16 de abril 2022. La pascua llega con el don de una esperanza. Homilía Papa Francisco. Celebración de la vigilia pascual. Muchos escritores han evocado la belleza de las noches, iluminadas por las estrellas. Las noches de la guerra, en cambio, están surcadas por luminosas estelas de muerte. En esta noche, hermanos y hermanas, dejémonos tomar de la mano por las mujeres del Evangelio, para descubrir con ellas la manifestación de la luz de Dios que brilla en las tinieblas del mundo. Esas mujeres, mientras la noche se disipaba y las primeras luces del alba despuntaban sin clamores, se dirigieron al sepulcro para ungir el cuerpo de Jesús. Y allí vivieron una experiencia desconcertante: primero descubrieron que la tumba estaba vacía; después vieron dos figuras con vestiduras resplandecientes, que les dijeron que Jesús había resucitado; y rápidamente corrieron a anunciar la noticia a los demás discípulos (cf. Lucas 24,1-10). Ven, escuchan, anuncian. Con estas tres acciones entramos también nosotros en la Pascua del Señor.
Las mujeres ven. El primer anuncio de la Resurrección no se
presenta como una fórmula que hay que comprender, sino como un signo que hay
que contemplar. En un cementerio, junto a un sepulcro, donde todo debería estar
ordenado y tranquilo, las mujeres vieron «que la piedra estaba corrida. Cuando
entraron no hallaron el cuerpo del Señor Jesús» (vv. 2-3). La Pascua, por
tanto, empieza cambiando nuestros esquemas. Llega con el don de una esperanza
sorprendente. Pero no es fácil acogerla. A veces —debemos admitirlo— esta
esperanza no encuentra espacio en nuestro corazón. También en nosotros, como en
las mujeres del Evangelio, prevalecen preguntas e incertidumbres, y la primera
reacción ante el signo imprevisto es el miedo, el “no levantar la vista del
suelo” (cf. vv. 4-5).
Con mucha frecuencia, miramos la vida y la realidad sin
levantar los ojos del suelo; sólo enfocamos el hoy que pasa, sentimos
desilusión por el futuro y nos encerramos en nuestras necesidades, nos
acomodamos en la cárcel de la apatía, mientras seguimos lamentándonos y
pensando que las cosas no cambiarán nunca. Y así permanecemos inmóviles ante la
tumba de la resignación y del fatalismo, y sepultamos la alegría de vivir.
Pero, sin embargo, esta noche el Señor quiere darnos unos ojos diferentes, encendidos
por la esperanza de saber que el miedo, el dolor y la muerte no tendrán la
última palabra sobre nosotros. Gracias a la Pascua de Jesús podemos dar el
salto de la nada a la vida, «y la muerte ya no podrá defraudarnos más de
nuestra existencia» (K. Rahner, Cosa significa la Pasqua, Brescia 2021, 28),
que ha sido abrazada totalmente y para siempre por el amor infinito de Dios. Es
verdad que puede atemorizarnos y paralizarnos, ¡pero el Señor ha resucitado!
Levantemos la mirada, quitemos de nuestros ojos el velo de la amargura y la
tristeza, y abrámonos a la esperanza de Dios.
En segundo lugar, las mujeres escuchan. Después de
haber visto el sepulcro vacío, dos hombres con vestiduras resplandecientes les
dijeron: «¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo? No está aquí: ¡ha
resucitado!» (vv. 5-6). Nos hace bien escuchar y repetir estas palabras:
¡no está aquí! Cada vez que creemos saber todo sobre Dios, que lo podemos
encasillar en nuestros esquemas, repitámonos a nosotros mismos: ¡no está aquí!
Cuando lo buscamos sólo en la emoción, tantas veces pasajera, o en el momento
de la necesidad, para después hacerlo a un lado y olvidarnos de Él en las
situaciones y en las decisiones concretas de cada día, repitámonos: ¡no está
aquí! Y cuando pensamos que lo hemos aprisionado en nuestras palabras, en
nuestras fórmulas y en nuestras costumbres, pero nos olvidamos de buscarlo en
los rincones más oscuros de la vida, donde hay alguien que llora, quien lucha,
sufre y espera, repitámonos: ¡no está aquí!
