28 de marzo 2024. Homilía Papa Francisco. Eucaristía Crismal. Plaza de san Pedro. «Todos en la sinagoga tenían los ojos fijos en él» (Lucas 4, 20). Llama la atención este pasaje del Evangelio, pues nos lleva a visualizar la escena, a imaginar ese momento de silencio en el que todas las miradas estaban concentradas en Jesús, en una mezcla de estupor y desconfianza. Sabemos sin embargo cómo terminaría: después de que Jesús hubo desenmascarado las falsas expectativas de sus compaisanos, estos «se enfurecieron» (Lucas 4, 28), salieron y lo echaron fuera de la ciudad. Sus ojos habían estado fijos en Jesús, pero sus corazones no estaban dispuestos a cambiar a causa de su palabra. De ese modo, perdieron la oportunidad de sus vidas.
Pero hoy,
en esta tarde de Jueves Santo, se produce un cruce de miradas alternativo. El
protagonista es el primer Pastor de nuestra Iglesia, Pedro. Al principio,
tampoco él dio fe a la palabra “desenmascarante” que el Señor le había
dirigido: «Me habrás negado tres veces» (Marcos 14, 30). Por eso, “perdió de
vista” a Jesús y lo negó cuando cantó el gallo. Pero después, cuando “el Señor,
dándose vuelta, lo miró, este recordó las palabras que él le había dicho. Y
saliendo afuera, lloró amargamente” (cf. Lucas 22, 61-62). Sus ojos se llenaron
de lágrimas que, nacidas de un corazón herido, lo liberaron de convicciones y
justificaciones falsas. Aquel llanto amargo le cambió la vida.
Las
palabras y los gestos de Jesús durante tantos años no habían logrado mover a
Pedro de sus expectativas, parecidas a las de la gente de Nazaret. También él esperaba un Mesías político y poderoso,
fuerte y resolutivo, y frente al escándalo de un Jesús débil, arrestado sin
oponer resistencia, declaró: «No lo conozco» (Lucas 22, 57). Y es verdad, no lo
conocía, comenzó a conocerlo cuando, en la oscuridad de la negación, dio cabida
a lágrimas de vergüenza, a las lágrimas de arrepentimiento. Y lo conocerá de
verdad cuando, entristecido «de que por tercera vez le preguntara si lo
quería», se dejó atravesar sin reservas por la mirada de Jesús. Entonces, del
«no lo conozco» pasará a decir: «Señor, tú lo sabes todo» (Juan 21, 17).
Queridos
hermanos sacerdotes, la curación del corazón de Pedro, la curación del Apóstol
y la curación del Pastor son posibles cuando, heridos y arrepentidos, nos dejamos perdonar por Jesús; estas
curaciones pasan a través de las lágrimas, del llanto amargo y del dolor
que permite redescubrir el amor. Por eso, desde hace tiempo siento la necesidad
de compartir con ustedes, algunos pensamientos sobre un aspecto de la vida
espiritual bastante descuidado, pero esencial. Lo propongo hoy con una palabra
tal vez pasada de moda, pero que creo que nos haga bien redescubrir: la
compunción.
¿Qué es la
compunción? La palabra evoca el punzar. La
compunción es “una punción en el corazón”, un pinchazo que lo hiere, haciendo
brotar lágrimas de arrepentimiento. Nos ayuda a explicarlo otro episodio
relacionado también con san Pedro. Él, traspasado por la mirada y las palabras
de Jesús resucitado el día de Pentecostés, purificado y lleno del fuego del
Espíritu, proclamó a los habitantes de Jerusalén: «a ese Jesús que ustedes
crucificaron, Dios lo ha hecho Señor y Mesías» (Hechos 2, 36). Los que
escuchaban advirtieron a la vez el mal que habían hecho y la salvación que el
Señor derramaba sobre ellos, y «al oír estas cosas —dice el texto—, todos se
conmovieron profundamente» (Hechos 2,37).
