17 de abril 2022. Bendición y mensaje Urbi et Orbi, Papa Francisco. Queridos hermanos y hermanas: ¡Feliz Pascua! Jesús, el Crucificado, ha resucitado. Se presenta ante aquellos que lloran por él, encerrados en sus casas, llenos de miedo y angustia. Se pone en medio de ellos y les dice: «¡La paz esté con ustedes!» (Juan 20,19). Les muestra las llagas de sus manos y de sus pies, y la herida de su costado. No es un fantasma, es Él, el mismo Jesús que murió en la cruz y estuvo en el sepulcro. Ante las miradas incrédulas de los discípulos, Él repite: «¡La paz esté con ustedes!» (v. 21).
También nuestras miradas son incrédulas en esta Pascua de
guerra. Hemos visto demasiada sangre, demasiada violencia. También nuestros
corazones se llenaron de miedo y angustia, mientras tantos de nuestros hermanos
y hermanas tuvieron que esconderse para defenderse de las bombas. Nos cuesta creer
que Jesús verdaderamente haya resucitado, que verdaderamente haya vencido a la
muerte. ¿Será tal vez una ilusión, un fruto de nuestra imaginación?
No, no es una ilusión. Hoy más que nunca resuena el anuncio
pascual tan querido para el Oriente cristiano: «¡Cristo ha resucitado!
¡Verdaderamente ha resucitado!». Hoy más que nunca tenemos necesidad de Él, al
final de una Cuaresma que parece no querer terminar. Hemos pasado dos años de
pandemia, que han dejado marcas profundas. Parecía que había llegado el momento
de salir juntos del túnel, tomados de la mano, reuniendo fuerzas y recursos. Y
en cambio, estamos demostrando que no tenemos todavía el espíritu de Jesús,
tenemos aún en nosotros el espíritu de Caín, que mira a Abel no como a un
hermano, sino como a un rival, y piensa en cómo eliminarlo. Necesitamos al
Crucificado Resucitado para creer en la victoria del amor, para esperar en la
reconciliación. Hoy más que nunca lo necesitamos a Él, para que poniéndose en
medio de nosotros nos vuelva a decir: «¡La paz esté con ustedes!».
Sólo Él puede hacerlo. Sólo Él tiene hoy el derecho de
anunciarnos la paz. Sólo Jesús, porque lleva las heridas, nuestras heridas.
Esas heridas suyas son doblemente nuestras: nuestras porque nosotros se las
causamos a Él, con nuestros pecados, con nuestra dureza de corazón, con el odio
fratricida; y nuestras porque Él las lleva por nosotros, no las ha borrado de
su Cuerpo glorioso, ha querido conservarlas consigo para siempre. Son un sello
indeleble de su amor por nosotros, una intercesión perenne para que el Padre
celestial las vea y tenga misericordia de nosotros y del mundo entero. Las
heridas en el Cuerpo de Jesús resucitado son el signo de la lucha que Él
combatió y venció por nosotros con las armas del amor, para que nosotros pudiéramos
tener paz, estar en paz, vivir en paz.
Mirando sus llagas gloriosas, nuestros ojos incrédulos se
abren, nuestros corazones endurecidos se liberan y dejan entrar el anuncio
pascual: «¡La paz esté con ustedes!». Hermanos y hermanas, ¡dejemos entrar la
paz de Cristo en nuestras vidas, en nuestras casas y en nuestros países!
Que haya paz en la martirizada Ucrania, tan duramente
probada por la violencia y la destrucción de la guerra cruel e insensata a la
que ha sido arrastrada. Que un nuevo amanecer de esperanza despunte pronto
sobre esta terrible noche de sufrimiento y de muerte. Que se elija la paz. Que
se dejen de hacer demostraciones de fuerza mientras la gente sufre. Por
favor, por favor, no nos acostumbremos a la guerra, comprometámonos todos a
pedir la paz con voz potente, desde los balcones y en las calles. ¡Paz! Que los
responsables de las naciones escuchen el grito de paz de la gente, que escuchen
esa inquietante pregunta que se hicieron los científicos hace casi sesenta
años: «¿Vamos a poner fin a la raza humana; o deberá renunciar la humanidad a
la guerra?» (Manifiesto Russell-Einstein, 9 julio 1955).
