista. Era la raíz de esa vida despojada de
Nazaret con la cual Carlos quería imitar a Cristo y configurarse con él.
Aquella tierna devoción al Corazón de Cristo tuvo consecuencias muy concretas
en su estilo de vida y su Nazaret se alimentaba de esa relación tan personal
con el Corazón de Cristo.
Santa
Teresa del Niño Jesús
133. Al
igual que san Carlos de Foucauld, santa Teresa del Niño Jesús respiró la enorme
devoción que inundaba Francia en el siglo XIX. El sacerdote Almire Pichon era
el director espiritual de su familia y se le consideraba un gran apóstol del
Sagrado Corazón. Una hermana suya tomó el nombre religioso “María del Sagrado
Corazón”, y el monasterio al que la santa ingresó estaba dedicado al Sagrado
Corazón. No obstante, su devoción tomó algunas características propias más allá
de las formas como se expresaba en aquel momento.
134. Cuando
tenía quince años encontró un modo de resumir su relación con Jesús: «Aquel
cuyo corazón late al unísono con el mío». Dos años después, cuando le hablaban de un
Corazón coronado de espinas, ella agregaba en una carta: «Tú bien sabes que yo
no veo al Sagrado Corazón como todo el mundo. Yo pienso que el corazón de mi
Esposo es sólo para mí, como el mío es sólo para él, y por eso le hablo en la
soledad de este delicioso corazón a corazón, a la espera de llegar a contemplarlo
un día cara a cara».
135. En una
poesía ella expresó el sentido de su devoción, hecha más de amistad y confianza
que de seguridad en los propios sacrificios:
«Yo quiero
un corazón ardiente de ternura
que me
sirva de apoyo sin jamás vacilar,
que todo lo
ame en mí, incluso mi pobreza…,
que nunca
me abandone, ni me olvide jamás. […]
¡Yo
necesito a un Dios de humanidad vestido,
que se haga
hermano mío y que pueda penar! […]
Sé que
nuestras justicias y todos nuestros méritos
carecen de
valor a tus divinos ojos […]
por eso he
escogido para mi purgatorio
tu amor
consumidor, ¡Corazón de mi Dios!». [131]
136. Quizás
el texto más importante para poder comprender el sentido de su devoción al
Corazón de Cristo sea la carta que escribió, tres meses antes de morir, a su
amigo Maurice Bellière: «Cuando veo a Magdalena adelantarse, en presencia de
los numerosos invitados, y regar con sus lágrimas los pies de su Maestro
adorado, a quien toca por primera vez, siento que su corazón ha comprendido los
abismos de amor y de misericordia del corazón de Jesús y que, por más pecadora
que sea, ese corazón de amor está dispuesto, no sólo a perdonarla, sino incluso
a prodigarle los favores de su intimidad divina y a elevarla hasta las cumbres
más altas de la contemplación.
Querido
hermanito, desde que se me ha concedido a mí también comprender el amor del
corazón de Jesús, le confieso que él ha desterrado todo temor de mi corazón.
El recuerdo de mis faltas me humilla y me lleva a no apoyarme nunca en mi
propia fuerza, que no es más que debilidad; pero sobre todo, ese recuerdo me
habla de misericordia y de amor». [
137. Las
mentes eticistas, que pretenden llevar un control de la misericordia y de la
gracia, dirían que ella podía expresar esto porque era santa, pero que no
podría afirmarlo una persona pecadora. De ese modo, quitan de la espiritualidad
de santa Teresa del Niño Jesús su hermosa novedad que refleja el corazón del
Evangelio. Lamentablemente, se ha vuelto frecuente en algunos círculos
cristianos este intento de encerrar al Espíritu Santo en un esquema que les
permita tener todo bajo su supervisión. Sin embargo, esta sabia doctora de la
Iglesia les tapa la boca, y contradice directamente esa interpretación
reductiva con estas palabras tan claras: « aunque hubiera cometido todos los
crímenes posibles, seguiría teniendo la misma confianza; sé que toda esa
multitud de ofensas sería como una gota de agua arrojada en una hoguera
encendida».
138. A sor
María, que la elogiaba por su generoso amor a Dios dispuesto al martirio, ella
le responde detenidamente en una carta que hoy es uno de los grandes hitos de
la historia de la espiritualidad. Esta página debería ser leída mil veces por
su hondura, claridad y belleza. Allí
ayuda a la hermana “del Sagrado Corazón” a evitar concentrar esta devoción en
un aspecto dolorista, ya que algunos entendían la reparación como una suerte de
primacía de los sacrificios o de los cumplimientos moralistas. Ella, en
cambio, resume todo en la confianza como la mejor ofrenda, agradable al Corazón
de Cristo: «Mis deseos de martirio no son nada, no son ellos los que me dan la
confianza ilimitada que siento en mi corazón.
A decir
verdad, las riquezas espirituales hacen injusto al hombre cuando se apoya en
ellas con complacencia, creyendo que son algo grande. […] Lo que le agrada es
verme amar mi pequeñez y mi pobreza, es la esperanza ciega que tengo en su
misericordia… Este es mi único tesoro […] si deseas sentir alegría o atractivo
por el sufrimiento, es tu propio consuelo lo que buscas […]. Comprende que para
amar a Jesús, para ser su víctima de amor, cuanto más débil se es, sin deseos
ni virtudes, más cerca se está de las operaciones de ese Amor consumidor y
transformante. […] ¡Ay, ¡cómo quisiera hacerte comprender lo que yo siento…! La
confianza, y nada más que la confianza, puede conducirnos al amor». [134]
139. En
muchos de sus textos se advierte su lucha contra formas de espiritualidad
demasiado centradas en el esfuerzo humano, en el mérito propio, en el
ofrecimiento de sacrificios, en determinados cumplimientos para “ganarse el
cielo”. Para ella, «el mérito no consiste en hacer mucho ni en dar mucho, sino
más bien en recibir». Leamos una vez más
algunos de los textos tan significativos donde ella insiste en ese camino, que
es un modo simple y rápido de ganar al Señor por el corazón.
140. Así
escribe a su hermana Leonia: «Te aseguro
que Dios es mucho mejor de lo que piensas. Él se conforma con una mirada, con
un suspiro de amor… Y creo que la perfección es algo muy fácil de practicar,
pues he comprendido que lo único que hay que hacer es ganar a Jesús por el
corazón… Fíjate en un niñito que acaba de disgustar a su madre […] si va a
tenderle sus bracitos sonriendo y diciéndole: “Dame un beso, no lo volveré a
hacer”, ¿no lo estrechará su madre tiernamente contra su corazón, y olvidará
sus travesuras infantiles…? Sin embargo, ella sabe muy bien que su pequeño
volverá a las andadas en la primera ocasión; pero no importa: si vuelve a
ganarla otra vez por el corazón, nunca será castigado».
141. En una
carta al padre Adolphe Roulland dice: «Mi camino es todo él de confianza y de
amor, y no comprendo a las almas que tienen miedo de tan tierno amigo. A veces,
cuando leo ciertos tratados espirituales en los que la perfección se presenta
rodeada de mil estorbos y mil trabas, y circundada de una multitud de
ilusiones, mi pobre espíritu se fatiga muy pronto, cierro el docto libro que me
quiebra la cabeza y me diseca el corazón y tomo en mis manos la Sagrada
Escritura. Entonces todo me parece luminoso, una sola palabra abre a mi alma
horizontes infinitos, la perfección me parece fácil: veo que basta con
reconocer la propia nada y abandonarse como un niño en los brazos de Dios».
142. Y
dirigiéndose al abate Maurice Bellière, a propósito de un padre de familia,
expresa: «No creo que el corazón de ese padre afortunado pueda resistirse a la
confianza filial de su hijo, cuya sinceridad y amor conoce. Sin embargo, no
ignora que su hijo volverá a caer más de una vez en las mismas faltas, pero
está dispuesto a perdonarle siempre si su hijo le vuelve a ganar una y otra vez
por el corazón».
Resonancias
en la Compañía de Jesús
143. Hemos
visto cómo san Claudio de La Colombière unía la experiencia espiritual de santa
Margarita con la propuesta de los Ejercicios espirituales. Considero que el
lugar del Sagrado Corazón en la historia de la Compañía de Jesús merece unas
breves palabras.
144. La espiritualidad de la Compañía de Jesús
siempre propuso un « conocimiento interno del Señor […] para que más le ame y le
siga». San Ignacio nos invita en sus
Ejercicios espirituales a situarnos frente al Evangelio, que nos narra que
Jesús «herido con la lanza su costado, manó agua y sangre». Cuando el ejercitante queda frente al costado
herido de Cristo, Ignacio le propone entrar en el Corazón de Cristo. Este es un
camino para madurar el propio corazón de la mano de un “maestro de los
afectos”, según la expresión que san Pedro Fabro usaba en una de sus cartas a
san Ignacio.