Escuchemos también nosotros la pregunta dirigida a las
mujeres: “¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo?”. No podemos
celebrar la Pascua si seguimos quedándonos en la muerte; si permanecemos
prisioneros del pasado; si en la vida no tenemos la valentía de dejarnos
perdonar por Dios, que todo lo perdona, la valentía de cambiar, de terminar con
las obras del mal, de decidirnos por Jesús y por su amor; si seguimos reducción
la fe a un amuleto, haciendo de Dios un hermoso recuerdo de tiempos pasados, en
lugar de descubrirlo como el Dios vivo que hoy quiere transformarnos a nosotros
y al mundo. Un cristianismo que busca al Señor entre los vestigios del
pasado y lo encierra en el sepulcro de la costumbre es un cristianismo sin
Pascua. ¡Pero el Señor ha resucitado! ¡No nos detengamos en torno a los
sepulcros, sino vayamos a redescubrirlo a Él, el Viviente! Y no tengamos miedo
de buscarlo también en el rostro de los hermanos, en la historia del que espera
y del que sueña, en el dolor del que llora y sufre: ¡Dios está allí!
Por último, las mujeres anuncian. ¿Qué anuncian? La
alegría de la Resurrección. La Pascua no acontece para consolar íntimamente
al que llora la muerte de Jesús, sino para abrir de par en par los corazones al
anuncio extraordinario de la victoria de Dios sobre el mal y sobre la muerte.
Por eso, la luz de la Resurrección no quiere retener a las mujeres en el
éxtasis de un gozo personal, no tolera actitudes sedentarias, sino que genera
discípulos misioneros que “regresan del sepulcro” (cf. v. 9) y llevan a todos
el Evangelio del Resucitado.
Es por eso que, después de haber visto y
escuchado, las mujeres corrieron a anunciar la alegría de la Resurrección a los
discípulos. Sabían que podían pensar que estaban locas, tanto es así que el
Evangelio dice que sus palabras les parecieron «una locura» (v. 11), pero ellas
no se preocuparon de su reputación ni de defender su imagen; no midieron sus
sentimientos ni calcularon sus palabras.
Sólo tenían el fuego en el corazón para llevar la noticia, el anuncio:
“¡El Señor ha resucitado!”.
¡Qué hermosa es una Iglesia que corre de esta manera por los
caminos del mundo! Sin miedos, sin estrategias ni oportunismos; sólo con el
deseo de llevar a todos la alegría del Evangelio. A esto somos llamados, a
experimentar el encuentro con el Resucitado y a compartirlo con los demás; a
correr la piedra del sepulcro, donde con frecuencia hemos encerrado al Señor,
para difundir su alegría en el mundo. Resucitemos a Jesús, el Viviente, de los
sepulcros donde lo hemos metido, liberémoslo de las formalidades donde a menudo
lo hemos encerrado.
Despertémonos del sueño de la vida tranquila en la
que a veces lo hemos acomodado, para que no moleste ni incomode más. Llevémoslo
a la vida cotidiana: con gestos de paz en este tiempo marcado por los horrores
de la guerra; con obras de reconciliación en las relaciones rotas y de
compasión hacia los necesitados; con acciones de justicia en medio de las
desigualdades y de verdad en medio de las mentiras. Y, sobre todo, con obras de
amor y de fraternidad.
Hermanos y hermanas, nuestra esperanza se llama Jesús. Él
entró en el sepulcro de nuestros pecados, llegó hasta el lugar más profundo en
el que nos habíamos perdido, recorrió los enredos de nuestros miedos, cargó con
el peso de nuestras opresiones y, desde los abismos más oscuros de nuestra
muerte, nos despertó a la vida y transformó nuestro luto en danza. ¡Celebremos
la Pascua con Cristo! Él está vivo y también hoy pasa, transforma y libera. Con
Él el mal no tiene más poder, el fracaso no puede impedir que empecemos de
nuevo, la muerte se convierte en un paso para el inicio de una nueva vida.
Porque con Jesús, el Resucitado, ninguna noche es infinita; y, aun en la
oscuridad más densa, oscuridad brilla la estrella de la mañana.
En esta oscuridad que están viviendo, señor alcalde, señoras
y señores diputados, la oscuridad densa de la guerra, de la crueldad, todos
rezamos, rezamos con ustedes y por ustedes esta noche. Rezamos por los muchos
sufrimientos. Sólo podemos darles nuestra compañía, nuestra oración y decirles:
“¡Ánimo! ¡Los acompañamos!”. Y también decirles lo más grande que celebramos
hoy: ¡Christòs voskrés! [¡Cristo ha resucitado!] Fuente e Imagen de Vatican .
Va.