Llevo en el corazón a las numerosas víctimas ucranianas, a
los millones de refugiados y desplazados internos, a las familias divididas, a
los ancianos que se han quedado solos, a las vidas destrozadas y a las ciudades
arrasadas. Tengo ante mis ojos la mirada de los niños que se quedaron huérfanos
y huyen de la guerra. Mirándolos no podemos dejar de percibir su grito de
dolor, junto con el de muchos otros niños que sufren en todo el mundo: los que
mueren de hambre o por falta de atención médica, los que son víctimas de abusos
y violencia, y aquellos a los que se les ha negado el derecho a nacer.
En medio del dolor de la guerra no faltan también signos
esperanzadores, como las puertas abiertas de tantas familias y comunidades que
acogen a migrantes y refugiados en toda Europa. Que estos numerosos actos de
caridad sean una bendición para nuestras sociedades, a menudo degradadas por
tanto egoísmo e individualismo, y ayuden a hacerlas acogedoras para todos.
Que el conflicto en Europa nos haga también más solícitos
ante otras situaciones de tensión, sufrimiento y dolor que afectan a demasiadas
regiones del mundo y que no podemos ni debemos olvidar.
Que haya paz en Oriente Medio, lacerado desde hace años por
divisiones y conflictos. En este día glorioso pidamos paz para Jerusalén y paz
para aquellos que la aman (cf. Sal 121 [122]), cristianos, judíos, musulmanes.
Que los israelíes, los palestinos y todos los habitantes de la Ciudad Santa,
junto con los peregrinos, puedan experimentar la belleza de la paz, vivir en
fraternidad y acceder con libertad a los Santos Lugares, respetando mutuamente
los derechos de cada uno.
Que haya paz y reconciliación en los pueblos del Líbano, de
Siria y de Irak, y particularmente en todas las comunidades cristianas que
viven en Oriente Medio.
Que haya paz también en Libia, para que encuentre
estabilidad después de años de tensiones; y en Yemen, que sufre por un
conflicto olvidado por todos con incesantes víctimas, pueda la tregua firmada
en los últimos días devolverle la esperanza a la población.
Al Señor resucitado le pedimos el don de la reconciliación
para Myanmar, donde perdura un dramático escenario de odio y de violencia, y
para Afganistán, donde no se consiguen calmar las peligrosas tensiones
sociales, y una dramática crisis humanitaria está atormentando a la población.
Que haya paz en todo el continente africano, para que acabe
la explotación de la que es víctima y la hemorragia causada por los ataques
terroristas ―especialmente en la zona del Sahel―, y que encuentre ayuda
concreta en la fraternidad de los pueblos. Que Etiopía, afligida por una grave
crisis humanitaria, vuelva a encontrar el camino del diálogo y la
reconciliación, y se ponga fin a la violencia en la República Democrática del
Congo. Que non falten la oración y la solidaridad para los habitantes de la parte
oriental de Sudáfrica afectados por graves inundaciones.
Que Cristo resucitado acompañe y asista a los pueblos de
América Latina que, en estos difíciles tiempos de pandemia, han visto empeorar,
en algunos casos, sus condiciones sociales, agravadas también por casos de
criminalidad, violencia, corrupción y narcotráfico.
Pedimos al Señor Resucitado que acompañe el camino de
reconciliación que está siguiendo la Iglesia Católica canadiense con los
pueblos indígenas. Que el Espíritu de Cristo Resucitado sane las heridas del
pasado y disponga los corazones en la búsqueda de la verdad y la fraternidad.
Queridos hermanos y hermanas, toda guerra trae consigo
consecuencias que afectan a la humanidad entera: desde los lutos y el drama de
los refugiados, a la crisis económica y alimentaria de la que ya se están
viendo señales. Ante los signos persistentes de la guerra, como en las muchas y
dolorosas derrotas de la vida, Cristo, vencedor del pecado, del miedo y de la
muerte, nos exhorta a no rendirnos frente al mal y a la violencia. Hermanos y
hermanas, ¡dejémonos vencer por la paz de Cristo! ¡La paz es posible, la paz es
necesaria, la paz es la principal responsabilidad de todos! Fuente e Imagen de Vatican. Va.