Lo menciona también el jesuita Juan Alfonso de
Polanco, en su biografía de san Ignacio, en la cual reconocía que «[el cardenal
Contarini] había encontrado al Padre Ignacio como un maestro de los afectos». Los coloquios que san Ignacio propone son
parte esencial de esta educación del corazón, porque sentimos y gustamos con el
corazón un mensaje del Evangelio y lo conversamos con el Señor. San Ignacio
dice que podemos comunicarle nuestras cosas al Señor y pedirle consejo acerca
de ellas. Cualquier ejercitante puede
reconocer que en los Ejercicios hay un diálogo de corazón a corazón.
145. San
Ignacio finaliza las contemplaciones al pie del Crucificado, invitando al
ejercitante a dirigirse con mucho afecto al Señor crucificado y a preguntarle «como
un amigo habla a otro, o un siervo a su señor» qué debería hacer por él. El
itinerario de los Ejercicios culmina en la “Contemplación para alcanzar Amor”,
de la que brota el agradecimiento y la ofrenda de “la memoria, el
entendimiento y la voluntad” al Corazón que es fuente y origen de todo bien.
Tal conocimiento interior del Señor no se construye con nuestras luces y
esfuerzos, se pide como don.
146. Esta
misma experiencia está detrás de una larga cadena de sacerdotes jesuitas que se
han referido explícitamente al Corazón de Jesús, como san Francisco de Borja,
san Pedro Fabro, san Alonso Rodríguez, el padre Álvarez de Paz, el padre
Vicente Caraffa, el padre Kasper Drużbicki y tantos otros. En 1883 los jesuitas
declararon « que la Compañía de Jesús acepta y recibe con un espíritu
desbordante de gozo y de gratitud, la suavísima carga que le ha confiado
nuestro Señor Jesucristo de practicar, promover y propagar la devoción a su
divinísimo Corazón». En diciembre de 1871 el padre Pieter Jan
Beckx consagró la Compañía al Sagrado Corazón de Jesús y, como señal de que
seguía siendo parte actual de la vida de la Compañía, el padre Pedro Arrupe lo
hizo nuevamente en 1972, con una convicción que se expresa en estas palabras:
«Quiero
decir a la Compañía algo que juzgo no debo callar. Desde mi noviciado, siempre
he estado convencido de que en la llamada “Devoción al Sagrado Corazón” está
encerrada una expresión simbólica de lo más profundo del espíritu ignaciano y
una extraordinaria eficacia — ultra quam speraverint— tanto para la perfección
propia como para la fecundidad apostólica. Ese convencimiento lo poseo aún. […]
En esta devoción tengo una de las fuentes más entrañables de mi vida interior».
[146]
147. Cuando
san Juan Pablo II invitó «a todos los miembros de la Compañía a que promuevan
con mayor celo aún esta devoción que corresponde más que nunca a las esperanzas
de nuestro tiempo» lo hizo porque reconocía los íntimos lazos que hay entre la
devoción al Corazón de Cristo y la espiritualidad ignaciana, ya que el deseo de
«conocer íntimamente al Señor» y de «mantener un diálogo» con él, corazón a
corazón, «es característico, gracias a los ejercicios espirituales, del
dinamismo espiritual y apostólico ignaciano, todo él al servicio del amor del
Corazón de Dios».
Una larga
corriente de vida interior
148. La
devoción al Corazón de Cristo reaparece en el camino espiritual de muchos
santos muy diferentes entre sí y en cada uno de ellos esta devoción adquiere
nuevos aspectos. San Vicente de Paúl, por dar un ejemplo, decía que lo que Dios
quiere es el corazón: «Dios pide
principalmente el corazón, el corazón, que es lo principal. ¿De dónde viene que
uno que carezca de bienes merezca más que el que teniendo grandes posesiones,
renuncia a ellas? De que el que no tiene nada, va con más afecto; y eso es
lo que Dios quiere especialmente». Esto
implica aceptar que el propio corazón se una al de Cristo: «Una hermana que hace
todo lo que puede para poner su corazón en disposición de unirse al de Nuestro
Señor […] ¡cuántas bendiciones puede esperar de Dios!».
149. A
veces tenemos la tentación de considerar este misterio de amor como un
admirable hecho del pasado, como una bella espiritualidad de otros tiempos, y
necesitamos recordar una y otra vez, como decía un santo misionero, que «este
Corazón divino, que toleró ser atravesado por una lanza enemiga para derramar
por esa sagrada abertura los Sacramentos con los que se formó la Iglesia, de
ningún modo ha dejado de amar». Otros
santos más recientes como san Pío de Pietrelcina, santa Teresa de Calcuta y
tantos más, hablan con sentida devoción sobre el Corazón de Cristo. Pero
quisiera recordar también las experiencias de santa Faustina Kowalska que
reproponen la devoción al Corazón de Cristo con un fuerte acento en la vida
gloriosa del Resucitado y en la misericordia divina.
De hecho, motivado por estas vivencias de la
santa y bebiendo de la herencia espiritual del santo obispo Józef Sebastian
Pelczar (1842-1924), san Juan Pablo II conectaba íntimamente su reflexión sobre
la misericordia con la devoción al Corazón de Cristo: «La Iglesia parece
profesar de manera particular la misericordia de Dios y venerarla dirigiéndose
al Corazón de Cristo. En efecto, precisamente el acercarnos a Cristo en el
misterio de su corazón, nos permite detenernos en este punto […] de la
revelación del amor misericordioso del Padre, que ha constituido el núcleo
central de la misión mesiánica del Hijo del Hombre». El mismo san Juan Pablo II, refiriéndose al
Sagrado Corazón, reconoció de una manera muy personal: «Él me ha hablado desde
mi juventud».
150. La
actualidad de la devoción al Corazón de Cristo se advierte particularmente en
la acción evangelizadora y educativa de numerosas congregaciones religiosas
femeninas y masculinas que han sido marcadas desde sus orígenes por esta
experiencia espiritual cristológica. Mencionarlas a todas sería una tarea
interminable. Veamos sólo dos ejemplos tomados al azar: «El Fundador [san
Daniel Comboni] ha encontrado en el misterio del Corazón de Jesús la fuerza
para su compromiso misionero». «Impulsadas por el amor del Corazón de
Jesús, buscamos el crecimiento de las personas en su dignidad humana y como
hijos e hijas de Dios, a partir del evangelio y de sus exigencias de amor,
de perdón, de justicia y de solidaridad con los pobres y marginados». Del mismo modo, los santuarios consagrados al
Corazón de Cristo, esparcidos por el mundo, son un cautivante manantial de
espiritualidad y de fervor. A todos los que de alguna manera participan de
estos espacios de fe y caridad les hago llegar mi paternal bendición.
La devoción
del consuelo
151. La
herida del costado, de donde brota el agua viva, sigue abierta en el Resucitado.
Esa gran herida producida por la lanza, y las llagas de la corona de espinas
que suelen aparecer en las representaciones del Sagrado Corazón, son
inseparables de esta devoción. Porque en ella se contempla el amor de
Jesucristo que fue capaz de entregarse hasta el fin. El corazón del Resucitado
mantiene estas señales de la entrega total que implicó un intenso sufrimiento
por nosotros. Por eso resulta de algún modo inevitable que el creyente desee
reaccionar, no solamente frente a ese gran amor, sino también ante el dolor que
Cristo aceptó soportar por tanto amor.
Con Él en
la Cruz
152. Vale
la pena rescatar esa expresión de la experiencia espiritual desarrollada en
torno al Corazón de Cristo: el deseo interior de darle un consuelo. No trataré
ahora la práctica de la “reparación”, que considero mejor situada en el
contexto de la dimensión social de esta devoción, por lo cual la desarrollaré
en el próximo capítulo. Ahora sólo quisiera concentrarme en ese deseo que
muchas veces brota en el corazón del creyente enamorado cuando contempla el
misterio de la pasión de Cristo y la vive como un misterio que no sólo se
recuerda, sino que por la gracia se vuelve presente, o mejor, nos lleva a
nosotros a estar místicamente presentes en ese momento redentor. Si el Amado es
el más importante, entonces, ¿cómo no querer consolarle?
