10 de abril 2022. “La mentalidad del yo se opone a la de Dios”. Homilía Papa Francisco, Domingo de ramos. Plaza de san Pedro. En el Calvario se enfrentan dos mentalidades. Las palabras de Jesús crucificado en el Evangelio se contraponen, en efecto, a las de los que lo crucifican. Estos repiten un estribillo: “Sálvate a ti mismo”. Lo dicen los jefes: «¡Que se salve a sí mismo si este es el Mesías de Dios, el elegido!» (Lucas 23,35). Lo reafirman los soldados: «¡Si tú eres el rey de los judíos, sálvate a ti mismo!» (v. 37). Y finalmente, también uno de los malhechores, que escuchó, repite la idea: «¿Acaso no eres el Mesías? ¡Sálvate a ti mismo!» (v. 39). Salvarse a sí mismo, cuidarse a sí mismo, pensar en sí mismo; no en los demás, sino solamente en la propia salud, en el propio éxito, en los propios intereses; en el tener, en el poder, en la apariencia. Sálvate a ti mismo: es el estribillo de la humanidad que ha crucificado al Señor. Reflexionemos sobre esto.
Pero a la mentalidad del yo se opone la de Dios; el
sálvate a ti mismo discuerda con el Salvador que se ofrece a sí mismo. En el
Evangelio de hoy también Jesús, como sus opositores, toma la palabra tres veces
en el Calvario (cf. vv. 34.43.46). Pero en ningún caso reivindica algo para sí;
es más, ni siquiera se defiende o se justifica a sí mismo. Reza al Padre y
ofrece misericordia al buen ladrón. Una expresión suya, en particular, marca la
diferencia respecto al sálvate a ti mismo: «Padre, perdónalos» (v. 34).
Detengámonos en estas palabras. ¿Cuándo las dice el Señor?
En un momento específico, durante la crucifixión, cuando siente que los clavos
le perforan las muñecas y los pies. Intentemos imaginar el dolor lacerante que
eso provocaba. Allí, en el dolor físico más agudo de la pasión, Cristo pide
perdón por quienes lo están traspasando. En esos momentos, uno sólo quisiera
gritar toda su rabia y sufrimiento; en cambio, Jesús dice: Padre, perdónalos. A
diferencia de otros mártires, que son mencionados en la Biblia (cf. 2 Macabeos
7,18-19), no reprocha a sus verdugos ni amenaza con castigos en nombre de Dios,
sino que reza por los malvados. Clavado en el patíbulo de la humillación,
aumenta la intensidad del don, que se convierte en perdón.
Hermanos, hermanas, pensemos que Dios hace lo mismo con
nosotros. Cuando le causamos dolor con nuestras acciones, Él sufre y tiene
un solo deseo: poder perdonarnos. Para darnos cuenta de esto, contemplemos
al Crucificado. El perdón brota de sus llagas, de esas heridas dolorosas que le
provocan nuestros clavos. Contemplemos a Jesús en la cruz y pensemos que nunca
hemos recibido palabras más bondadosas: Padre, perdónalos. Contemplemos a Jesús
en la cruz y veamos que nunca hemos recibido una mirada más tierna y compasiva.
Contemplemos a Jesús en la cruz y comprendamos que nunca hemos recibido un
abrazo más amoroso. Contemplemos al Crucificado y digamos: “Gracias, Jesús, me
amas y me perdonas siempre, aun cuando a mí me cuesta amarme y perdonarme”.
Allí, mientras es crucificado, en el momento más duro, Jesús
vive su mandamiento más difícil: el amor por los enemigos. Pensemos en alguien
que nos haya herido, ofendido, desilusionado; en alguien que nos haya hecho
enojar, que no nos haya comprendido o no haya sido un buen ejemplo. ¡Cuánto tiempo
perdemos pensando en quienes nos han hecho daño! Y también mirándonos dentro de
nosotros mismos y lamiéndonos las heridas que nos han causado los otros, la
vida o la historia. Hoy Jesús nos enseña a no quedarnos ahí, sino a
reaccionar, a romper el círculo vicioso del mal y de las quejas, a responder a
los clavos de la vida con el amor y a los golpes del odio con la caricia
del perdón. Pero nosotros, discípulos de Jesús, ¿seguimos al Maestro o a
nuestro instinto rencoroso? Es una pregunta que debemos hacernos: ¿seguimos al
Maestro o seguimos a nuestro instinto rencoroso? Si queremos verificar nuestra
pertenencia a Cristo, veamos cómo nos comportamos con quienes nos han herido.
