Queridos hermanos y hermanas:
Hoy nos detenemos en uno de los gestos más conmovedores y
luminosos del Evangelio: el momento en que Jesús, durante la última cena,
ofrece el bocado a aquel que está a punto de traicionarlo. No es solo un gesto
de compartir, es mucho más: es el último intento del amor por no rendirse.
San Juan, con su profunda sensibilidad espiritual, nos
cuenta así ese instante: «Durante la cena, cuando el diablo ya había puesto en
el corazón de Judas, hijo de Simón Iscariote, la intención de traicionarlo […]
Jesús, sabiendo que había llegado su hora […] los amó hasta el final» (Juan
13,1-2). Amar hasta el final: esta es la clave para comprender el corazón de
Cristo. Un amor que no se detiene ante el rechazo, la decepción, ni
siquiera la ingratitud.
Jesús conoce la hora, pero no la sufre: la elige. Es Él
quien reconoce el momento en que su amor tendrá que pasar por la herida más
dolorosa, la de la traición. Y en lugar de retirarse, acusar, defenderse... sigue
amando: lava los pies, moja el pan y lo ofrece.
«Es aquel al que daré el bocado que voy a mojar en el plato»
(Juan 13, 26). Con este gesto sencillo y humilde, Jesús lleva adelante y a
fondo su amor. No porque ignore lo que está sucediendo, sino precisamente
porque lo ve con claridad. Ha comprendido que la libertad del otro, incluso
cuando se extravía en el mal, todavía puede alcanzarse con la luz de un gesto
manso. Porque sabe que el verdadero perdón no espera el arrepentimiento,
sino que se ofrece primero, como un don gratuito, incluso antes de ser
acogido.
Judas, por desgracia, no lo comprende. Después de dar el
bocado —dice el Evangelio— «Satanás entró en él» (v. 27). Este pasaje nos
impacta: es como si el mal, hasta ese momento oculto, se manifestara después de
que el amor mostrara su rostro más desarmado. Y precisamente por eso, hermanos
y hermanas, ese bocado es nuestra salvación: porque nos dice que Dios lo
hace todo, absolutamente todo, para llegar a nosotros, incluso en el momento en
que lo rechazamos.
Es aquí donde el perdón se revela en toda su potencia y
manifiesta el rostro concreto de la esperanza. No es olvido, no es
debilidad. Es la capacidad de dejar libre al otro, amándolo hasta el final.
El amor de Jesús no niega la verdad del dolor, pero no permite que el mal sea
la última palabra. Este es el misterio que Jesús realiza por nosotros, en el
que también nosotros, a veces, estamos llamados a participar.
Cuántas relaciones se rompen, cuántas historias se
complican, cuántas palabras no dichas quedan en el aire. Sin embargo, el
Evangelio nos muestra que siempre hay una manera de seguir amando, incluso
cuando todo parece irremediablemente comprometido. Perdonar no significa
negar el mal, sino impedir que genere más mal. No es decir que no haya pasado
nada, sino hacer todo lo posible para que no sea el rencor el que decida el
futuro.
Cuando Judas sale de la habitación, «era de noche» (v. 30).
Pero inmediatamente después, Jesús dice: «Ahora el Hijo del hombre ha sido
glorificado» (v. 31). La noche sigue ahí, pero una luz ya ha comenzado a
brillar. Y brilla porque Cristo permanece fiel hasta el final, y así su amor es
más fuerte que el odio.
Queridos hermanos y hermanas, nosotros también vivimos
noches dolorosas y agotadoras. Noches del alma, noches de decepción, noches en
las que alguien nos ha herido o traicionado. En esos momentos, la tentación
es cerrarnos, protegernos, devolver el golpe. Pero el Señor nos muestra la
esperanza de que siempre hay otro camino. Nos enseña que se puede ofrecer un
bocado incluso a quien nos da la espalda. Que se puede responder con el
silencio de la confianza. Y que se puede seguir adelante con dignidad, sin
renunciar al amor.
Hoy pedimos la gracia de saber perdonar, incluso cuando
no nos sentimos comprendidos, incluso cuando nos sentimos abandonados.
Porque es precisamente en esos momentos cuando el amor puede alcanzar su cima.
Como nos enseña Jesús, amar significa dejar al otro libre —incluso para
traicionar— sin dejar nunca de creer que incluso esa libertad, herida y
perdida, puede ser arrancada del engaño de las tinieblas y devuelta a la luz
del bien.
Cuando la luz del perdón logra filtrarse entre las grietas
más profundas del corazón, comprendemos que nunca es inútil. Aunque el otro no
lo acoja, aunque parezca vano, el perdón libera a quien lo ofrece: disuelve
el resentimiento, devuelve la paz, nos devuelve a nosotros mismos.
Jesús, con el sencillo gesto de ofrecer el pan, muestra que toda
traición puede convertirse en una oportunidad de salvación, si se elige
como espacio para un amor más grande. No cede ante el mal, sino que lo vence
con el bien, impidiendo que apague lo que hay de más verdadero en nosotros: la
capacidad de amar. Fuente: Aciprensa. Com