153. El
Papa Pío XI intentó fundamentarlo invitándonos a reconocer que el misterio de
la redención por la pasión de Cristo salta por la gracia de Dios todas las
distancias del tiempo y del espacio, de modo que si él en la Cruz se entregaba
también por los pecados futuros, los nuestros, de la misma manera nuestros
actos ofrecidos hoy para su consuelo, traspasando los tiempos, llegaron a su
Corazón herido: «Que si a causa también de nuestros pecados futuros, pero
previstos, el alma de Cristo Jesús estuvo triste hasta la muerte, sin duda
algún consuelo recibiría de nuestra reparación también futura, pero prevista,
cuando el ángel del cielo ( Lucas 22,43) se le apareció para consolar su
Corazón oprimido de tristeza y angustias. Así, aún podemos y debemos consolar
aquel Corazón sacratísimo, incesantemente ofendido por los pecados y la
ingratitud de los hombres, por este modo admirable, pero verdadero».
Las razones
del corazón
154. Puede
parecer que esta expresión de la devoción no tiene suficiente sustento
teológico, sin embargo, el corazón tiene sus razones. El sensus fidelium intuye
que aquí hay algo misterioso más allá de nuestra lógica humana, y que la pasión
de Cristo no es un mero hecho del pasado: podemos participar en ella desde la
fe. Meditar la entrega de Cristo en la
cruz, para la piedad de los fieles es algo mayor que un mero recuerdo. Esta
convicción está sólidamente fundada en la teología. A esto se une la conciencia del propio pecado,
que él cargó sobre sus hombros heridos, y de la propia inadecuación frente a
tanto amor, que siempre nos sobrepasa infinitamente.
155. De
todos modos, nos preguntamos cómo es posible relacionarnos con el Cristo vivo,
resucitado, plenamente feliz, y al mismo tiempo consolarlo en la pasión.
Consideremos el hecho de que el Corazón
resucitado conserva su herida como memoria constante, y que la acción de la
gracia provoca una experiencia que no se contiene enteramente en el
instante cronológico. Estas dos convicciones nos permiten admitir que estamos
ante una vía mística que supera los intentos de la razón y expresa lo que la
misma Palabra de Dios nos sugiere. «Mas —escribe el Papa Pío XI—, ¿cómo podrán
estos actos de reparación consolar a Cristo, que dichosamente reina en los
cielos? Respondemos con palabras de San Agustín: “Dame un corazón que ame y sentirá lo que digo”.
Un alma de veras amante de Dios, si mira al
tiempo pasado, ve a Jesucristo trabajando, doliente, sufriendo durísimas penas
“por nosotros los hombres y por nuestra salvación”, tristeza, angustias,
oprobios, “quebrantado por nuestras culpas” (Isaías 53,5) y sanándonos con sus
llagas. De todo lo cual tanto más hondamente se penetran las almas piadosas
cuanto más claro ven que los pecados de los hombres en cualquier tiempo
cometidos fueron causa de que el Hijo de Dios se entregase a la muerte».
156. Esta
enseñanza de Pío XI merece ser tenida en cuenta. Pues cuando la Escritura
sostiene que los creyentes que no viven de acuerdo con su fe «por su cuenta
vuelven a crucificar al Hijo de Dios» (Hebreos 6,6), o que cuando soporto
padecimientos por los demás «completo en mi carne lo que falta a los
padecimientos de Cristo» (Colosenses 1,24), o que Cristo en su pasión oró no
solamente por sus discípulos de entonces sino «por los que, gracias a su
palabra, creerán» (Juan 17,20) en él, está diciendo algo que rompe nuestros
esquemas limitados. Nos muestra que no es posible establecer un antes y un
después sin conexión alguna, aunque nuestro pensamiento no sepa cómo
explicarlo.
El
Evangelio, en sus distintos aspectos, no es sólo para reflexionarlo o
recordarlo, sino para vivirlo, tanto en las obras de amor como en la
experiencia interior, y esto vale sobre todo para el misterio de la muerte y
resurrección de Cristo. Las separaciones temporales que nuestra mente utiliza
no parecen contener la verdad de esta experiencia creyente donde se funden la
unión con Cristo sufriente y a la vez la potencia, el consuelo y la amistad que
gozamos con el Resucitado.
157. Vemos
ahora la unidad del Misterio pascual en sus dos aspectos inseparables que se
iluminan entre sí. Ese único Misterio que se hace presente por la gracia en sus
dos dimensiones, hace que al mismo tiempo que intentamos ofrecer algo a Cristo
para su consuelo, nuestros propios sufrimientos se ven iluminados y
transfigurados por la luz pascual del amor. Lo que sucede es que nosotros
participamos de ese Misterio en nuestra vida concreta, porque antes Cristo
mismo quiso participar de nuestra vida, quiso vivir anticipadamente como cabeza
lo que viviría su cuerpo eclesial, tanto en las heridas como en los consuelos.
Cuando vivimos en gracia de Dios, esta mutua participación se nos vuelve
experiencia espiritual. En definitiva,
es el Resucitado quien, con la acción de su gracia, hace posible que nos unamos
misteriosamente a su pasión. Lo saben los corazones creyentes que viven el gozo
de la resurrección, pero simultáneamente desean participar en el destino de
su Señor. Están dispuestos a esa participación con los sufrimientos, los
cansancios, las desilusiones y los temores que son parte de su vida. No viven
tal Misterio en soledad, ya que estas llagas son igualmente participación en el
destino del cuerpo místico de Cristo que camina en el santo pueblo de Dios y que
lleva en sí el destino de Cristo en cada tiempo y lugar de la historia. La
devoción del consuelo no es ahistórica o abstracta, se hace carne y sangre en
el camino de la Iglesia.
La
compunción
158. El inevitable deseo de consolar a Cristo,
que parte del dolor de contemplar lo que sufrió por nosotros, se alimenta
también en el reconocimiento sincero de nuestras esclavitudes, los apegos,
las faltas de alegría en la fe, las búsquedas vanas, y, más allá de los pecados
concretos, la no correspondencia del corazón a su amor y a su proyecto. Es una
experiencia que nos purifica, porque el amor necesita la purificación de las
lágrimas que al final nos dejan más sed de Dios y menos obsesión por nosotros
mismos.
159. Así
vemos que más hondo se vuelve el deseo de consolar al Señor mientras más se
profundiza la compunción del corazón creyente, que «no es un sentimiento de
culpa que nos tumba por tierra, no es el escrúpulo que paraliza, sino que es un
aguijón benéfico que quema por dentro y cura, porque el corazón, cuando ve el
propio mal y se reconoce pecador, se abre, acoge la acción del Espíritu Santo,
agua viva que lo sacude haciendo correr las lágrimas sobre el rostro. […] No se
trata de sentir lástima de uno mismo, como frecuentemente nos vemos tentados a
hacer. […]
Tener
lágrimas de compunción, en cambio, es arrepentirse seriamente de haber
entristecido a Dios con el pecado; es reconocer estar siempre en deuda y no ser
nunca acreedores […]. Como una gota excava la piedra, así las lágrimas excavan
lentamente los corazones endurecidos. Se asiste de esta manera al milagro de la
tristeza, de la buena tristeza que lleva a la dulzura. […] La compunción no es el fruto de nuestro trabajo, sino que es una gracia
y como tal ha de pedirse en la oración». Es «demandar […] dolor con Cristo doloroso,
quebranto con Cristo quebrantado, lágrimas, pena interna de tanta pena que
Cristo pasó por mí».
160. Por consiguiente, ruego que nadie se burle
de las expresiones de fervor creyente del santo pueblo fiel de Dios, que en su
piedad popular intenta consolar a Cristo. E invito a cada uno a preguntarse
si no hay más racionalidad, más verdad y más sabiduría en ciertas
manifestaciones de ese amor que busca consolar al Señor que en los fríos,
distantes, calculados y mínimos actos de amor de los que somos capaces aquellos
que pretendemos poseer una fe más reflexiva, cultivada y madura.
Consolados
para consolar
161. En
esta contemplación del Corazón de Cristo entregado hasta el extremo somos
consolados nosotros. El dolor que
sentimos en el corazón abre paso a la confianza plena y finalmente lo que queda
es gratitud, ternura, paz; queda su amor reinando en nuestra vida. La
compunción «no provoca angustia, sino que aligera el alma de las cargas, porque
actúa en la herida del pecado, disponiéndonos a recibir precisamente allí la
caricia del Señor». Y nuestro dolor se
une al dolor de Cristo en la cruz, pues cuando decimos que la gracia nos
permite saltar todas las distancias, esto significa además que Cristo, cuando
sufría, se unía a todos los sufrimientos de sus discípulos a lo largo de la
historia. De ese modo, si sufrimos, podemos vivir el consuelo interior de saber
que el mismo Cristo sufre con nosotros. Deseando consolarle, salimos
consolados.
