13 de marzo 2024. Catequesis. Vicios y virtudes. 11. El actuar virtuoso. Audiencia Papa Francisco. Plaza de san Pedro.
Queridos
hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Después de
haber concluido nuestra visión general de la serie sobre los vicios, ha llegado
el momento de volver la mirada a la imagen especular que se opone a la
experiencia del mal. El corazón humano
puede complacerse en malas pasiones, puede prestar atención a tentaciones
nocivas disfrazadas con vestidos seductores, pero también puede oponerse a todo
esto.
Por
fatigoso que sea, el ser humano está
hecho para el bien, que le realiza verdaderamente, y también puede
practicar este arte, haciendo que ciertas disposiciones se hagan permanentes en
él. La reflexión sobre esta maravillosa posibilidad nuestra constituye un
capítulo clásico de la filosofía moral: el capítulo de las virtudes.
Los
filósofos romanos la llamaban virtus, los griegos aretè. El término latino
subraya sobre todo que la persona
virtuosa es fuerte, valiente, capaz de disciplina y ascetismo; por tanto,
el ejercicio de la virtud es fruto de una larga germinación que requiere
esfuerzo e incluso sufrimiento. La palabra griega aretè, indica algo que
sobresale, algo que resalta, que suscita admiración. La persona virtuosa es,
entonces, la que no se desnaturaliza
deformándose, sino que es fiel a su vocación, realiza plenamente su
ser.
Nos
equivocaríamos si pensáramos que los santos son excepciones de la humanidad:
una suerte de estrecho círculo de campeones que viven más allá de los límites
de nuestra especie. Los santos, en esta perspectiva que acabamos de introducir
sobre las virtudes, son, en cambio, aquellos que llegan a ser plenamente ellos mismos,
que realizan la vocación propia de todo ser humano.
¡Qué feliz
sería el mundo si la justicia, el respeto, la benevolencia mutua, la amplitud
del corazón y la esperanza fueran la normalidad compartida, y no una rara
anomalía! Por eso el capítulo del actuar virtuoso, en estos tiempos dramáticos
nuestros, en los que a menudo nos encontramos con lo peor de lo humano, debería
ser redescubierto y practicado por todos. En un mundo deformado, debemos
recordar la forma en la que hemos sido plasmados, la imagen de Dios que está impresa para siempre en nosotros.
Pero, ¿cómo
definir el concepto de virtud? El Catecismo de la Iglesia Católica nos ofrece
una definición precisa y concisa: "La
virtud es una disposición habitual y firme a hacer el bien" (n. 1803).
No es, por tanto, un bien improvisado y algo casual que cae del cielo de forma
episódica. La historia nos dice que incluso los criminales, en un momento de
lucidez, han realizado buenas acciones; ciertamente estas acciones están
escritas en el "libro de Dios", pero la virtud es otra cosa.
Es un bien que nace de una lenta maduración de
la persona, hasta
convertirse en una característica interior suya. La virtud es un hábitus de la
libertad. Si somos libres en cada acto, y cada vez estamos llamados a elegir
entre el bien y el mal, la virtud es lo
que nos permite tener un hábito hacia la elección correcta.
Si la
virtud es un don tan hermoso, inmediatamente surge una pregunta: ¿cómo es posible adquirirla? La
respuesta a esta pregunta no es sencilla, sino compleja.
Para el
cristiano, el primer auxilio es la
gracia de Dios. De hecho, el Espíritu Santo actúa en nosotros, quienes
hemos sido bautizados, obrando en nuestra alma para conducirla a una vida
virtuosa. ¡Cuántos cristianos han llegado a la santidad a través de las
lágrimas, al constatar que no podían superar ciertas debilidades! Pero han
experimentado que Dios ha completado esa obra buena que para ellos era sólo un
esbozo. La gracia precede siempre a nuestro compromiso moral.
Además, no
debemos olvidar nunca la riquísima lección que nos ha llegado de la sabiduría
de los antiguos, que nos dice que la virtud crece y puede ser cultivada. Y para
que esto ocurra, el primer don del
Espíritu que hay que pedir es precisamente la sabiduría. El ser humano no
es territorio libre para la conquista de los placeres, de las emociones, de los
instintos, de las pasiones, sin que pueda hacer nada contra esas fuerzas a
veces caóticas que lo habitan.
Un don inestimable que poseemos es la apertura
mental, es la sabiduría que sabe aprender de los errores para dirigir bien la
vida. Luego se necesita la buena
voluntad: la capacidad de elegir el bien, de plasmarnos mediante el
ejercicio ascético, rehuyendo los excesos.
Queridos
hermanos y hermanas, comencemos así nuestro viaje a través de las virtudes, en
este universo sereno que resulta desafiante, pero que es decisivo para nuestra
felicidad. Fuente: Vatican. Va.