19 de noviembre 2023. “La vida se apaga en las tinieblas si no ponemos a circular los talentos. Homilía Papa Francisco. Jornada mundial de los pobres. Basílica de san Pedro. Tres hombres se encuentran con una enorme riqueza entre las manos, gracias a la generosidad de su señor que parte para un largo viaje. Ese patrón, sin embargo, un día volverá y llamará de nuevo a aquellos siervos, con la esperanza de poder gozar con ellos, por la forma en que, durante ese tiempo, hicieron fructificar sus bienes. La parábola que hemos escuchado (cf. Mateo 25,14- 30) nos invita a detenernos en dos itinerarios: el viaje de Jesús y el viaje de nuestra vida.
El viaje de Jesús. Al inicio de la parábola, Él habla de “un hombre que, al
salir de viaje, llamó a sus servidores y les confió sus bienes” (v. 14). Este
“viaje” evoca el misterio mismo de Cristo, Dios hecho hombre, su resurrección y
ascensión al cielo. Él, que bajó desde el seno del Padre para venir al
encuentro de la humanidad, muriendo destruyó la muerte y, resucitando, volvió
al Padre. Al concluir su jornada terrena, Jesús emprende su “viaje de regreso”
hacia el Padre. Pero, antes de partir nos entregó sus bienes, un auténtico
“capital”: nos dejó a sí mismo en la Eucaristía, su Palabra de vida, a su Madre
como Madre nuestra, y distribuyó los
dones del Espíritu Santo para que nosotros podamos continuar su obra en el
mundo.
Estos
“talentos” son otorgados —especifica el Evangelio— “a cada uno según su
capacidad” (v. 15) y por tanto para una misión personal que el Señor nos confía
en la vida cotidiana, en la sociedad y en la Iglesia. Lo afirma también el apóstol
Pablo: “cada uno de nosotros ha recibido
su propio don, en la medida que Cristo los ha distribuido. Por eso dice: “Cuando subió a lo alto, llevó
consigo a los cautivos y repartió dones a los hombres” (Efesios 4,7-8).
Fijemos la
mirada en Jesús, que recibió todo de las manos del Padre, pero no retuvo esa
riqueza para sí, “no consideró esta igualdad con Dios como algo que debía
guardar celosamente: al contrario, se anonadó a sí mismo, tomando la condición
de servidor”, dice Pablo. (Filipenses 2,6-7). Se revistió de nuestra frágil
humanidad, como el buen samaritano alivió nuestras heridas, se hizo pobre para
enriquecernos con la vida divina (cf. 2 Corintios 8, 9), y subió a la cruz.
La parábola
que hemos escuchado, sin embargo, nos dice también que “llegó el señor y arregló las cuentas con sus servidores”
(Mateo 25, 19). De hecho, al primer viaje hacia el Padre seguirá otro, que
Jesús realizará al final de los tiempos, cuando volverá en gloria y querrá
encontrarnos de nuevo, para “ajustar las cuentas” de la historia e
introducirnos en la alegría de la vida eterna. Y entonces, debemos
preguntarnos: ¿Cómo nos encontrará el Señor cuando vuelva? ¿Cómo me presentaré
a la cita que tengo con Él?
Este
interrogante nos lleva al segundo momento: el viaje de nuestra vida. ¿Qué camino
recorremos nosotros, el de Jesús que se hizo don o, por el contrario, el camino
del egoísmo? ¿La de las manos abiertas a los otros, para dar y para darnos o la
de las manos cerradas, para tener más y sólo para acumular? La parábola nos
dice que cada uno de nosotros, según las propias capacidades y posibilidades, ha
recibido los “talentos”.
Cuidado, no nos dejemos engañar por el lenguaje común,
aquí no se trata de capacidades personales, sino, como decíamos, de los bienes
del Señor, de aquello que Cristo nos dejó al volver al Padre. Con esos bienes
Él nos ha dado su Espíritu, en el cual fuimos hechos hijos de Dios y gracias al
cual podemos gastar la vida dando testimonio del Evangelio y edificando el
Reino de Dios. El gran “capital” que ha
sido puesto en nuestras manos es el amor del Señor, fundamento de nuestra vida
y fuerza de nuestro camino.
Y entonces debemos preguntarnos:
¿Qué hago con un don tan grande a lo largo del viaje de mi vida? La parábola
nos dice que los primeros dos servidores multiplicaron el don recibido,
mientras el tercero, más que fiarse de su señor, que le ha dado, le tuvo miedo
y permaneció como paralizado, no arriesgó, no se involucró, y terminó por
enterrar el talento. Y esto vale también para nosotros, podemos multiplicar lo
que hemos recibido, haciendo de nuestra vida una ofrenda de amor para los
demás, o podemos vivir bloqueados por
una falsa imagen de Dios y, a causa del miedo, esconder bajo tierra el tesoro
que hemos recibido, pensando sólo en nosotros mismos, sin apasionarnos más
que por nuestras propias conveniencias e intereses, sin comprometernos.
La pregunta
es muy clara, los primeros dos, negociando con los talentos arriesgan. Y la
pregunta que yo hago: ¿Yo arriesgo mi vida? ¿Arriesgo con la fuerza de mi fe?
Yo como cristiana, como cristiano, ¿se arriesgar? ¿O me encierro en mí mismo
por miedo o pusilanimidad?
Hermanos y hermanas, en esta Jornada
Mundial de los Pobres la parábola de los talentos nos sirve de advertencia para verificar con qué espíritu estamos afrontando el
viaje de la vida. Hemos recibido del Señor el don de su amor y estamos
llamados a ser don para los demás. El amor con el que Jesús se ha ocupado de
nosotros, el aceite de la misericordia y de la compasión con el que ha curado
nuestras heridas, la llama del Espíritu con la que ha abierto nuestros
corazones a la alegría y a la esperanza, son bienes que no podemos guardar sólo
para nosotros mismos, administrarlos por nuestra cuenta o esconderlos bajo
tierra. Colmados de dones, estamos llamados a hacernos don. Nosotros, que hemos recibido tantos dones,
debemos hacernos dones para los demás.
Las imágenes usadas por la parábola
son muy elocuentes. Si no multiplicamos el amor alrededor nuestro, la vida se apaga en las tinieblas; si no
ponemos a circular los talentos recibidos, la existencia acaba bajo tierra,
es decir, es como si estuviésemos ya muertos (cf. vv. 25.30). Hermanos y hermanas, cuántos cristianos están
enterrados. Cuántos cristianos viven la fe como si vivieran bajo tierra.
Fuente: Aciprensa.