4 de agosto 2022. “Vive el Evangelio y vivirás la vida”. Homilía Papa Francisco. Beatificación del Siervo de Dios: Juan Pablo I (Albino Luciani). Vigésimo Tercer Domingo, tiempo ordinario, ciclo “C”. Hermanos y Hermanas: Jesús estaba en camino hacia Jerusalén y el Evangelio de hoy dice que junto con Él «iba un gran gentío» (Lucas 14,25). Ir con Jesús significa seguirlo, es decir, ser sus discípulos. Sin embargo, a estas personas el Señor les hace un discurso poco atractivo y muy exigente: el que no lo ama más que a sus seres queridos, el que no carga con su cruz, el que no renuncia a todo lo que posee no puede ser su discípulo (cf. vv. 26-27.33). ¿Por qué Jesús dirige esas palabras a la multitud? ¿Cuál es el significado de sus advertencias? Intentemos responder a estas preguntas.
En primer lugar, vemos una muchedumbre numerosa, mucha gente
que sigue a Jesús. Podemos imaginar que muchos habían quedado fascinados por
sus palabras y asombrados por los gestos que realizó; y, por tanto, habían
visto en Él una esperanza para su futuro. ¿Qué habría hecho cualquier maestro
de aquella época, o —podemos preguntarnos incluso— qué habría hecho un líder
astuto al ver que sus palabras y su carisma atraían a las multitudes y
aumentaban su popularidad?
Sucede también hoy, especialmente en los momentos de crisis
personal y social, cuando estamos más expuestos a sentimientos de rabia o
tenemos miedo por algo que amenaza nuestro futuro, nos volvemos más
vulnerables; y, así, dejándonos llevar por las emociones, nos ponemos en las
manos de quien con destreza y astucia sabe manejar esa situación, aprovechando
los miedos de la sociedad y prometiéndonos ser el “salvador” que resolverá los
problemas, mientras en realidad lo que quiere es que su aceptación y su poder
aumenten, su imagen, su capacidad de tener las cosas bajo control.
El Evangelio nos dice que Jesús no actúa de ese modo. El
estilo de Dios es distinto. Es importante comprender el estilo de Dios, cómo
actúa Dios. Dios actúa de acuerdo a un estilo, y el estilo de Dios es diferente
del que sigue este tipo de personas, porque Él no instrumentaliza nuestras
necesidades, no usa nunca nuestras debilidades para engrandecerse a sí mismo.
Él no quiere seducirnos con el engaño, no quiere distribuir alegrías baratas ni
le interesan las mareas humanas. No profesa el culto a los números, no busca la
aceptación, no es un idólatra del éxito personal.
Al contrario, parece que le preocupa que la gente lo siga
con euforia y entusiasmos fáciles. De esta manera, en vez de dejarse atraer
por el encanto de la popularidad —porque la popularidad encanta—, pide que cada
uno discierna con atención las motivaciones que le llevan a seguirlo y las
consecuencias que eso implica. Quizá muchos de esa multitud, en efecto, seguían
a Jesús porque esperaban que fuera un jefe que los liberara de sus enemigos,
alguien que conquistara el poder y lo repartiera con ellos; o bien, uno que,
haciendo milagros, resolviera los problemas del hambre y las enfermedades. De
hecho, se puede ir en pos del Señor por varias razones, y algunas, debemos reconocerlo,
son mundanas.
Detrás de una perfecta apariencia religiosa se puede
esconder la mera satisfacción de las propias necesidades, la búsqueda del
prestigio personal, el deseo de tener una posición, de tener las cosas bajo
control, el ansia de ocupar espacios y obtener privilegios, y la aspiración de
recibir reconocimientos, entre otras cosas. Esto sucede hoy entre los
cristianos. Pero este no es el estilo de Jesús. Y no puede ser el estilo del
discípulo y de la Iglesia. Si alguien sigue a Jesús con dichos intereses
personales, se ha equivocado de camino.
El Señor pide otra actitud. Seguirlo no significa entrar
en una corte o participar en un desfile triunfal, y tampoco recibir un seguro
de vida. Al contrario, significa cargar la cruz (cf. Lucas 14,27). Es
decir, tomar como Él las propias cargas y las cargas de los demás, hacer de la
vida un don, no una posesión, gastarla imitando el amor generoso y
misericordioso que Él tiene por nosotros. Se trata de decisiones que
comprometen la totalidad de la existencia; por eso Jesús desea que el discípulo
no anteponga nada a este amor, ni siquiera los afectos más entrañables y los
bienes más grandes.
