3 de agosto 2025. “Aspiren a cosas grandes no se conformen
con menos”. Homilía Papa León XIV. Jubileo de los jóvenes. (Tor Vergata, sur de
Roma).
Queridos jóvenes:
Después de la Vigilia que vivimos juntos ayer por la tarde,
volvemos a encontrarnos hoy para celebrar la Eucaristía, Sacramento del don
total de sí que el Señor ha hecho por nosotros. Podemos imaginar que
recorremos, en esta experiencia, el camino realizado la tarde de Pascua por los
discípulos de Emaús (cf. Lucas 24, 13-35). Primero se alejaban de Jerusalén
atemorizados y desilusionados; se iban convencidos de que, después de la muerte
de Jesús, ya no había nada más que hacer, nada que esperar.
Y, en cambio, se encontraron precisamente con Él, lo
acogieron como compañero de viaje, lo escucharon mientras les explicaba las
Escrituras, y finalmente lo reconocieron al partir el pan. Entonces, sus ojos
se abrieron y el gozoso anuncio de la Pascua encontró lugar en sus corazones.
La liturgia de hoy no nos habla directamente de este
episodio, pero nos ayuda a reflexionar sobre aquello que allí se narra: el
encuentro con el Cristo resucitado que cambia nuestra existencia, que
ilumina nuestros afectos, deseos y pensamientos.
La primera lectura, del Libro de Qohelet, nos invita a tomar
contacto, como los dos discípulos de los que hemos hablado, con la experiencia
de nuestros límites, de la finitud de las cosas que pasan (cfr. Eclesiastés 1, 2;2,21-23);
y el Salmo responsorial, que le hace eco, nos propone la imagen de «la hierba
que brota de mañana: por la mañana brota y florece, y por la tarde se seca y se
marchita» (Sal 90,5-6). Son dos referencias fuertes, quizá un poco impactantes,
pero que no deben asustarnos, como si fueran argumentos “tabú”, que se deben
evitar.
La fragilidad de la que hablan, en efecto, forma parte de
la maravilla que somos. Pensemos en el símbolo de la hierba: ¿no es
hermosísimo un prado florecido? Ciertamente, es delicado, hecho con tallos
delgados, vulnerables, propensos a secarse, doblarse, quebrarse; pero, al mismo
tiempo, son reemplazados rápidamente por otros que florecen después de ellos; y
los primeros se vuelven generosamente para estos alimento y abono, al
consumirse en el terreno. Así vive el campo, renovándose continuamente,
e incluso durante los meses fríos del invierno, cuando todo parece callar, su
energía vibra bajo tierra y se prepara para explotar en miles de colores
durante la primavera.
También nosotros, queridos amigos, somos así; hemos sido
hechos para esto. No para una vida donde todo es firme y seguro, sino para una
existencia que se regenera constantemente en el don, en el amor. Y por eso aspiramos
continuamente a un “más” que ninguna realidad creada nos puede dar; sentimos
una sed tan grande y abrasadora, que ninguna bebida de este mundo puede
saciar. No engañemos nuestro corazón ante esta sed, buscando satisfacerla con
sucedáneos ineficaces.
Más bien, escuchémosla. Hagámonos de ella un taburete para
subir y asomarnos, como niños, de puntillas, a la ventana del encuentro con
Dios. Nos encontraremos ante Él, que nos espera; más bien, que llama
amablemente a la puerta de nuestra alma (cf. Apocalipsis 3, 20). Y es hermoso,
también con veinte años, abrirle de par en par el corazón, permitirle entrar,
para después aventurarnos con Él hacia espacios eternos del infinito.
San Agustín, hablando de su intensa búsqueda de Dios, se
preguntaba: «¿Qué es, entonces, esa cosa tan esperada […]? ¿La tierra? No.
¿Algo que se origina en la tierra, como el oro, la plata, el árbol, la mies, el
agua? […] Todas estas cosas causan deleite, son hermosas, son buenas» (Sermón
313/F, 3). Y concluía: «Busca a quien las hizo: Él es tu esperanza» (ibid..).