162. Pero
en algún momento de esta contemplación del corazón creyente, debe resonar aquel
dramático reclamo del Señor: «¡Consuelen, consuelen a mi pueblo!» (Isaías
40,1). Y nos vienen a la memoria las palabras de san Pablo, que nos recuerda
que Dios nos consuela «para que nosotros podamos dar a los que sufren el mismo
consuelo que recibimos de Dios» (2 Corintios 1,4).
163. Esto
nos invita ahora a tratar de ahondar en la dimensión comunitaria, social y
misionera de toda auténtica devoción al Corazón de Cristo. Porque al mismo
tiempo que el Corazón de Cristo nos lleva al Padre, nos envía a los hermanos.
En los frutos de servicio, fraternidad y misión que el Corazón de Cristo
produce a través de nosotros se cumple la voluntad del Padre. De este modo se
cierra el círculo: «La gloria de mi Padre consiste en que ustedes den fruto
abundante» (Juan 15,8).
AMOR POR
AMOR
164. En las
experiencias espirituales de santa Margarita María, junto a la ardiente
declaración de amor de Jesucristo, encontramos también una resonancia interior
que interpela a dar la vida. Sabernos amados y depositar toda la confianza en
ese amor no significa anular todas nuestras capacidades de entrega, no implica
renunciar al imparable deseo de dar alguna respuesta desde nuestras pequeñas y
limitadas capacidades.
Un lamento
y un pedido
165. A
partir de la segunda gran manifestación a santa Margarita, Jesús expresa el
dolor porque su gran amor a los hombres no recibe a cambio «por procurar su
bien, sino frialdad y repulsas […] ingratitudes y desprecios. Esto —dice el
Señor— me es mucho más sensible, que cuanto he sufrido en mi pasión». [162]
166. Jesús habla de su sed de ser amado, nos
muestra que no es indiferente a su Corazón la reacción que nosotros tengamos
ante su deseo: «Tengo sed, pero una sed tan ardiente de ser amado de los
hombres en el Santísimo Sacramento, que esta sed me consume; y no hallo nadie
que se esfuerce, según mi deseo, en apagármela, correspondiendo de alguna
manera a mi amor». El pedido de Jesús es
amor. Cuando el corazón creyente lo descubre, la respuesta que brota
espontáneamente no consiste en una pesada búsqueda de sacrificios o en el mero
cumplimiento de un pesado deber, es cuestión de amor: «Recibí de Dios gracias
excesivas de su amor, y sintiéndome movida del deseo de corresponderle en algo
y rendirle amor por amor». [164] Así enseña León XIII, escribiendo que, mediante la imagen del Sagrado Corazón, la
caridad de Cristo «nos incita a devolverle amor por amor».
Prolongar
su amor en los hermanos
167.
Necesitamos volver a la Palabra de Dios para reconocer que la mejor respuesta
al amor de su Corazón es el amor a los hermanos, no hay mayor gesto que podamos
ofrecerle para devolver amor por amor. La Palabra de Dios lo dice con total
claridad:
«Les
aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo
hicieron conmigo» (Mateo 25,40).
«Toda la
Ley está resumida plenamente en este precepto: Amarás a tu prójimo como a ti
mismo» (Gálatas 5,14).
«Nosotros
sabemos que hemos pasado de la muerte a la Vida, porque amamos a nuestros
hermanos. El que no ama permanece en la muerte» (1 Juan 3,14).
«¿Cómo
puede amar a Dios, a quien no ve, el que no ama a su hermano, a quien ve?» (1 Juan
4,20).
168. El amor a los hermanos no se fabrica, no es
resultado de nuestro esfuerzo natural, sino que requiere una transformación de
nuestro corazón egoísta. Entonces nace de una forma espontánea la célebre
súplica: “Jesús, haz nuestro corazón semejante al tuyo”. Por esta misma razón,
la invitación de san Pablo no era: “esfuércense por hacer obras buenas”. Su
invitación era más precisamente: «Tengan entre ustedes los mismos sentimientos
de Cristo Jesús» (Flp 2,5).
169. Es
bueno recordar que en el Imperio romano muchas personas pobres, forasteros y
tantos otros descartados, encontraban en los cristianos respeto, cariño y
cuidado. Esto explica el razonamiento del emperador apóstata Juliano, quien se
preguntaba por qué los cristianos eran tan respetados y seguidos, y consideraba
que una de las razones era su tarea de asistencia a los pobres y a los
forasteros, dado que el Imperio los ignoraba y despreciaba. Para este emperador
era intolerable que sus pobres no recibiesen ayuda de parte suya, mientras los
odiados cristianos «alimentan a los suyos, y además a los nuestros».
En la carta se detiene especialmente en la
orden de crear instituciones de beneficencia para competir con los cristianos y
atraer el respeto de la sociedad: «Abre en todas las ciudades numerosos
alberges, para que los extranjeros puedan gozar de nuestra humanidad […].
Acostumbra a los helenos a los actos de beneficencia». Pero no logró su objetivo, seguramente porque
detrás de estas obras no había algo semejante al amor cristiano que permitía
reconocer a cada persona una dignidad única.
170.
Identificándose con los más pequeños de la sociedad (cf. Mateo 25,31-46),
«Jesús aportó la gran novedad del reconocimiento de la dignidad de toda
persona, y también, y, sobre todo, de aquellas personas que eran calificadas de
“indignas”. Este nuevo principio de la historia humana, por el que el ser
humano es más “digno” de respeto y amor cuanto más débil, miserable y
sufriente, hasta el punto de perder la propia “figura” humana, ha cambiado la
faz del mundo, dando lugar a instituciones que se ocupan de personas en
condiciones inhumanas: los neonatos abandonados, los huérfanos, los ancianos en
soledad, los enfermos mentales, personas con enfermedades incurables o graves
malformaciones y aquellos que viven en la calle».
171. Aun
desde el punto de vista de la herida de su Corazón, la mirada dirigida al
Señor, que «tomó nuestras debilidades y cargó sobre sí nuestras enfermedades»
(Mateo 8,17), nos ayuda a prestar más atención al sufrimiento y a las carencias
de los demás, nos hace fuertes para participar en su obra de liberación, como
instrumentos para la difusión de su amor. Si contemplamos la entrega de Cristo por
todos, se nos vuelve inevitable preguntarnos por qué no somos capaces de dar la
vida por los demás: «En esto hemos conocido el amor: en que él entregó su vida
por nosotros. Por eso, también nosotros debemos dar la vida por nuestros
hermanos» ( 1 Juan 3,16).
Algunas
resonancias en la historia de la espiritualidad
172. Esta
unión entre la devoción al Corazón de Jesús y el compromiso con los hermanos
atraviesa la historia de la espiritualidad cristiana. Veamos algunos ejemplos.
Ser una
fuente para los demás
173. A
partir de Orígenes, varios Padres de la Iglesia interpretaron el texto de Juan
7,38 —«de su seno brotarán manantiales de agua viva»— como referido al mismo
creyente, aunque es la consecuencia de que él mismo ha bebido de Cristo. De
este modo la unión con Cristo no se orienta sólo a saciar la propia sed sino a
convertirnos en una fuente de agua fresca para los demás. Decía Orígenes que
Cristo cumple su promesa haciendo brotar de nosotros corrientes de agua: «El
alma del ser humano, que es a imagen de Dios, puede contener en sí y producir
de sí pozos, fuentes y ríos».
174. San
Ambrosio recomendaba beber de Cristo «para que abunde en ti la fuente de agua
que salta a la vida eterna». Y Mario
Victorino sostenía que el Espíritu Santo se dona con tal abundancia que «quien
lo recibe se convierte en un seno que derrama ríos de agua viviente». [172] San
Agustín decía que este río que brota del creyente es la benevolencia. Santo Tomás de Aquino reafirmaba esta idea
sosteniendo que cuando alguien «se apresura a comunicar a otros diversos dones
de la gracia que recibió de Dios, agua viva fluye de su seno».
175.
Porque, si bien «el sacrificio de la cruz, ofrecido con corazón amante y
obediente, presenta una satisfacción sobreabundante e infinita por los pecados
del género humano», la Iglesia, que nace
del Corazón de Cristo, prolonga y comunica en todos los tiempos y en todas
partes los efectos de esa única pasión redentora, que orientan a las personas a
la unión directa con el Señor.