Pero para hacer esto es necesario mirarlo más a Él que a
nosotros mismos, aprender a amar, obtener ese amor del Crucificado. Allí vemos
el amor que se da hasta el extremo, sin medidas y sin límites. La medida del
amor es amar sin medidas. Nosotros mismos —dijo el Papa Luciani— «somos
objeto, por parte de Dios, de un amor que nunca decae» (Ángelus, 10 septiembre
1978). Que nunca decae, es decir, que no se eclipsa nunca en nuestra vida, que
resplandece sobre nosotros y que ilumina también las noches más oscuras. Y
entonces, mirando al Crucificado, estamos llamados a la altura de ese amor:
a purificarnos de nuestras ideas distorsionadas sobre Dios y de nuestras
cerrazones, a amarlo a Él y a los demás, en la Iglesia y en la sociedad,
también a aquellos que no piensan como nosotros, e incluso a los enemigos.
Amar; aunque cueste la cruz del sacrificio, del silencio,
de la incomprensión y de la soledad, aunque nos pongan trabas y seamos
perseguidos; amar así, incluso a este precio. Porque —como dijo también el
Beato Juan Pablo I— si quieres besar a Jesús crucificado «no puedes por menos
de inclinarte hacia la cruz y dejar que te puncen algunas espinas de la corona,
que tiene la cabeza del Señor» (Audiencia General, 27 septiembre 1978). El
amor hasta el extremo, con todas sus espinas; no las cosas hechas a medias, las
componendas o la vida tranquila. Si no apuntamos hacia lo alto, si no
arriesgamos, si nos contentamos con una fe al agua de rosas, somos —dice Jesús—
como el que quiere construir una torre, pero no calcula bien los medios para
hacerlo; éste “pone los cimientos” y después “no puede terminar el trabajo”
(cf. v. 29).
Si, por miedo a perdernos, renunciamos a darnos, dejamos las
cosas incompletas: las relaciones, el trabajo, las responsabilidades que se nos
encomiendan, los sueños, y también la fe. Y entonces acabamos por vivir a
medias —y cuánta gente vive a medias, también nosotros a veces tenemos la
tentación de vivir a medias—; sin dar nunca el paso decisivo —esto significa
vivir a medias—, sin despegar, sin apostar todo por el bien, sin comprometernos
verdaderamente por los demás. Jesús nos pide esto: vive el Evangelio y
vivirás la vida, no a medias sino hasta el extremo. Vive el Evangelio, vive
la vida, sin concesiones.
Hermanos, hermanas, el nuevo beato vivió de este modo: con
la alegría del Evangelio, sin concesiones, amando hasta el extremo. Él encarnó
la pobreza del discípulo, que no implica sólo desprenderse de los bienes
materiales, sino sobre todo vencer la tentación de poner el propio “yo” en el
centro y buscar la propia gloria. Por el contrario, siguiendo el ejemplo de
Jesús, fue un pastor apacible y humilde.
Se consideraba a sí mismo como el polvo sobre el cual Dios
se había dignado escribir (cf. A. Luciani/Juan Pablo I, Opera omnia, Padua
1988, vol. II, 11). Por eso, decía: «¡El Señor nos ha recomendado tanto que
seamos humildes! Aun si habéis hecho cosas grandes, decid: siervos inútiles
somos» (Audiencia General, 6 septiembre 1978).
Con su sonrisa, el Papa Luciani logró transmitir la
bondad del Señor. Es hermosa una Iglesia con el rostro alegre, el rostro
sereno, el rostro sonriente, una Iglesia que nunca cierra las puertas, que no
endurece los corazones, que no se queja ni alberga resentimientos, que no está
enfadada, no es impaciente, que no se presenta de modo áspero ni sufre por la
nostalgia del pasado cayendo en el “evolucionismo”.
Roguemos a este padre y hermano nuestro, pidámosle que nos
obtenga “la sonrisa del alma”, que es transparente, que no engaña: la sonrisa
del alma. Supliquemos, con sus palabras, aquello que él mismo solía pedir:
«Señor, tómame como soy, con mis defectos, con mis faltas, pero hazme como tú
me deseas» (Audiencia General, 13 septiembre 1978). Amén. Fuente e Imagen de
Vatican. Va. Copyright.