Esta es la compunción, no es un sentimiento de culpa que nos tumba por tierra, no es el escrúpulo que paraliza, sino que es un aguijón benéfico que quema por dentro y cura, porque el corazón, cuando ve el propio mal y se reconoce pecador, se abre, acoge la acción del Espíritu Santo, agua viva que lo sacude haciendo correr las lágrimas sobre el rostro. Quien se quita la máscara y deja que Dios mire su corazón recibe el don de estas lágrimas, que son las aguas más santas después de las del Bautismo . Queridos hermanos sacerdotes, hoy les deseo esto.
Pero es
necesario comprender bien qué significan las lágrimas de compunción. No se
trata de sentir lástima de uno mismo, como frecuentemente nos vemos tentados a
hacer. Esto sucede, por ejemplo, cuando estamos desilusionados o preocupados
por nuestras expectativas frustradas, por la falta de comprensión por parte de
los demás, tal vez hermanos de comunidad o superiores. También cuando, a causa
de un extraño y malsano gusto de nuestro espíritu, nos regodeamos en los
agravios recibidos para auto compadecernos, pensando que no nos han dado lo que
merecíamos e imaginando que el futuro no nos depara otra cosa que continuas
desilusiones. Esta —nos enseña san Pablo— es
la tristeza según el mundo, opuesta a la tristeza que es según Dios. (2
Corintios 7, 10)
Tener
lágrimas de compunción, en cambio, es arrepentirse seriamente de haber
entristecido a Dios con el pecado; es
reconocer estar siempre en deuda y no ser nunca acreedores; es admitir
haber perdido el camino de la santidad, no habiendo creído en el amor de Aquel
que dio su vida por mí. Es mirarme dentro y dolerme por mi ingratitud y mi
inconstancia; es considerar con tristeza
mi doblez y mis falsedades; es bajar a los recovecos de mi hipocresía. La
hipocresía clerical, queridos hermanos, es aquella hipocresía en la que nos
resbalamos tanto, tanto. Tengan cuidado con la hipocresía clerical. Para después, fijar la mirada en el
Crucificado y dejarme conmover por su amor que siempre perdona y levanta, que
nunca defrauda las esperanzas de quien confía en Él. Así las lágrimas siguen
derramándose y purifican el corazón.
La
compunción, claro está, requiere esfuerzo pero restituye la paz; no provoca
angustia, sino que aligera el alma de las cargas, porque actúa en la herida del
pecado, disponiéndonos a recibir precisamente allí la caricia del Señor, que
trasforma el corazón cuando está «contrito y humillado» (Salmo 51,19),
suavizado por las lágrimas. La
compunción es por tanto el antídoto contra la esclerosis del corazón,
contra esa dureza del corazón que tanto denunció Jesús (cf. Marcos 3, 5; 10 ,5).
El corazón sin arrepentimiento ni llanto se
vuelve rígido.
Primero se afianza en sus rutinas, después es intolerante con los problemas y
las personas le son indiferentes, luego se torna frío y casi impasible, como
envuelto en una coraza inquebrantable, y finalmente se vuelve un corazón de
piedra. Pero, como una gota excava la piedra, así las lágrimas excavan
lentamente los corazones endurecidos. Se asiste de esta manera al milagro de la
tristeza, de la buena tristeza que lleva a la dulzura.
Comprendemos
entonces por qué los maestros espirituales insisten sobre la compunción. San
Benito invitaba cada día a «confesar diariamente a Dios en la oración, con
lágrimas y gemidos, las culpas pasadas», y afirmaba que al rezar no seríamos
escuchados «por hablar mucho, sino por la pureza de corazón y compunción de
lágrimas». Y si para san Juan Crisóstomo una
sola lágrima es capaz de apagar un brasero de culpas, en la Imitación de
Cristo se recomienda: «Date a la compunción del corazón», en cuanto «por la
liviandad del corazón y por el descuido de nuestros defectos no sentimos los
males de nuestra alma».
La compunción es el remedio, porque nos muestra la verdad de nosotros mismos, de modo que la profundidad de nuestro ser pecadores revela la realidad infinitamente más grande de nuestro ser perdonados, la alegría de ser perdonados. Por eso no nos debe extrañar la afirmación de Isaac de Nínive: «El que olvida la medida de sus propios pecados, olvida la medida de la gracia de Dios hacia él».
