Queridos hermanos y
hermanas, ¡buenos días!
En esta última
catequesis dedicada a la infancia de Jesús, nos inspiramos en la escena en la
que, a los doce años, Él se quedó en el Templo sin decírselo a sus padres,
quienes lo buscaron ansiosamente y lo encontraron después de tres días. Este
relato nos presenta un diálogo muy interesante entre María y Jesús, que
nos ayuda a reflexionar sobre el camino de la madre de Jesús, un camino que
ciertamente no fue fácil. De hecho, María ha recorrido un itinerario espiritual
a lo largo del cual ha avanzado en la comprensión del misterio de su Hijo.
Pensemos en las
diversas etapas de este camino. Al comienzo de su embarazo, María visita a
Isabel y se queda con ella durante tres meses, hasta el nacimiento del pequeño
Juan. Luego, cuando ya está en el noveno mes, debido al censo, va con José a
Belén, donde da a luz a Jesús. Después de cuarenta días van a Jerusalén para
la presentación del niño; y luego cada año regresan en peregrinación al
Templo.
Pero cuando Jesús era
aún pequeño, se refugiaron en Egipto durante mucho tiempo para protegerlo de
Herodes, y solamente después de la muerte del rey se establecieron de nuevo en
Nazaret. Cuando Jesús, ya adulto, comienza su ministerio, María está
presente y es protagonista en las bodas de Caná; luego lo sigue «a
distancia», hasta el último viaje a Jerusalén, hasta la pasión y la muerte.
Después de la Resurrección, María permanece en Jerusalén, como Madre de los
discípulos, sosteniendo su fe en espera de la efusión del Espíritu Santo.
En todo este
camino, la Virgen es peregrina de esperanza, en el sentido fuerte de que se
convierte en la «hija de su Hijo», su primera discípula. María trajo al mundo a Jesús, esperanza de la
humanidad: lo alimentó, lo hizo crecer, lo siguió dejándose plasmar, la
primera, por la Palabra de Dios. En ella, como dijo Benedicto XVI, María «está
verdaderamente en su casa, sale de ella y entra en ella con naturalidad.
Ella habla y piensa
con la Palabra de Dios [...].
Así se revela, además, que sus pensamientos están en sintonía con los
pensamientos de Dios, que su voluntad es un querer junto con Dios. Al estar
íntimamente penetrada por la Palabra de Dios, puede convertirse en madre de
la Palabra encarnada» (Encíclica. Deus Caritas Est, 41). Esta singular
comunión con la Palabra de Dios no le ahorra, sin embargo, el esfuerzo de un
exigente «aprendizaje».
La experiencia de la
pérdida de Jesús, de doce años, durante la peregrinación anual a Jerusalén,
asusta a María hasta el punto de que se convierte en portavoz de José al
reprender a su hijo: «Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Tu padre y yo,
angustiados, te buscábamos» (Lucas 2, 48). María y José sintieron el dolor
de los padres que pierden a un hijo: ambos creían que Jesús estaba en la
caravana de familiares, pero al no verlo durante todo un día, comienzan la
búsqueda que los llevará a hacer el viaje hacia atrás.
Al regresar al Templo,
descubren que Aquel que hasta hacía poco era para ellos un niño al que
proteger, ha crecido de repente, capaz ya de involucrarse en discusiones sobre
las Escrituras, sosteniendo la comparación con los maestros de la Ley.
Ante el reproche de su
madre, Jesús responde con desarmante sencillez: «¿Por qué me buscaban? ¿No
sabían que yo debo ocuparme de los asuntos de mi Padre? (Lucas 2, 49). María
y José no comprenden: el misterio del Dios hecho niño supera su inteligencia.
Los padres quieren proteger a ese hijo preciosísimo bajo las alas de su amor;
Jesús, en cambio, quiere vivir su vocación de Hijo del Padre que está a su
servicio y vive inmerso en su Palabra.
Los relatos de la
infancia de Lucas se cierran, así, con las últimas palabras de María, que
recuerdan la paternidad de José hacia Jesús, y con las primeras palabras de
Jesús, que reconocen cómo esta paternidad tiene su origen en la de su Padre
celestial, de quien reconoce el primado indiscutible.
Queridos hermanos y
hermanas, como María y José, llenos de esperanza, pongámonos también nosotros
en las huellas del Señor, que no se deja encerrar en nuestros esquemas y se
deja encontrar no tanto en un lugar, sino en la respuesta de amor a la tierna
paternidad divina, respuesta de amor que es la vida filial. Fuente: Vatican. Va.