31 de enero 2024. Catequesis Papa Francisco. Aula Pablo VI. Vicios y virtudes. 6. La ira. Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En estas
semanas estamos tratando el tema de los vicios y las virtudes, y hoy nos
detenemos a reflexionar sobre el vicio de la ira. Es un vicio particularmente
tenebroso, y es quizás el más simple de reconocer desde un punto de vista
físico. La persona dominada por la ira
difícilmente logra disimular este ímpetu: lo reconoces por los movimientos
del cuerpo, por la agresividad, por la respiración agitada, por la mirada torva
y ceñuda.
En su
manifestación más aguda, la ira es un
vicio que no da tregua. Si nace de una injusticia padecida (o considerada
como tal), a menudo no se desata contra el culpable, sino contra el primer
desafortunado con el que uno se encuentra. Hay hombres que contienen su ira en
el lugar de trabajo, mostrándose tranquilos y compasivos, pero que una vez
llegados a su casa se vuelven insoportables para la esposa y los hijos.
La ira es un vicio desenfrenado: es
capaz de quitarnos el sueño y de hacernos maquinar continuamente en nuestra
mente, sin que logremos encontrar una barrera para los razonamientos y
pensamientos.
La ira es un vicio que destruye las relaciones
humanas. Expresa la incapacidad de aceptar la diversidad del otro, especialmente cuando sus opciones
vitales difieren de las nuestras. No se detiene ante los malos comportamientos
de una persona, sino que lo arroja todo al caldero: es el otro, el otro tal y
como es, el otro en cuanto tal, el que provoca la ira y el resentimiento. Se
empieza a detestar el tono de su voz, sus banales gestos cotidianos, sus formas
de razonar y de sentir.
Cuando la
relación alcanza este nivel de degeneración, ya se ha perdido la lucidez. La ira hace perder la lucidez. Porque,
a veces, una de las características de la ira, es la de no calmarse con el
tiempo. En esos casos, incluso la distancia y el silencio, en lugar de calmar
el peso de los malentendidos, lo magnifican. Por ese motivo, el apóstol Pablo
-como hemos escuchado- recomienda a sus cristianos que aborden inmediatamente
el problema e intenten la reconciliación: «No
permitan que la noche los sorprenda enojados» (Efesios 4, 26).
Es
importante que todo se resuelva inmediatamente, antes de la puesta del sol. Si
durante el día surge algún malentendido y dos personas dejan de entenderse,
percibiéndose de pronto alejadas, no hay que entregar la noche al diablo. El
vicio nos mantendría despiertos en la oscuridad, rumiando nuestras razones y
los errores incalificables que nunca son nuestros y siempre del otro. Así es: cuando una persona está dominada por la
ira, siempre dice que el problema está en la otra persona; nunca es capaz
de reconocer sus propios defectos, sus propias faltas.
En el
“Padre nuestro”, Jesús nos hace orar por nuestras relaciones humanas, que son
un terreno minado: un plano que nunca está en equilibrio perfecto. En la vida
tenemos que tratar con personas que están en deuda con nosotros; del mismo
modo, ciertamente nosotros no siempre hemos amado a todos en la justa medida. A algunos no les hemos devuelto el amor que
se les debe.
Todos somos pecadores, todos, y todos tenemos la cuenta en números
rojos: ¡no lo olviden! Por lo tanto, todos tenemos que aprender a perdonar para
ser perdonados. Las personas no están juntas si no practican también el arte
del perdón, siempre que esto sea humanamente posible. Lo que contrarresta la ira es la benevolencia, la amplitud de
corazón, la mansedumbre, la paciencia.
Sobre el
tema de la ira, hay que decir una última cosa. Es un vicio terrible, hemos
dicho, está en el origen de las guerras y la violencia. El proemio de la Ilíada
describe "la ira de Aquiles", que será causa de "infinitos
lutos". Pero no todo lo que nace de la ira es malo. Los antiguos eran muy
conscientes de que hay una parte irascible en nosotros que no puede ni debe
negarse. Las pasiones son hasta cierto
punto inconscientes: suceden, son experiencias de la vida.
No somos
responsables de la ira en su surgimiento, pero sí siempre en su desarrollo. Y a
veces es bueno que la ira se desahogue de la manera adecuada. Si una persona no
se enfadase nunca, si no se indignase ante la injusticia, si no sintiera algo
que le estremece las entrañas ante la opresión de un débil, entonces
significaría que esa persona no es humana, y mucho menos cristiana.
Existe una
santa indignación, que no es la ira, sino un movimiento interior, una santa
indignación. Jesús la conoció varias
veces en su vida (cfr. Marcos 3, 5): nunca respondió al mal con el mal,
pero en su alma experimentó este sentimiento y, en el caso de los mercaderes en
el Templo, realizó una acción fuerte y profética, dictada no por la ira, sino
por el celo por la casa del Señor (cfr. Mateo 21, 12-13). Debemos distinguir
bien: una cosa es el celo, la santa
indignación, otra cosa es la ira, que es mala.
Nos
corresponde a nosotros, con la ayuda del Espíritu Santo, encontrar la justa
medida de las pasiones, educarlas bien para que se dirijan hacia el bien, y no
hacia el mal. Fuente e Imagen de Vatican. Va.