Es verdad,
queridos hermanos y hermanas, cada uno de nuestros renacimientos interiores
brotan siempre del encuentro entre nuestra miseria y la misericordia del Señor
—se encuentran nuestra miseria y su misericordia—, cada renacimiento interior
pasa a través de nuestra pobreza de espíritu, que permite que el Espíritu Santo
nos enriquezca. Con esta luz se comprenden las fuertes afirmaciones de tantos
maestros espirituales. Detengámonos otra vez en las afirmaciones paradójicas de
san Isaac: «Aquel que conoce sus pecados
[…] es más grande de aquel que con la oración resucita muertos. Aquel que
llora una hora sobre sí mismo es más grande que quien sirve el mundo entero con
la contemplación […]. Aquel al que ha sido dado conocerse a sí mismo es más
grande que aquel a quien le fue dado ver a los ángeles» [9].
Hermanos,
volvamos a nosotros sacerdotes y preguntémonos cuán presentes están la
compunción y las lágrimas en nuestro examen de conciencia y en nuestra oración.
Interroguémonos si con el pasar de los años las lágrimas aumentan. Bajo este
aspecto sería bueno que ocurriese al revés de como sucede en la vida biológica,
en la que cuando crecemos lloramos menos que cuando éramos niños. Sin embargo,
en la vida espiritual, en la que cuenta hacerse como niños (cf. Mateo 18, 3), quien no llora retrocede, envejece por
dentro, mientras que quien alcanza una oración más sencilla e íntima, hecha de
adoración y conmoción ante Dios, madura.
Se liga
menos a sí mismo y más a Cristo, y se hace pobre de espíritu. De ese modo se
siente más cercano a los pobres, los predilectos de Dios, que —como escribe san
Francisco en su testamento— antes, “como estaba en mis pecados”, los tenía
lejos, pero cuya compañía, después, de amarga se convirtió en dulce. Y, de ese
modo, quien se compunge de corazón se
siente más hermano de todos los pecadores del mundo, se siente más hermano
sin un atisbo de superioridad o de aspereza de juicio, sino siempre con el
deseo de amar y reparar.
Y esta,
queridos hermanos, es otra característica de la compunción, la solidaridad. Un
corazón dócil, liberado por el espíritu de las Bienaventuranzas, se inclina
naturalmente a hacer compunción por los demás; en vez de enfadarse o escandalizarse por el mal que cometen los
hermanos, llora por sus pecados. No se escandaliza. Se realiza entonces una
especie de vuelco, donde la tendencia natural a ser indulgentes consigo mismo e
inflexibles con los demás se invierte y, por gracia de Dios, uno se vuelve
severo consigo mismo y misericordioso con los demás. Y el Señor busca,
especialmente entre los consagrados a Él, a quienes lloren los pecados de la
Iglesia y del mundo, haciéndose instrumento de intercesión por todos.
Cuántos
testigos heroicos en la Iglesia nos indican este camino. Pensemos en los monjes
del desierto, en Oriente y en Occidente; en la intercesión continua, entre
gemidos y lágrimas, de san Gregorio de Narek; en la ofrenda franciscana por el
Amor no amado; en sacerdotes, como el cura de Ars, que vivían en penitencia por
la salvación de los demás. Queridos hermanos, esto no se trata de poesía, esto
es el sacerdocio.
Queridos hermanos, a nosotros, sus Pastores, el Señor no nos pide juicios despectivos sobre los que no creen, sino amor y lágrimas por los que están alejados. Las situaciones difíciles que vemos y vivimos, la falta de fe, los sufrimientos que tocamos, al entrar en contacto con un corazón compungido, no suscitan la determinación en la polémica, sino la perseverancia en la misericordia. Cuánto necesitamos liberarnos de resistencias y recriminaciones, de egoísmos y ambiciones, de rigorismos e insatisfacciones, para encomendarnos e interceder ante Dios, encontrando en Él una paz que salva de cualquier tempestad. Adoremos, intercedamos y lloremos por los demás. Permitamos al Señor que realice maravillas. No temamos, Él nos sorprenderá.