176. En el
seno de la Iglesia, la mediación de María, intercesora y madre, sólo se
entiende «como una participación de esta única fuente que es la mediación de
Cristo mismo», el único Redentor, y «la Iglesia no duda en confesar esta
función subordinada de María». [ La
devoción al corazón de María no pretende debilitar la única adoración debida al
Corazón de Cristo, sino estimularla: «La misión maternal de María para con
los hombres no oscurece ni disminuye en modo alguno esta mediación única de
Cristo, antes bien sirve para demostrar su poder». [178] Gracias al inmenso
manantial que mana del costado abierto de Cristo, la Iglesia, María y todos los
creyentes, de diferentes maneras, se convierten en canales de agua viva. Así
Cristo mismo despliega su gloria en nuestra pequeñez.
Fraternidad
y mística
177. San Bernardo, al mismo tiempo que invitaba
a la unión con el Corazón de Cristo, aprovechaba la riqueza de esta devoción
para proponer un cambio de vida fundado en el amor. Él creía que era
posible una transformación de la afectividad, esclavizada por los placeres, que
no se libera por la obediencia ciega a un mandato sino en una respuesta a la
dulzura del amor de Cristo. El mal se supera con el bien, el mal se vence con
el crecimiento del amor: «Ama, pues, al
Señor, tu Dios, con el afecto de un corazón lleno y entero; ámale con toda la
sabiduría y vigilancia de la razón; ámale con todas las fuerzas del
espíritu, de suerte que no temas ni siquiera el morir por amor suyo […]. Sea el
Señor Jesús para tu afecto un objeto de dulzura, a fin de destruir la dulzura
criminal de los placeres de la vida carnal: una dulzura supere a la otra, como
un clavo expulsa a otro clavo».
178. San
Francisco de Sales se dejaba iluminar especialmente por el pedido de Jesús:
«Aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón» (Mateo 11,29). De
este modo, decía, en las cosas más simples y ordinarias le robamos el corazón
al Señor: «Hay que tener cuidado de servirle en cosas grandes y altas y en
pequeñas y abyectas, pues con unas y con otras podemos arrebatarle el corazón
mediante el amor. […]
Tantos leves detalles de caridad ordinarios, ese dolor de
cabeza o de muelas, una indisposición, la palabra desabrida del marido o de la
esposa, la rotura de un cristal, un desprecio o una burla, la pérdida de los
guantes, de un anillo, de un pañuelo, la insignificante molestia que supone ir
a acostarse temprano o levantarse al alba para hacer oración antes de comulgar,
la vergüenza que se siente al cumplir con ciertos deberes de piedad
públicamente; en una palabra, todos los sufrimientos recibidos y practicados
con amor agradan mucho a la Bondad Divina».
Pero, en
definitiva, la clave de nuestra respuesta al amor del Corazón de Cristo es el
amor al prójimo: «un amor firme, constante, invariable, que, no deteniéndose en
nimiedades, ni en las cualidades o condiciones de las personas, no está
sujeto a cambios ni a las animadversiones […]. Nuestro Señor nos ama sin
interrupción […], soporta tanto nuestros defectos como nuestras imperfecciones;
[…] es pues preciso que hagamos lo mismo con respecto a nuestros hermanos, no
cansándonos nunca de soportarlos».
179. San Carlos de Foucauld quería imitar a
Jesucristo, vivir como él, actuar como él actuaba, hacer siempre lo que Jesús
habría hecho en su lugar. Para que este objetivo se cumpliera en plenitud,
necesitaba conformarse con los sentimientos del Corazón de Cristo. Así aparecía
una vez más la expresión “amor por amor”, cuando decía: «Deseo de sufrimientos,
para devolverle amor por amor, para imitarle, […] para compartir su obra,
ofrecerme a Él todo, la nada que yo soy, en sacrificio, en víctima, por la santificación
de los hombres». El deseo de llevar el
amor de Jesús, su tarea misionera entre los más pobres y olvidados de la
tierra, le llevó a tomar por divisa Iesus Caritas, con el símbolo del Corazón
de Cristo con una cruz clavada.
No era una decisión superficial: «Con todas
mis fuerzas trato de mostrar y de probar a estos pobres hermanos extraviados
que nuestra religión es toda caridad, toda fraternidad, que su emblema es un
corazón». Y él quería establecerse con
otros hermanos «en Marruecos en el nombre del corazón de Jesús». De este modo, su tarea evangelizadora sería
una irradiación: «La caridad ha de irradiar de las fraternidades, como irradia
del corazón de Jesús».
Este deseo lo
convirtió poco a poco en un hermano universal, porque, dejándose modelar por el
Corazón de Cristo, quería albergar a la totalidad de la humanidad doliente en
su corazón fraterno: «Nuestro corazón, como el de la Iglesia, como el de Jesús,
ha de abrazar a todos los hombres». «El
amor del corazón de Jesús para con los hombres, el amor que muestra en su
pasión, ése es el que nosotros hemos de tener para con todos los humanos».
180. El
abate Henri Huvelin, director espiritual de san Carlos de Foucauld, decía que
«cuando nuestro Señor vive en un corazón, le da estos sentimientos, y este
corazón se abaja hacia los pequeños. Tal
fue la disposición del corazón de un Vicente de Paúl [...]. Cuando nuestro
Señor vive en un alma de sacerdote lo inclina hacia los pobres». Es importante advertir cómo esta entrega de
san Vicente, que describe el padre Huvelin, también estaba alimentada por la
devoción al Corazón de Cristo. Vicente
exhortaba a «tomar del corazón de Nuestro Señor algunas palabras de consuelo»
para el pobre enfermo.
Para que esto sea real supone que el propio corazón haya
sido transformado por el amor y la mansedumbre del Corazón de Cristo, y san
Vicente repetía mucho esta convicción en sus sermones y consejos, hasta el
punto de convertirse en un aspecto destacable de las Constituciones de su
Congregación: «Todos pondrán también sumo empeño en aprender esta lección que
nos enseñó Jesucristo: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón”;
teniendo en cuenta que, según Él mismo lo dice, con la mansedumbre se posee la tierra, porque con la práctica de esta
virtud se ganan los corazones de los hombres para convertirlos a Dios, lo
cual no pueden conseguir los que se portan con el prójimo de una manera dura y
áspera» .
La
reparación: construir sobre las ruinas
181. Todo
lo dicho nos permite comprender, a la luz de la Palabra de Dios, cuál es el
sentido que debemos dar a la “reparación” que se ofrece al Corazón de Cristo,
qué es lo que realmente el Señor espera que reparemos con la ayuda de su
gracia. Se ha discutido mucho al respecto, pero san Juan Pablo II ha ofrecido
una respuesta clara para orientarnos a los cristianos de hoy hacia un espíritu
de reparación en mayor sintonía con el Evangelio.
Sentido
social de la reparación al Corazón de Cristo
182. San Juan Pablo II explicó que,
entregándonos junto al Corazón de Cristo, «sobre las ruinas acumuladas por el
odio y la violencia, se podrá construir la tan deseada civilización del amor,
el reino del Corazón de Cristo»; esto ciertamente implica que seamos capaces de
«unir el amor filial hacia Dios con el amor al prójimo»; pues bien, «esta es la
verdadera reparación pedida por el Corazón del Salvador». Junto con Cristo, sobre las ruinas que
nosotros dejamos en este mundo con nuestro pecado, se nos llama a construir una
nueva civilización del amor. Eso es reparar como lo espera de nosotros el
Corazón de Cristo. En medio del desastre que ha dejado el mal, el Corazón de
Cristo ha querido necesitar nuestra colaboración para reconstruir el bien y la
belleza.
183. Es cierto que todo pecado daña a la Iglesia
y a la sociedad, por lo que «se puede atribuir a cada pecado el carácter de
pecado social», aunque esto vale sobre todo para algunos pecados que
«constituyen, por su mismo objeto, una agresión directa contra el prójimo».
San Juan Pablo II explicaba que la
repetición de estos pecados contra los demás muchas veces termina consolidando
una “estructura de pecado” que llega a afectar el desarrollo de los pueblos. Muchas veces esto se inserta en una mentalidad
dominante que considera normal o racional lo que no es más que egoísmo e
indiferencia.
Este
fenómeno se puede definir “alienación social”: «Está alienada una sociedad que,
en sus formas de organización social, de producción y de consumo, hace más
difícil la realización de esta donación y la formación de esta solidaridad
interhumana». No es sólo una norma moral
lo que nos mueve a resistir ante estas estructuras sociales alienadas,
desnudarlas y propiciar un dinamismo social que restaure y construya el bien,
sino que es la misma «conversión del corazón» la que «impone la obligación» de
reparar esas estructuras. Es nuestra respuesta al Corazón amante de Jesucristo
que nos enseña a amar.
