2 de octubre 2024. “Toda palabra ha de ser acogida con gratitud y sencillez”. Homilía Papa Francisco. Eucaristía de inauguración de la segunda sesión de la asamblea del Sínodo de la Sinodalidad. Hermanos y hermanas: Hoy celebramos la memoria litúrgica de los santos Ángeles Custodios, y retomamos la sesión plenaria del Sínodo de los Obispos. En escucha de lo que nos sugiere la Palabra de Dios, podríamos como punto de partida para nuestra reflexión tomar tres imágenes: la voz, el refugio y el niño.
Primero, la
voz. En el camino hacia la Tierra prometida, Dios aconseja al pueblo que
escuche la “voz del ángel” que Él ha enviado (cf. Éxodo 23, 20-22). Es una
imagen que nos toca de cerca, porque el Sínodo es también un viaje en el que el
Señor pone en nuestras manos la historia, los sueños y las esperanzas de un
gran Pueblo de hermanas y hermanos esparcidos por el mundo, animados por
nuestra misma fe, impulsados por el mismo deseo de santidad para que, con ellos
y por ellos, tratemos de comprender qué
camino seguir para llegar adonde Él quiere llevarnos. Pero, ¿cómo podemos,
nosotros, ponernos a la escucha de la “voz del ángel”?
Un camino
es ciertamente el de acercarse con respeto y atención, en la oración y a la luz
de la Palabra de Dios, a todas las aportaciones recopiladas a lo largo de estos
tres años de trabajo, de mutuo intercambio, de debates y de paciente esfuerzo
de purificación de la mente y del corazón. Se trata, con la ayuda del Espíritu
Santo, de escuchar y comprender las voces, es decir, las ideas, las
expectativas, las propuestas, para discernir juntos la voz de Dios que habla a
la Iglesia (cf. Renato Corti, ¿Cuál sacerdote?, Apuntes inéditos).
Como hemos
recordado repetidamente, la nuestra no
es una asamblea parlamentaria, sino un lugar de escucha en la comunión, donde,
como dice san Gregorio Magno, lo que alguien tiene en sí parcialmente, lo posee
de modo completo otro, y aunque algunos tengan dones particulares, todo
pertenece a los hermanos en la “caridad del Espíritu” (cf. Homilías sobre los Evangelios,
XXXIV).
Para que
esto suceda hay una condición: que nos
liberemos de lo que, en nosotros y entre nosotros, puede impedir a la “caridad
del Espíritu” crear armonía en la diversidad. Quien, con arrogancia,
presume y pretende tener el derecho exclusivo sobre la voz del Señor, no es
capaz de escucharla (cf. Marcos 9,38-39). Toda
palabra ha de ser acogida con gratitud y con sencillez, para convertirse en
eco de lo que Dios ha donado en beneficio de los hermanos (cf. Mateo 10, 7-8).
En
concreto, cuidemos de no convertir nuestras aportaciones en puntos que defender
o agendas que imponer, sino ofrezcámoslas como dones para compartir, dispuestos
incluso a sacrificar lo que es particular, si ello puede servir para hacer
surgir, juntos, algo nuevo según el plan de Dios. De lo contrario, acabaremos
encerrándonos en diálogos entre sordos, donde cada uno trata de “llevar agua a
su molino” sin escuchar a los demás y,
sobre todo, sin escuchar la voz del Señor.
Las
soluciones a los problemas que se nos plantean no las tenemos nosotros, sino Él
(cf. Juan 14,6), y recordémonos que en
el desierto no se bromea; si uno no presta atención al guía, presumiendo de
autosuficiencia, puede morir de hambre y de sed, arrastrando consigo a los
demás. Escuchemos, pues, la voz de Dios y de su ángel, si de verdad queremos
continuar nuestro camino con seguridad, más allá de los límites y las
dificultades (cf. Sal 23,4).
Esto nos
lleva a la segunda imagen, el refugio. Su símbolo son las alas que protegen:
«hallarás un refugio bajo sus alas» (Salmo 91,4). Las alas son instrumentos
poderosos, capaces de levantar un cuerpo del suelo con sus vigorosos
movimientos. Pero, aun siendo tan fuertes, también pueden plegarse y
estrecharse, convirtiéndose en escudo y nido acogedor para las crías,
necesitadas de calor y protección.
Esta imagen
es un símbolo de lo que Dios hace por nosotros, pero también un modelo a
seguir, especialmente en este tiempo de asamblea. Entre nosotros, queridos
hermanos y hermanas, hay muchas personas fuertes, bien preparadas, capaces de
elevarse a las alturas con movimientos vigorosos de reflexión y brillantes
intuiciones. Todo esto es una riqueza que nos estimula, nos empuja, nos obliga
con frecuencia a pensar más abiertamente y a avanzar con decisión; además, que
nos ayuda a permanecer firmes en la fe, incluso ante los desafíos y las
dificultades.