Nuestro
ministerio lo agradecerá. Hoy, en una sociedad secularizada, corremos el riesgo
de mostrarnos muy activos y al mismo tiempo de sentirnos impotentes, con el
resultado de perder el entusiasmo y de caer en la tentación de “tirar los remos
en la barca”, de encerrarnos en la queja y de hacer prevalecer la magnitud de
los problemas sobre la inmensidad de Dios. Si esto sucede, nos volvemos amargos y sarcásticos, siempre chismorreando, siempre
encontrando una ocasión para quejarse.
Pero si,
por el contrario, la amargura y la compunción, en vez de dirigirse hacia el
mundo, se dirigen hacia el propio corazón, el Señor no dejará de visitarnos y
de alzarnos de nuevo. Como nos exhorta la Imitación de Cristo: «No te ocupes en cosas ajenas ni te
entremetas en las causas de los mayores. Mira siempre primero por ti, y amonéstate
a ti mismo más especialmente que a todos cuantos quieres bien. Si no eres
favorecido de los hombres, no te entristezcas por eso, sino aflígete de que no
te portas con el cuidado y circunspección que convienen».
Por último,
quisiera señalar un aspecto esencial: la compunción no es el fruto de nuestro
trabajo, sino que es una gracia y como tal ha de pedirse en la oración. El
arrepentimiento es don de Dios, es fruto de la acción del Espíritu Santo. Para
facilitar su crecimiento, comparto con ustedes dos pequeños consejos. El
primero es el de no mirar la vida y la
llamada en una perspectiva de eficacia y de inmediatez, ligada sólo al hoy
y a sus urgencias y expectativas, sino en el conjunto del pasado y del futuro.
Del pasado,
recordando la fidelidad de Dios —Dios es fiel—, haciendo memoria de su perdón,
anclándonos en su amor; y del futuro, pensando en el destino eterno al que
estamos llamados, en el fin último de nuestra existencia. Ampliar los
horizontes queridos hermanos, ampliar los horizontes ayuda a dilatar el
corazón, estimula a entrar en uno mismo con el Señor y a experimentar la
compunción. Un segundo consejo, que es consecuencia de esto: es redescubrir la necesidad de dedicarnos a
una oración que no sea de compromiso y funcional, sino gratuita, serena y
prolongada.
Hermano,
¿cómo está tu oración? Volvamos a la adoración y volvamos a la oración del
corazón. ¿Te has olvidado de adorar? Repitamos: Jesús, Hijo de Dios, ten piedad
de mí, pecador. Sintamos la grandeza de Dios en nuestra bajeza de pecadores,
para mirarnos dentro y dejarnos atravesar por su mirada. Redescubriremos la
sabiduría de la Santa Madre Iglesia, que nos introduce siempre en la oración
con la invocación del pobre que grita: Dios mío, ven en mi auxilio.
Queridos
hermanos, volvamos ahora a san Pedro y a sus lágrimas. El altar puesto sobre su
tumba nos debe hacer pensar cuántas veces nosotros, que allí decimos cada día:
«Tomen y coman todos de él, porque esto es mi Cuerpo, que será entregado por ustedes»,
cuántas veces decepcionamos y entristecemos a Aquel que nos ama hasta el punto
de hacer de nuestras manos los instrumentos de su presencia. Está bien por
tanto hacer nuestras aquellas palabras con las que nos preparamos en voz baja:
«Lava del todo mi delito, Señor, y limpia mi pecado» (cf. Salmo 50).
En todo,
hermanos, nos consuela la certeza que hoy nos ha sido entregada en la Palabra:
el Señor, consagrado con la unción (cf. Lucas 4,18), ha venido «a vendar los
corazones heridos» (Isaías 61,1). Por tanto, si el corazón se rompe podrá ser
vendado y curado por Jesús. Gracias, queridos sacerdotes, gracias por sus
corazones abiertos y dóciles; gracias por sus fatigas y gracias por sus
lágrimas, gracias por llevar la maravilla de la misericordia. Perdonen siempre, sean misericordiosos y
lleven esta misericordia, lleven a Dios a los hermanos y a las hermanas de
nuestro tiempo. Queridos sacerdotes, que el Señor los consuele, los
confirme y los recompense. Gracias. Fuente:
Vatican. Va.