El Señor nos pide que no respondamos según nuestros impulsos o como lo hacen
los demás, sino como Él lo hace con nosotros. Nos pide que rompamos la cadena
del “te quiero si tú me quieres; soy tu amigo si eres mi amigo; te ayudo si me
ayudas”. No, compasión y misericordia para todos, porque Dios ve en cada uno
a un hijo. No nos separa en buenos y malos, en amigos y enemigos. Somos
nosotros los que lo hacemos, haciéndolo sufrir. Para Él todos somos hijos
amados, que desea abrazar y perdonar. Y también vemos que sucede lo mismo en la
invitación al banquete de bodas de su hijo. Aquel señor manda a sus criados a
los cruces de los caminos y les dice: “Traigan a todos, blancos, negros, buenos
y malos; a todos, sanos, enfermos; a todos…” (cfr. Mateo 22,9-10). El amor de
Jesús es para todos, en esto no hay privilegios. Es para todos. El privilegio
de cada uno de nosotros es ser amado, perdonado
Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen. El
Evangelio destaca que Jesús «decía» (v. 34) esto. No lo dijo una sola vez en el
momento de la crucifixión, sino que pasó las horas que estuvo en la cruz con
estas palabras en los labios y en el corazón. Dios no se cansa de perdonar.
Debemos entender esto, pero entenderlo no sólo con la mente, sino entenderlo
también con el corazón. Dios nunca se cansa de perdonar, somos nosotros los que
nos cansamos de pedirle perdón, pero Él nunca se cansa de perdonar. Él no es
que aguante hasta un cierto punto para luego cambiar de idea, como estamos
tentados de hacer nosotros. Jesús —enseña el Evangelio de Lucas— vino al mundo
a traernos el perdón de nuestros pecados (cf. Lucas 1,77) y al final nos dio
una instrucción precisa: predicar a todos, en su nombre, el perdón de los
pecados (cfr. Lucas 24,47). Hermanos y hermanas, no nos cansemos del perdón de
Dios, ni nosotros sacerdotes de administrarlo, ni cada cristiano de recibirlo y
testimoniarlo. No nos cansemos del perdón de Dios.
Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen. Observemos
algo más. Jesús no sólo implora el perdón, sino que dice también el motivo:
perdónalos porque no saben lo que hacen. Pero, ¿cómo? Los que lo crucificaron
habían premeditado su muerte, organizado su captura, los procesos, y ahora
están en el Calvario para asistir a su final. Y, sin embargo, Cristo
justifica a esos violentos porque no saben. Así es como Jesús se comporta
con nosotros: se hace nuestro abogado. No se pone en contra de nosotros, sino
de nuestra parte contra nuestro pecado. Y es interesante el argumento que
utiliza: porque no saben, es aquella ignorancia del corazón que tenemos todos
nosotros pecadores. Cuando se usa la violencia ya no se sabe nada de Dios,
que es Padre, ni tampoco de los demás, que son hermanos. Se nos olvida porqué
estamos en el mundo y llegamos a cometer crueldades absurdas.
Lo vemos en la
locura de la guerra, donde se vuelve a crucificar a Cristo. Sí, Cristo es clavado
en la cruz una vez más en las madres que lloran la muerte injusta de los
maridos y de los hijos. Es crucificado en los refugiados que huyen de las
bombas con los niños en brazos. Es crucificado en los ancianos que son
abandonados a la muerte, en los jóvenes privados de futuro, en los soldados
enviados a matar a sus hermanos. Cristo es crucificado allí, hoy.
Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen. Muchos
escuchan esta frase inaudita; pero sólo uno la acoge. Es un malhechor,
crucificado junto a Jesús. Podemos pensar que la misericordia de Cristo suscitó
en él una última esperanza que lo llevó a pronunciar estas palabras: «Jesús,
acuérdate de mí» (Lucas 23,42). Como diciendo: “Todos se olvidaron de mí, pero
tú piensas incluso en quienes te crucifican. Contigo, entonces, también hay
lugar para mí”. El buen ladrón acoge a Dios mientras su vida está por terminar,
y así su vida empieza de nuevo; en el infierno del mundo ve abrirse el paraíso:
«Hoy estarás conmigo en el paraíso» (v. 43). Este es el prodigio del perdón de
Dios, que transforma la última petición de un condenado a muerte en la primera
canonización de la historia.
Hermanos, hermanas, en esta semana acojamos la certeza de
que Dios puede perdonar todo pecado. Dios perdona a todos, puede perdonar
toda distancia, y puede cambiar todo lamento en danza (cf. Sal 30,12); la
certeza de que con Cristo siempre hay un lugar para cada uno; de que con Jesús
nunca es el fin, nunca es demasiado tarde. Con Dios siempre se puede volver a
vivir. Ánimo, caminemos hacia la Pascua con su perdón. Porque Cristo intercede
continuamente ante el Padre por nosotros (cf. Hebreos 7,25) y, mirando nuestro
mundo violento, nuestro mundo herido, no se cansa nunca de repetir ―y nosotros
lo hacemos ahora con el corazón, en silencio―, de repetir: Padre, perdónalos,
porque no saben lo que hacen.