184.
Precisamente porque la reparación evangélica posee este fuerte sentido social,
nuestros actos de amor, de servicio, de reconciliación, para que sean
eficazmente reparadores, requieren que Cristo los impulse, los motive, los haga
posibles. Decía también san Juan Pablo II que «para construir la civilización del amor» la humanidad actual tiene
necesidad del Corazón de Cristo. La
reparación cristiana no se puede entender sólo como un conjunto de obras
externas, que son indispensables y a veces admirables. Esta exige una mística,
un alma, un sentido que le otorgue fuerza, empuje, creatividad incansable.
Necesita la vida, el fuego y la luz que proceden del Corazón de Cristo.
Reparar los
corazones heridos
185. Por
otra parte, tampoco le basta al mundo, ni al Corazón de Cristo, una reparación
meramente externa. Si cada uno piensa en sus propios pecados y en sus
consecuencias en los demás, descubrirá que reparar el daño hecho a este mundo
implica además el deseo de reparar los corazones lastimados, allí donde se
produjo el daño más profundo, la herida más dolorosa.
186. Un
espíritu de reparación «nos invita a esperar que toda herida pueda sanar,
aunque sea profunda. La reparación completa parece a veces imposible, cuando
las posesiones o los seres queridos se pierden permanentemente, o cuando
determinadas situaciones se han vuelto irreversibles. Pero la intención de
reparar y de hacerlo concretamente es esencial para el proceso de
reconciliación y el retorno de la paz al corazón».
La belleza
de pedir perdón
187. No
basta la buena intención, es indispensable un dinamismo interior de deseo que
provoque consecuencias externas. En definitiva «la reparación, para ser cristiana, para tocar el corazón de la persona
ofendida y no ser un simple acto de justicia conmutativa, presupone dos
actitudes exigentes: reconocerse culpable y pedir perdón [...]. Es de este
reconocimiento honesto del daño causado al hermano, y del sentimiento profundo
y sincero de que el amor ha sido herido, que nace el deseo de reparar».
188. No se
debe pensar que el reconocimiento del propio pecado ante los demás es algo
degradante o dañino para nuestra dignidad humana. Al contrario, es dejar de
mentirse a sí mismo, es reconocer la propia historia tal cual es, marcada por
el pecado, especialmente cuando hemos hecho daño a los hermanos: «Acusarse a sí
mismo es parte de la sabiduría cristiana. […] Esto le gusta al Señor, porque el
Señor recibe el corazón contrito».
189. Parte
de este espíritu de reparación es el hábito de pedir perdón a los hermanos, que
hace presente una enorme nobleza en medio de nuestra fragilidad. Pedir perdón es un modo de sanar las
relaciones porque «reabre el diálogo y demuestra el deseo de restablecer el
vínculo en la caridad fraterna [...], toca el corazón del hermano, lo
consuela y le inspira la aceptación del perdón solicitado. Así, si lo
irreparable no puede repararse del todo, el amor siempre puede renacer, haciendo
soportable la herida».
190. Un
corazón capaz de compungirse puede crecer en la fraternidad y la solidaridad,
porque «quien no llora retrocede, envejece por dentro, mientras que quien
alcanza una oración más sencilla e íntima, hecha de adoración y conmoción ante
Dios, madura. Se liga menos a sí mismo y más a Cristo, y se hace pobre de
espíritu. De ese modo se siente más cercano a los pobres, los predilectos de Dios».
Por consiguiente, brota un auténtico espíritu de reparación, ya que «quien se compunge de
corazón se siente más hermano de todos los pecadores del mundo, se siente más
hermano sin un atisbo de superioridad o de aspereza de juicio, sino siempre
con el deseo de amar y reparar».
Esta
solidaridad que genera la compunción al mismo tiempo hace posible la
reconciliación. La persona que es capaz de compungirse, «en vez de enfadarse o
escandalizarse por el mal que cometen los hermanos, llora por sus pecados. No
se escandaliza. Se realiza entonces una especie de vuelco, donde la tendencia
natural a ser indulgentes consigo mismo e inflexibles con los demás se invierte
y, por gracia de Dios, uno se vuelve severo consigo mismo y misericordioso con
los demás».
La
reparación: una prolongación para el Corazón de Cristo
191. Hay
otro modo complementario de entender la reparación, que nos permite colocarla
en una relación aún más directa con el Corazón de Cristo, sin excluir de esa
reparación el compromiso concreto con los hermanos del cual hemos hablado.
192. En
otro contexto he afirmado que Dios «de algún modo, quiso limitarse a sí mismo»
y «muchas cosas que nosotros
consideramos males, peligros o fuentes de sufrimiento, en realidad son parte de
los dolores de parto que nos estimulan a colaborar con el Creador». Nuestra cooperación puede permitir que el
poder y el amor de Dios se difundan en nuestras vidas y en el mundo, y el
rechazo o la indiferencia pueden impedirlo. Algunas expresiones bíblicas lo
manifiestan metafóricamente, como cuando el Señor reclama: «Si quieres volver,
Israel […] vuélvete a mí» (Jeremías 4,1). O cuando dice, frente a los rechazos
de su pueblo: «Mi corazón se subleva contra mí y se enciende toda mi ternura»
(Oseas11,8).
193. Aunque
no sea posible hablar de un nuevo sufrimiento del Cristo glorioso, «el misterio
pascual de Cristo […] y todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por
los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos y
en ellos se mantiene permanentemente presente». De ese modo, podemos decir que
él mismo ha aceptado limitar la gloria expansiva de su resurrección, contener
la difusión de su inmenso y ardiente amor para dejar lugar a nuestra libre
cooperación con su Corazón.
Esto es tan
real que nuestro rechazo lo detiene en ese impulso donativo, así como nuestra
confianza y la ofrenda de nosotros mismos abre un espacio, ofrece un canal
libre de obstáculos al derramamiento de su amor. Nuestro rechazo o nuestra indiferencia limitan los efectos de su poder
y la fecundidad de su amor en nosotros. Si él no encuentra en mí confianza
y apertura, su amor se ve privado —porque él mismo así lo ha querido— de su
prolongación en mi vida que es única e irrepetible, y en el mundo donde él me
llama a hacerlo presente. Esto no proviene de una fragilidad suya sino de su
infinita libertad, de su paradójico poder y de la perfección de su amor por
cada uno de nosotros. Cuando la omnipotencia de Dios se muestra en esa
debilidad de nuestra libertad, «sólo la fe puede descubrirla».
194. De
hecho, santa Margarita María narró que, en una de las manifestaciones de
Cristo, él le habló de su Corazón apasionado de amor por nosotros, que «no
pudiendo ya contener en sí mismo las llamas de su caridad ardiente, le es
preciso comunicarlas». Puesto que el
Señor, que todo lo puede, en su divina libertad ha querido necesitar de
nosotros, la reparación se entiende como liberar los obstáculos que ponemos a
la expansión del amor de Cristo en el mundo, con nuestras faltas de confianza,
gratitud y entrega.
La ofrenda
al Amor
195. Para
reflexionar mejor sobre este misterio, nos ayuda nuevamente la luminosa
espiritualidad de santa Teresa del Niño Jesús. Ella sabía que algunas personas
habían desarrollado una forma extrema de reparación, con la buena voluntad de
entregarse por los demás, que consistía en ofrecerse como una especie de
“pararrayos” de manera que la justicia divina se realizara: «Pensaba en las
almas que se ofrecen como víctimas a la justicia de Dios para desviar y atraer
sobre sí mismas los castigos reservados a los culpables». Pero, por más admirable que esa ofrenda
pudiera parecer, a ella no le convencía demasiado: «Yo estaba lejos de sentirme
inclinada a hacerla». Esta insistencia
en la justicia divina finalmente inducía a pensar que el sacrificio de Cristo
era incompleto o parcialmente eficaz, o que su misericordia no era
suficientemente intensa.
196. Con su
intuición espiritual santa Teresa del Niño Jesús descubrió que hay otra forma
de ofrendarse a sí mismo, donde no hay necesidad de saciar la justicia divina
sino de permitir al amor infinito del Señor difundirse sin obstáculos: «¡Oh,
Dios mío!, tu amor despreciado ¿tendrá que quedarse encerrado en tu corazón?
Creo que si encontraras almas que se ofreciesen como víctimas de holocausto a
tu amor, las consumirías rápidamente. Creo que te sentirías feliz si no
tuvieses que reprimir las oleadas de infinita ternura que hay en ti».