El corazón
abierto, el corazón en diálogo. Un corazón cerrado en sus convicciones no es
propio del Espíritu del Señor. El
abrirse es un don, un don que debe armonizarse, en el momento oportuno, con la
capacidad de relajar los músculos e inclinarse, para ofrecernos los unos a
los otros como abrazo acogedor y lugar de cobijo, y ser, como decía san Pablo
VI, «una casa […] de hermanos, un taller de intensa actividad, un cenáculo de
ardiente espiritualidad» (Discurso al Consejo de Presidencia de la C.E.I., 9
mayo 1974).
Todos,
aquí, se sentirán libres de expresarse tanto más espontánea y libremente cuanto
más perciban a su alrededor la presencia de amigos que los quieren y respetan,
los aprecian y desean escuchar lo que tienen que decir.
Y para
nosotros ésta no es sólo una técnica para “facilitar” —es verdad que en el
Sínodo hay “facilitadores”, esto ayuda a avanzar—, pero no es sólo una técnica
para facilitar el diálogo o una dinámica de comunicación de grupo, porque
abrazar, proteger y cuidar forma parte, de hecho, de la naturaleza misma de la
Iglesia. Abrazar, proteger y cuidar. La
Iglesia es por su misma vocación lugar de acogida y encuentro, donde «la
caridad colegial exige una perfecta armonía, de la que deriva su fuerza
moral, su belleza espiritual, su ejemplaridad» (ibíd.).
Esa palabra
es muy importante, la “armonía”. No hay [que ver] mayorías ni minorías; esto
puede ser un primer paso. Lo que importa, lo
fundamental es la armonía. La armonía que sólo puede generar el Espíritu
Santo. Él es el maestro de la armonía, quien de muchas diferencias, de muchas
voces distintas, es capaz de crear una sola voz. Pensemos en la mañana de
Pentecostés, cómo el Espíritu Santo creó esa armonía en la diversidad. La Iglesia necesita “lugares pacíficos y
abiertos”, que se creen ante todo en los corazones, donde cada uno se
sienta acogido como un niño en brazos de su madre (cf. Isaías 49,15; 66,13) y como una criatura alzada contra la
mejilla de su padre (cf. Oseas 11,4; Salmo
103,13).
Y así
llegamos a la tercera imagen, la del
niño. Es Jesús mismo, en el Evangelio, quien “lo pone en medio” de los
discípulos, se lo muestra, invitándolos a convertirse y a hacerse pequeños como él. Le habían preguntado quién era el más
grande en el reino de los cielos; Él responde animándolos a hacerse pequeños
como un niño. Pero no sólo eso; añade también que quien recibe a un niño en su
nombre, lo recibe a Él mismo (cf. Mateo 18,1-5).
Esta
paradoja es fundamental para nosotros. El Sínodo, dada su importancia, en
cierto sentido nos pide ser “grandes” ―de mente, de corazón, de mirada―, porque
las cuestiones a tratar son “grandes” y delicadas, y los escenarios en que se
sitúan son amplios, universales.
Pero precisamente por eso, no podemos permitirnos
apartar la mirada del niño, a quien Jesús sigue colocando en el centro de
nuestras reuniones y mesas de trabajo, para recordarnos que la única manera de estar “a la altura” de la tarea que se nos ha
confiado es abajándonos, haciéndonos pequeños y acogiéndonos recíprocamente,
con humildad, como tales. El más alto en la Iglesia es el que más se abaja.
Recordémonos
que es haciéndonos pequeños cómo Dios
nos «demuestra cuál es la verdadera grandeza, más aún, qué quiere decir ser
Dios» (Benedicto XVI, Homilía en la Fiesta del Bautismo del Señor, 11 enero
2009). No es casualidad que Jesús diga que los ángeles de los niños «en el
cielo están constantemente en presencia [del] Padre celestial» (Mateo 18,10);
es decir, que los ángeles son como un
“telescopio” del amor del Padre.
Hermanos y
hermanas, reemprendamos este camino eclesial con la mirada puesta en el mundo,
porque la comunidad cristiana está siempre al servicio de la humanidad, para
anunciar a toda la alegría del Evangelio. Hoy es más que nunca necesario,
especialmente en esta hora dramática de nuestra historia, mientras los vientos
de la guerra y los fuegos de la violencia siguen devastando pueblos y naciones
enteras.
Para
invocar por la intercesión de María Santísima el don de la paz, el próximo domingo
iré a la Basílica de Santa María la Mayor, donde rezaré el Santo Rosario y
presentaré a la Virgen una sincera súplica. Si es posible, les pido también a
ustedes, miembros del Sínodo, que me acompañen en esa ocasión.
Y al día
siguiente, 7 de octubre, pido a todos que vivan una jornada de oración y ayuno
por la paz en el mundo.
Caminemos
juntos. Pongámonos a la escucha del Señor. Y dejémonos conducir por la brisa
del Espíritu. Fuente e Imagen de
Vatican. Va.