6 de marzo 2024. “La soberbia va a caballo y vuelve a pie". Catequesis Papa Francisco. Aula Pablo VI. Vicios y virtudes. 10. La soberbia.
Queridos
hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El término
aparece también en esa serie de vicios que Jesús enumera para explicar que el
mal procede siempre del corazón del hombre (cf. Marcos 7, 22). El soberbio es aquel que cree ser mucho más
de lo que es en realidad; aquel que se estremece por ser reconocido como
superior a los demás, siempre quiere ver reconocidos sus propios méritos y
desprecia a los demás considerándolos inferiores.
A partir de
esta primera descripción, vemos cómo el vicio de la soberbia está muy cerca del
de la vanagloria, que presentamos la última vez. Pero si la vanagloria es una enfermedad del yo humano, se trata de una
enfermedad infantil en comparación con los estragos que puede causar la
soberbia. Analizando las locuras del hombre, los monjes de la antigüedad
reconocían un cierto orden en la secuencia de los males: se empieza por los
pecados más groseros, como la gula, y se llega a los monstruos más
inquietantes.
De todos los vicios, la soberbia es la gran
reina. No es
casualidad que, en la Divina Comedia, Dante lo sitúe en el primer círculo del
purgatorio: quien cede a este vicio está lejos de Dios, y la enmienda de este
mal requiere tiempo y esfuerzo, más que cualquier otra batalla a la que esté
llamado el cristiano.
En
realidad, en este mal se esconde el pecado radical, la absurda pretensión de ser como Dios. El pecado de primeros
padres, relatado en el libro del Génesis, es a todos los efectos un pecado de
soberbia. El tentador les dice: «…Dios sabe muy bien que el día en que coman de
él, se les abrirán a ustedes los ojos; entonces ustedes serán como dioses» (Génesis
3, 5). Los escritores de espiritualidad están más atentos a describir las
repercusiones de la soberbia en la vida de todos los días, a ilustrar cómo
arruina las relaciones humanas, a subrayar cómo este mal envenena ese
sentimiento de fraternidad que, en cambio, debería unir a los hombres.
He aquí,
entonces, la larga lista de síntomas que revelan que una persona ha sucumbido
al vicio de la soberbia. Es un mal con un aspecto físico evidente: el hombre
orgulloso es altivo, tiene una “dura cerviz”, es decir, tiene el cuello rígido que no se dobla. Es un hombre que con
facilidad juzga despreciativamente: por una nadería, emite juicios irrevocables
sobre los demás, que le parecen irremediablemente ineptos e incapaces.
En su
arrogancia, olvida que Jesús en los Evangelios nos dio muy pocos preceptos
morales, pero en uno de ellos fue inflexible: no juzgar nunca. Te das cuenta de
que estás tratando con una persona orgullosa cuando, si le haces una pequeña
crítica constructiva, o un comentario totalmente inofensivo, reacciona de forma
exagerada, como si alguien hubiera ofendido su majestad: monta en cólera, grita, rompe relaciones con los demás de forma
resentida.
Poco se
puede hacer con una persona enferma de soberbia. Es imposible hablar con ella,
y mucho menos corregirla, porque en el fondo ya no está presente a sí misma.
Sólo hay que tenerle paciencia, porque un día su edificio se derrumbará. Un
proverbio italiano dice: “La soberbia va
a caballo y vuelve a pie". En los Evangelios, Jesús trata con muchas
personas orgullosas, y a menudo fue a desenterrar este vicio incluso en
personas que lo ocultaban muy bien. Pedro alardea al máximo su fidelidad:
"Aunque todos te abandonen, yo no lo haré" (cf. Mt 26,33). Sin
embargo, pronto experimentará que es como los demás, también él temeroso ante
la muerte que no imaginaba que pudiera estar tan cerca.
Y así, el
segundo Pedro, el que ya no levanta el mentón, sino que llora lágrimas saladas,
será medicado por Jesús y será por fin apto para soportar el peso de la
Iglesia. Antes ostentaba una presunción de la que era mejor no hacer alarde;
ahora, en cambio, es un discípulo fiel al que, como dice una parábola, el amo
"hará administrador de todos sus bienes” (Lucas 12, 44).
La salvación pasa por la humildad, verdadero
remedio para todo acto de soberbia. En el Magnificat María canta a Dios que dispersa con su poder a los
soberbios en los pensamientos enfermos de sus corazones. Es inútil robarle algo
a Dios, como esperan hacer los soberbios, porque al final Él quiere regalarnos
todo.
Por eso el Apóstol Santiago, a su comunidad herida por luchas intestinas
originadas en el orgullo, escribe: «Dios
resiste a los soberbios, pero a los humildes les da su gracia"
(Santiago 4, 6).
Por tanto,
queridos hermanos y hermanas, aprovechemos esta Cuaresma para luchar contra
nuestra soberbia. Fuente: Vatican. Va