197. No hay nada que agregar al único sacrificio
redentor de Cristo, pero es verdad que el rechazo de nuestra libertad no le
permite al Corazón de Cristo dilatar en este mundo sus «oleadas de infinita
ternura». Y esto es así porque el mismo Señor quiere respetar esta
posibilidad. Eso, más que la justicia divina, es lo que inquietaba el corazón
de santa Teresa del Niño Jesús, ya que para ella la justicia sólo se comprende
a la luz del amor. Vimos que ella adoraba todas las perfecciones divinas a
través de la misericordia, y así las veía transfiguradas, radiantes de amor.
Decía: «Incluso la justicia (y quizás ésta más aún que todas las demás) me parece
revestida de amor».
198. Así
nace su acto de ofrenda, no a la justicia divina, sino al Amor misericordioso:
«Me ofrezco como víctima de holocausto a tu Amor misericordioso, y te suplico que
me consumas sin cesar, haciendo que se desborden sobre mi alma las olas de
ternura infinita que se encierran en ti, y que de esa manera llegue yo a ser
mártir de tu amor, Dios mío». Es
importante advertir que no se trata sólo de permitir que el Corazón de Cristo
extienda la belleza de su amor en el propio corazón, a través de una confianza
total, sino también que a través de la propia vida llegue a los demás y
transforme el mundo: «En el corazón de la Iglesia, mi Madre, yo seré el amor
[…] ¡¡¡ Así mi sueño se verá hecho realidad…!!!». Los dos aspectos están inseparablemente
unidos.
199. El
Señor aceptó su ofrenda. Vemos que tiempo después ella misma expresó un intenso
amor por los demás y sostuvo que procedía del Corazón de Cristo que se prolongaba
a través de ella. Así, le decía a su hermana Leonia: «Te quiero mil veces más
tiernamente de lo que se quieren las hermanas normales y corrientes, ya que yo
puedo amarte con el Corazón de nuestro Esposo celestial». [215] Un tiempo
después dijo a Maurice Bellière: « ¡Cómo me gustaría hacerle comprender la
ternura del Corazón de Jesús y lo que él espera de usted!».
Integridad
y armonía
200.
Hermanas y hermanos, propongo que desarrollemos esta forma de reparación, que
es, en definitiva, ofrendar al Corazón de Cristo una nueva posibilidad de
difundir en este mundo las llamas de su ardiente ternura. Si es verdad que la
reparación implica el deseo de «compensar las injurias de algún modo inferidas
al Amor increado, si fue desdeñado con el olvido o ultrajado con la ofensa» ,
el camino más adecuado es que nuestro amor regale al Señor una posibilidad de
expandirse por aquellas veces en que esto le fue rechazado o negado. Esto
ocurre si se va más allá del mero “consuelo” a Cristo del cual hablamos en el
capítulo anterior, y se convierte en actos de amor fraterno con los cuales
curamos las heridas de la Iglesia y del mundo. De ese modo ofrecemos nuevas
expresiones al poder restaurador del Corazón de Cristo.
201. Las
renuncias y sufrimientos que exijan estos actos de amor al prójimo nos unen a
la pasión de Cristo, y padeciendo con Cristo en «aquella crucifixión mística de
que habla el Apóstol, tantos más abundantes frutos de propiciación y de
expiación para nosotros y para los demás percibiremos». Sólo
Cristo salva con su entrega en la Cruz por nosotros, sólo él redime, porque hay
«un solo Dios y un solo mediador entre Dios y los hombres: Jesucristo,
hombre él también, que se entregó a sí mismo para rescatar a todos» (1 Timoteo
2,5-6). La reparación que ofrecemos es una participación que aceptamos
libremente en su amor redentor y en su único sacrificio. Así completamos en
nuestra carne «lo que falta a los padecimientos de Cristo, para bien de su
Cuerpo, que es la Iglesia» (Colosenses 1,24) y es el mismo Cristo quien
prolonga a través de nosotros los efectos de su entrega total por amor.
202. Muchas veces los sufrimientos tienen que
ver con el propio ego herido, pero es precisamente la humildad del Corazón de
Cristo la que nos indica el camino del abajamiento. Dios ha querido llegar
a nosotros anonadándose, empequeñeciéndose. Ya lo enseña el Antiguo Testamento
a través de distintas metáforas que muestran a un Dios que entra en las
pequeñeces de la historia y se deja rechazar por su pueblo. Su amor se entremezcla
en la vida cotidiana del pueblo amado y se vuelve mendigo de una respuesta,
como pidiendo permiso para mostrar su gloria. Por otra parte, «quizá una sola
vez el Señor Jesús nos ha llamado con sus palabras al propio corazón. Y ha puesto de relieve este único rasgo:
“mansedumbre y humildad”. Como si quisiera decir que sólo por este camino
quiere conquistar al hombre». Cuando
Cristo dijo: «aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón» (Mateo
11,29) nos indicó que «para expresarse necesita nuestra pequeñez, nuestro
abajamiento».
203. En lo
que hemos dicho es importante advertir distintos aspectos inseparables, porque
esas acciones de amor al prójimo, con todas las renuncias, negaciones de uno
mismo, sufrimientos y cansancios que impliquen, cumplen esta función cuando
están alimentadas por la caridad del mismo Cristo. Él nos permite amar como él amó y así él mismo ama y sirve a través de
nosotros. Si por una parte él parece empequeñecerse, anonadarse, ya que ha
querido mostrar su amor por medio de nuestros gestos, por otra parte, en
las más sencillas obras de misericordia, su Corazón es glorificado y manifiesta
toda su grandeza. Un corazón humano que hace espacio al amor de Cristo a través
de la confianza total y le permite expandirse en la propia vida con su fuego,
se vuelve capaz de amar a los demás como Cristo, haciéndose pequeño y cercano a
todos. Así Cristo sacia su sed y difunde gloriosamente en nosotros y a través
de nosotros las llamas de su ardiente ternura. Advirtamos la hermosa armonía
que hay en todo esto.
204.
Finalmente, para comprender esta devoción en toda su riqueza, es necesario
agregar, retomando lo que hemos dicho sobre su dimensión trinitaria, que la
reparación de Cristo como ser humano se ofrece al Padre por obra del Espíritu
Santo en nosotros. Por lo tanto, nuestra reparación al Corazón de Cristo en
último término se dirige al Padre, que se complace en vernos unidos a Cristo
cuando nos ofrecemos por él, con él y en él.
Enamorar al
mundo
205. La
propuesta cristiana es atractiva cuando se la puede vivir y manifestar en su
integralidad; no como un simple refugio en sentimientos religiosos o en cultos
fastuosos. ¿Qué culto sería para Cristo si nos conformáramos con una relación
individual sin interés por ayudar a los demás a sufrir menos y a vivir mejor?
¿Acaso podrá agradar al Corazón que tanto amó que nos quedemos en una
experiencia religiosa íntima, sin consecuencias fraternas y sociales? Seamos
sinceros y leamos la Palabra de Dios en toda su integralidad. Pero por esta
misma razón decimos que tampoco se trata de una promoción social vacía de
significado religioso, que en definitiva sería querer para el ser humano menos
de lo que Dios quiere darle. Por eso necesitamos
culminar este capítulo recordando la dimensión misionera de nuestro amor al
Corazón de Cristo.
206. San Juan Pablo II, además de hablar de la
dimensión social de la devoción al Corazón de Cristo, se refirió a «la
reparación, que es cooperación apostólica a la salvación del mundo». Del mismo modo, la consagración al Corazón de
Cristo «se ha de poner en relación con la acción misionera de la Iglesia misma,
porque responde al deseo del Corazón de Jesús de propagar en el mundo, a través
de los miembros de su Cuerpo, su entrega total al Reino». Por consiguiente, a través de los cristianos
«el amor se derramará en el corazón de los hombres, para edificar el cuerpo de
Cristo que es la Iglesia y construir una sociedad de justicia, paz y
fraternidad».
207. La prolongación de las llamas de amor del Corazón
de Cristo ocurre también en la tarea misionera de la Iglesia, que lleva el
anuncio del amor de Dios manifestado en Cristo. Lo enseñaba muy bien san
Vicente de Paúl cuando invitaba a sus discípulos a pedir al Señor «ese
corazón, ese corazón que nos hace ir a cualquier parte, ese corazón del Hijo de
Dios, el corazón de nuestro Señor, que nos dispone a ir como él iría […] y nos
envía a nosotros como a ellos [los apóstoles], para llevar a todas partes su
fuego».
