14 de septiembre 2022. Santa misa en la fiesta de la exaltación de la cruz. Homilía del santo padre, Papa Francisco. Plaza de la Exposición (Nursultán) Viaje apostólico a Kazajistán
La cruz es un patíbulo de muerte y, sin embargo, en este día
de fiesta celebramos la exaltación de la Cruz de Cristo. Porque sobre ese leño
Jesús ha tomado sobre sí nuestro pecado y el mal del mundo, y los ha vencido
con su amor. Por eso hoy festejamos. Nos lo narra la Palabra de Dios que hemos
escuchado, contrastando, por un lado, las serpientes que muerden y, por el
otro, la serpiente que salva. Detengámonos en estas dos imágenes.
En primer lugar, las serpientes que muerden. Estas atacan al
pueblo, caído por enésima vez en el pecado de la murmuración. Murmurar contra
Dios significa no sólo hablar mal y quejarse de Él; quiere decir, más
profundamente, que el corazón de los israelitas ya no confía en Él, en su promesa.
De hecho, el pueblo de Dios está caminando en el desierto hacia la tierra
prometida y se encuentra abrumado por el cansancio, no soporta el viaje (cf. Nm
21,4). De manera que se desanima, pierde la esperanza, y llega un momento en
que parece que se ha olvidado de la promesa del Señor. Esa gente no tiene ya la
fuerza para creer que es Él quien guía su camino hacia una tierra rica y
fecunda.
No es casual que, agotándose la confianza en Dios, el pueblo
sea mordido por las serpientes que matan. Estas hacen recordar la primera
serpiente de la que habla la Biblia en el libro del Génesis, el tentador que
envenena el corazón del hombre para hacerlo dudar de Dios. De ese modo el
diablo, precisamente bajo la forma de serpiente, cautiva a Adán y Eva, engendra
en ellos desconfianza convenciéndoles de que Dios no es bueno, más aún, de que
Él envidia su libertad y su felicidad.
Y ahora, en el desierto, vuelven las
serpientes, unas «serpientes abrasadoras» (v. 6); es decir, vuelve el pecado de
los orígenes: los israelitas dudan de Dios, no se fían de Él, murmuran, se
rebelan contra Aquél que les dio la vida y de ese modo van al encuentro de la
muerte. ¡Hasta ahí lleva la desconfianza del corazón!
Queridos hermanos y hermanas, esta primera parte de la
narración nos llama a mirar con detenimiento los momentos de nuestra historia
personal y comunitaria en los que ha decaído la confianza, en el Señor y entre
nosotros. Cuántas veces, desalentados e intolerantes, nos hemos marchitado en
nuestros desiertos, perdiendo de vista la meta del camino. También en este gran
país está el desierto que, mientras ofrece un espléndido paisaje, nos habla de
esa fatiga, de esa aridez que a veces llevamos en el corazón.
Son los momentos
de cansancio y de prueba, en los que ya no tenemos fuerzas para levantar la
mirada hacia Dios; son las situaciones de la vida personal, eclesial y social
en las que nos muerde la serpiente de la desconfianza, que inyecta en nosotros
los venenos de la desilusión y del desaliento, del pesimismo y de la resignación,
encerrándonos en nuestro “yo”, apagando nuestro entusiasmo.
Pero en la historia de esta tierra no han faltado otras
mordeduras dolorosas. Pienso en las serpientes abrasadoras de la violencia, de
la persecución atea; en un camino a veces tortuoso durante el cual la libertad
del pueblo fue amenazada, y su dignidad herida. Nos hace bien custodiar el
recuerdo de todo lo que se ha sufrido; no hay que eliminar de la memoria
ciertas oscuridades, pues de otro modo se puede creer que son agua pasada y que
el camino del bien está encauzado para siempre.
No, la paz nunca se consigue de
una vez por todas, se conquista cada día, del mismo modo que la convivencia
entre las etnias y las tradiciones religiosas, el desarrollo integral y la
justicia social. Y para que Kazajistán crezca todavía más «en la fraternidad,
en el diálogo y en la comprensión […] para “construir puentes” de cooperación
solidaria con otros pueblos, naciones y culturas» (S. Juan Pablo II, Discurso
durante la ceremonia de bienvenida, 22 de septiembre de 2001), es necesario el
compromiso de todos. Más aún, es necesario un renovado acto de fe en el Señor;
mirar hacia lo alto, mirarlo a Él, y aprender de su amor universal y
crucificado.