Pensando, luego, en el camino que había recorrido, rezaba
diciendo: «Y he aquí que tú [Señor] estabas dentro de mí y yo fuera, y por
fuera te andaba buscando […]. Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera;
brillaste y resplandeciste, y ahuyentaste mi ceguera; exhalaste tu fragancia y
respiré, y ya suspiro por ti; gusté de ti, y siento hambre y sed; me tocaste, y
me abrasé en tu paz» (Confesiones, 10, 27).
Hermanas y hermanos, son palabras muy hermosas, que nos
recuerdan lo que decía el Papa Francisco en Lisboa, durante la Jornada Mundial
de la Juventud, a otros jóvenes como ustedes: «Cada uno está llamado a
confrontarse con grandes preguntas que no tienen […] una respuesta
simplista o inmediata, sino que invitan a emprender un viaje, a superarse a sí
mismos, a ir más allá […], a un despegue sin el cual no hay vuelo. No nos
alarmemos, entonces, si nos encontramos interiormente sedientos, inquietos,
incompletos, deseosos de sentido y de futuro […]. ¡No estamos enfermos,
estamos vivos!» (Discurso en el encuentro con los jóvenes universitarios, 3
agosto 2023).
Hay una inquietud importante en nuestro corazón, una
necesidad de verdad que no podemos ignorar, que nos lleva a preguntarnos: ¿qué
es realmente la felicidad? ¿Cuál es el verdadero sabor de la vida? ¿Qué
es lo que nos libera de los pantanos del sinsentido, del aburrimiento y de la
mediocridad?
Durante los días pasados ustedes han tenido muchas
experiencias hermosas. Se han encontrado entre coetáneos provenientes de
diferentes partes del mundo, pertenecientes a culturas distintas. Han
intercambiado conocimientos, han compartido expectativas, han dialogado con la
ciudad a través del arte, la música, la informática y el deporte. Después, en
el Circo Máximo, acercándose al Sacramento de la Penitencia, han recibido el
perdón de Dios y le han pedido su ayuda para una vida buena.
De todo esto se puede deducir una respuesta importante:
la plenitud de nuestra existencia no depende de lo que acumulamos ni de lo que
poseemos, como hemos escuchado en el Evangelio (cf. Lucas 12, 13-21); más
bien, está unida a aquello que sabemos acoger y compartir con alegría (cf. Mateo
10,8-10; Juan 6, 1-13). Comprar, acumular, consumir no es suficiente.
Necesitamos alzar los ojos, mirar a lo alto, a las «cosas celestiales» (Colosenses
3, 2), para darnos cuenta de que todo tiene sentido, entre las realidades del
mundo, sólo en la medida en que sirve para unirnos a Dios y a los hermanos en
la caridad, haciendo crecer en nosotros
“sentimientos de profunda compasión, de benevolencia, de
humildad, de dulzura, de paciencia” (cf. Colosenses 3, 12), de perdón (cf.
ibíd., v. 13) y de paz (cf. Juan 14,27), como los de Cristo (cf. Filipenses 2, 5).
Y en este horizonte comprenderemos cada vez mejor lo que significa que «la
esperanza no quedará defraudada, porque el amor de Dios ha sido derramado en
nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado» (Romanos 5, 5).
Muy queridos jóvenes, nuestra esperanza es Jesús. Es
Él, como decía san Juan Pablo II, «el que suscita en vosotros el deseo de hacer
de vuestra vida algo grande, […] para mejoraros a vosotros mismos y a la
sociedad, haciéndola más humana y fraterna» (XV Jornada Mundial de la Juventud,
Vigilia de oración, 19 agosto 2000).
Mantengámonos unidos a Él, permanezcamos en su amistad,
siempre, cultivándola con la oración, la adoración, la comunión eucarística, la
confesión frecuente, la caridad generosa, como nos han enseñado los beatos Pier
Giorgio Frassati y Carlo Acutis, que próximamente serán proclamados santos. Aspiren
a cosas grandes, a la santidad, allí donde estén. No se conformen con menos.
Entonces verán crecer cada día la luz del Evangelio, en ustedes mismos y a su
alrededor.
Los encomiendo a María, la Virgen de la esperanza. Con su
ayuda, al regresar a sus países en los próximos días, en cada parte del mundo,
sigan caminando con alegría tras las huellas del Salvador, y contagien a los
que encuentren con el entusiasmo y el testimonio de su fe. ¡Buen camino! Fuente
e Imagen de Vatican. Va.