208. San
Pablo VI, dirigiéndose a las congregaciones que propagaban la devoción al
Sagrado Corazón, recordaba que «el ardor pastoral y misionero se inflama
principalmente en los sacerdotes y en los fieles, para trabajar por la gloria
divina, cuando mirando el ejemplo de aquella inmensa caridad que nos mostró
Cristo, consagran todo su esfuerzo a comunicar a todos los inagotables tesoros
de Cristo». A la luz del Sagrado Corazón la misión se convierte en una cuestión de
amor, y el mayor riesgo en esa misión es que se digan y se hagan muchas cosas
pero no se logre provocar el feliz encuentro con ese amor de Cristo que abraza
y que salva.
209. La misión, entendida desde la perspectiva
de la irradiación del amor del Corazón de Cristo, exige misioneros enamorados,
que se dejan cautivar todavía por Cristo y que inevitablemente transmiten ese
amor que les ha cambiado la vida. Entonces les duele perder el tiempo
discutiendo cuestiones secundarias o imponiendo verdades y normas, porque su
mayor preocupación es comunicar lo que ellos viven y, sobre todo, que los demás
puedan percibir la bondad y la belleza del Amado a través de sus pobres
intentos. ¿No es lo que ocurre con cualquier enamorado? Vale la pena tomar como
ejemplo aquellas palabras con las que Dante Alighieri, enamorado, procuraba
expresar esta lógica:
«Cada vez
que la elogio cual presea,
amor me
hace sentir con tal dulzura,
que, de
obrar con sutil desenvoltura,
enamorara
de ella a toda gente».
210. Hablar de Cristo, con el testimonio o la
palabra, de tal manera que los demás no tengan que hacer un gran esfuerzo para
quererlo, ese es el mayor deseo de un misionero de alma. No hay
proselitismo en esta dinámica de amor, son las palabras del enamorado que no
molestan, que no imponen, que no obligan, sólo mueven a los otros a preguntarse
cómo es posible tal amor. Con el máximo respeto ante la libertad y la dignidad
del otro, el enamorado sencillamente espera que le permitan narrar esa amistad
que le llena la vida.
211. Cristo
te pide que, sin descuidar la prudencia y el respeto, no tengas vergüenza de
reconocer tu amistad con él. Te pide que te atrevas a contar a los otros que te
hace bien haberlo encontrado: «Al que me reconozca abiertamente ante los
hombres, yo lo reconoceré ante mi Padre que está en el cielo» (Mateo 10,32).
Pero para el corazón amante no es una obligación, es una necesidad difícil de
contener: «¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1 Corintios 9,16); «había
en mi corazón como un fuego abrasador, encerrado en mis huesos: me esforzaba por
contenerlo, pero no podía» (Jeremías 20,9).
En comunión
de servicio
212. No se
debería pensar en esta misión de comunicar a Cristo como si fuera solamente
algo entre él y yo. Se vive en comunión con la propia comunidad y con la
Iglesia. Si nos alejamos de la comunidad, también nos iremos alejando de Jesús.
Si la olvidamos y no nos preocupamos por ella, nuestra amistad con Jesús se irá
enfriando. Nunca se debería olvidar este
secreto. El amor a los hermanos de la propia comunidad —religiosa, parroquial,
diocesana, etc.— es como un combustible que alimenta nuestra relación de
amigos con Jesús. Los actos de amor a los hermanos de comunidad pueden ser el
mejor o, a veces, el único modo posible de expresar ante los demás el amor de
Jesucristo. Lo decía el mismo Señor: «En esto todos reconocerán que ustedes son
mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros» (Juan 13,35).
213. Es un
amor que se vuelve servicio comunitario. No me canso de recordar que Jesús lo
dijo con gran claridad: «Cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis
hermanos, lo hicieron conmigo» (Mateo 25,40). Él te propone que lo encuentres
también allí, en cada hermano y en cada hermana, especialmente en los más
pobres, despreciados y abandonados de la sociedad. ¡Qué hermoso encuentro!
214. Por lo tanto, si nos dedicamos a ayudar a
alguien eso no significa que nos olvidemos de Jesús. Al contrario, lo
encontramos a él de otra manera. Y cuando intentamos levantar y curar a
alguien, Jesús está ahí codo a codo con nosotros. De hecho, es bueno recordar
que cuando envió a sus discípulos a la misión «el Señor los asistía» (Marcos
16,20). Él está allí, trabajando, luchando y haciendo el bien con nosotros. De
un modo misterioso, es su amor el que se manifiesta a través de nuestro
servicio, él mismo le habla al mundo con ese lenguaje que a veces no puede
tener palabras.
215. Él te
envía a derramar el bien y te impulsa por dentro. Para eso te llama con una
vocación de servicio: harás el bien como médico, como madre, como docente, como
sacerdote. Donde sea podrás sentir que él te llama y te envía a vivir esa
misión en la tierra. Él mismo nos dice: «Yo los envío» (Lucas 10,3). Esto es
parte de la amistad con él. Por eso, para que esa amistad madure, hace falta
que te dejes enviar por él a cumplir una misión en este mundo, con confianza,
con generosidad, con libertad, sin miedos.
Si te
encierras en tus comodidades eso no te dará seguridad, siempre aparecerán
temores, tristezas, angustias. Quien no cumple su misión en esta tierra no
puede ser feliz, se frustra. Entonces mejor déjate enviar, déjate conducir
por él adonde él quiera. No olvides que él va contigo. No es que te lanza al
abismo y te deja abandonado a tus propias fuerzas. Él te impulsa y va contigo.
Él lo prometió y lo cumple: «Yo estoy con ustedes hasta el fin del mundo»
(Mateo 28,20).
216. De
alguna manera tienes que ser misionero, como lo fueron los apóstoles de Jesús y
los primeros discípulos, que salieron a anunciar el amor de Dios, salieron a
contar que Cristo está vivo y que vale la pena conocerlo. Santa Teresa del Niño
Jesús lo vivía como parte inseparable de su ofrenda al Amor misericordioso: «Quería
dar de beber a mi Amado, y yo misma me sentía devorada por la sed de almas». Esa también es tu misión. Cada uno la cumple a su modo, y tú verás cómo podrás ser misionero.
Jesús se lo merece. Si te atreves, él te iluminará. Él te acompañará y te
fortalecerá, y vivirás una valiosa experiencia que te hará mucho bien. No
importa si puedes ver algún resultado, eso déjaselo al Señor que trabaja en lo
secreto de los corazones, pero no dejes de vivir la alegría de intentar
comunicar el amor de Cristo a los demás.
CONCLUSIÓN
217. Lo
expresado en este documento nos permite descubrir que lo escrito en las
encíclicas sociales Laudato si’ y Fratelli Tutti no es ajeno a nuestro
encuentro con el amor de Jesucristo, ya que bebiendo de ese amor nos volvemos capaces de tejer lazos fraternos, de
reconocer la dignidad de cada ser humano y de cuidar juntos nuestra casa común.
218. Hoy
todo se compra y se paga, y parece que la propia sensación de dignidad depende
de cosas que se consiguen con el poder del dinero. Sólo nos urge acumular,
consumir y distraernos, presos de un sistema degradante que no nos permite
mirar más allá de nuestras necesidades inmediatas y mezquinas. El amor de Cristo está fuera de ese
engranaje perverso y sólo él puede liberarnos de esa fiebre donde ya no hay
lugar para un amor gratuito. Él es capaz de darle corazón a esta tierra y
reinventar el amor allí donde pensamos que la capacidad de amar ha muerto
definitivamente.
219. La Iglesia también lo necesita, para no
reemplazar el amor de Cristo con estructuras caducas, obsesiones de otros
tiempos, adoración de la propia mentalidad, fanatismos de todo tipo que
terminan ocupando el lugar de ese amor gratuito de Dios que libera, vivifica,
alegra el corazón y alimenta las comunidades. De la herida del costado de
Cristo sigue brotando ese río que jamás se agota, que no pasa, que se ofrece
una y otra vez para quien quiera amar. Solo su amor hará posible una
humanidad nueva.
220. Pido al
Señor Jesucristo que de su Corazón santo broten para todos nosotros esos ríos
de agua viva que sanen las heridas que nos causamos, que fortalezcan la
capacidad de amar y de servir, que nos impulsen para que aprendamos a caminar juntos hacia un mundo justo, solidario y
fraterno. Eso será hasta que celebremos felizmente unidos el banquete del Reino
celestial. Allí estará Cristo resucitado, armonizando todas nuestras
diferencias con la luz que brota incesantemente de su Corazón abierto. Bendito
sea.
Dado en
Roma, junto a San Pedro, el 24 de octubre del año 2024, décimo segundo de mi
Pontificado. Fuente: Vatican. Va.