Llegamos así a la segunda imagen: la serpiente que salva.
Mientras el pueblo muere a causa de las serpientes abrasadoras, Dios escucha la
oración de intercesión de Moisés y le dice: «Fabrica una serpiente abrasadora y
colócala sobre un asta. Y todo el que haya sido mordido, al mirarla, quedará
curado» (Nm 21,8).
De hecho, «cuando alguien era mordido por una serpiente,
miraba hacia la serpiente de bronce y quedaba curado» (v. 9). Pero, podríamos
preguntarnos: ¿Por qué Dios, en vez de dar estas complicadas instrucciones a
Moisés, no ha destruido simplemente las serpientes venenosas? Este modo de
proceder nos revela su forma de actuar contra el mal, el pecado y la
desconfianza de la humanidad. Tanto entonces como ahora, en la gran batalla
espiritual que habita la historia hasta el final, Dios no destruye las bajezas
que el hombre sigue libremente; las serpientes venenosas no desaparecen,
todavía están ahí, al acecho, siempre pueden morder. Entonces, ¿Qué ha
cambiado? ¿Qué hace Dios?
Jesús lo explica en el Evangelio: «De la misma manera que
Moisés levantó en alto la serpiente en el desierto, también es necesario que el
Hijo del hombre sea levantado en alto, para que todos los que creen en él
tengan Vida eterna» (Juan 3,14-15). Este es el cambio radical, ha llegado a
nosotros la serpiente que salva: Jesús, que, elevado sobre el mástil de la
cruz, no permite que las serpientes venenosas que nos acechan nos conduzcan a
la muerte. Ante nuestras bajezas, Dios nos da una nueva estatura; si tenemos la
mirada puesta en Jesús, las mordeduras del mal no pueden ya dominarnos, porque
Él, en la cruz, ha tomado sobre sí el veneno del pecado y de la muerte, y ha
derrotado su poder destructivo.
Esto es lo que ha hecho el Padre ante la
difusión del mal en el mundo; nos ha dado a Jesús, que se ha hecho cercano a
nosotros como nunca habríamos podido imaginar: «A aquel que no conoció el
pecado, Dios lo identificó con el pecado en favor nuestro» (2 Co 5,21). Esta es
la infinita grandeza de la divina misericordia: Jesús que se ha “identificado
con el pecado” en favor nuestro, Jesús que sobre la cruz —podríamos decir— “se
ha hecho serpiente” para que, mirándolo a Él, podamos resistir las mordeduras
venenosas de las serpientes malignas que nos atacan.
Hermanos y hermanas, este es el camino, el camino de nuestra
salvación, de nuestro renacimiento y resurrección: mirar a Jesús crucificado.
Desde esa altura podemos ver nuestra vida y la historia de nuestros pueblos de
un modo nuevo. Porque desde la Cruz de Cristo aprendemos el amor, no el odio;
aprendemos la compasión, no la indiferencia; aprendemos el perdón, no la
venganza. Los brazos extendidos de Jesús son el tierno abrazo con el que Dios
quiere acogernos. Y nos muestran la fraternidad que estamos llamados a vivir
entre nosotros y con todos.
Nos indican el camino, el camino cristiano; no el
de la imposición y la coacción, del poder o de la relevancia, nunca el camino
que empuña la cruz de Cristo contra los demás hermanos y hermanas por quienes
Él ha dado la vida. El camino de Jesús, el camino de la salvación, es otro: es
el camino del amor humilde, gratuito y universal, sin condiciones y sin
“peros”.
Sí, porque Cristo, sobre el leño de la cruz, ha extraído el
veneno a la serpiente del mal, y ser cristianos significa vivir sin venenos. Es
decir, no mordernos entre nosotros, no murmurar, no acusar, no chismorrear, no
difundir maldades, no contaminar el mundo con el pecado y con la desconfianza
que vienen del Maligno. Hermanos, hermanas, hemos renacido del costado abierto
de Jesús en la cruz; que no haya entre nosotros ningún veneno mortal (cf. Sb
1,14). Oremos, más bien, para que por la gracia de Dios podamos ser cada vez
más cristianos, testigos alegres de la vida nueva, del amor y de la paz. Fuente
e imagen de Vatican. Va. Copyright