21 de enero 2024. “No seamos sordos a la Palabra de Dios." Homilía Papa Francisco. Basílica de san Pedro. Hemos escuchado que «Jesús les dijo: “Síganme […]”. Inmediatamente, ellos dejaron sus redes y lo siguieron» (Mc 1,17-18). Es grande la fuerza de la Palabra de Dios, como hemos visto también en la primera lectura: «La palabra del Señor fue dirigida por segunda vez a Jonás, en estos términos: “Parte ahora mismo para Nínive […] y anúnciale […]”. Jonás partió […], conforme a la palabra del Señor» (Jon 3,1-3).
La Palabra de Dios despliega la potencia del Espíritu Santo. Es una
fuerza que atrae hacia Dios, como les sucedió a los jóvenes pescadores, que
quedaron impresionados por las palabras de Jesús. Es una fuerza que nos mueve
hacia los demás, como le sucedió a Jonás, cuando se dirigió a los que se
encontraban alejados del Señor. La Palabra, por tanto, nos atrae hacia Dios y
nos envía hacia los demás. Nos atrae hacia Dios y nos envía hacia los demás,
ese es su dinamismo. No nos deja
encerrados en nosotros mismos, sino que dilata el corazón, hace cambiar de
ruta, trastoca los hábitos, abre escenarios nuevos y desvela horizontes
insospechados.
Hermanos y
hermanas, la Palabra de Dios quiere realizar esto en cada uno de nosotros. Como
con los primeros discípulos, que acogiendo las palabras de Jesús dejaron las
redes y comenzaron una aventura
estupenda, así también en las riberas de nuestra vida, junto a las barcas
de los familiares y a las redes del trabajo, la Palabra suscita la llamada de
Jesús, que nos llama a hacernos a la mar con Él para los demás.
Sí, la Palabra suscita la misión, nos hace
mensajeros y testigos de Dios para un mundo colmado de palabras, pero sediento
de esa Palabra que frecuentemente ignora. La Iglesia vive de este dinamismo, es
llamada por Cristo, atraída por Él, y enviada al mundo para testimoniarlo. Este
es el dinamismo de la Iglesia.
No podemos
prescindir de la Palabra de Dios, de su dulce firmeza que, como un diálogo,
conmueve el corazón, se imprime en el alma y la renueva con la paz de Jesús que
nos hace preocuparnos por los demás. Si miramos a los amigos de Dios, a los
testigos del Evangelio en la historia, a los santos, vemos que para todos la
Palabra ha sido decisiva.
Pensemos en
el primer monje, san Antonio, que, impresionado por un pasaje del Evangelio
cuando estaba en Misa, lo dejo todo por el Señor; pensemos en san Agustín, cuya vida dio un vuelco cuando una palabra
divina le sanó el corazón; pensemos en santa Teresa del Niño Jesús, que
descubrió su vocación leyendo las cartas de san Pablo. Y pienso en el santo de
quien llevo el nombre, Francisco de Asís, quien, después de haber rezado, leyó
en el Evangelio que Jesús envía a los discípulos a predicar y entonces exclamó:
«Esto es lo que yo quiero, esto es lo que yo busco, esto es lo que en lo más
íntimo del corazón anhelo poner en práctica» (Tomás Celano, Vida primera de San
Francisco, 22). Son vidas transformadas por la Palabra de vida, por la Palabra
del Señor.
Pero me
pregunto: ¿por qué para muchos de nosotros no sucede lo mismo? Muchas veces
escuchamos la Palabra de Dios, nos entra por un oído y nos sale por otro, ¿Por
qué? Tal vez porque como nos muestran estos testigos, es necesario no ser “sordos” a la Palabra. Es el riesgo que
corremos, ya que abrumados por miles de palabras, no damos importancia a la
Palabra de Dios, la oímos, pero no la escuchamos; la escuchamos, pero no la
custodiamos; la custodiamos, pero no nos dejamos provocar por ella para
cambiar; la leemos, pero no la hacemos oración, en cambio «debe acompañar la
oración a la lectura de la Sagrada Escritura para que se entable diálogo entre
Dios y el hombre» (Dei Verbum, 25).
No olvidemos las dos dimensiones constitutivas
de la oración cristiana: la escucha de la Palabra y la adoración del Señor. Hagamos espacio a la Palabra de
Jesús, a la Palabra de Jesús orada, y sucederá para nosotros lo mismo que a los
primeros discípulos. Volvamos por tanto al Evangelio de hoy, que nos describe
dos gestos que brotan de la Palabra de Jesús: «dejaron sus redes y lo
siguieron» (Mc 1,18). Dejaron y
siguieron. Detengámonos brevemente en esto.
Dejaron.
¿Qué dejaron? La barca y las redes, es decir la vida que habían llevado hasta
aquel momento. Muchas veces nos cuesta dejar nuestras seguridades, nuestros
hábitos, porque permanecemos atrapados en ellos como los peces en la red. Pero quien está en contacto con la Palabra se
libera de las ataduras del pasado, porque la Palabra viva descifra la
existencia, cura también la memoria herida implantando el recuerdo de Dios y de
las obras que ha hecho por nosotros. La Escritura nos radica en el bien, nos
recuerda quienes somos: hijos de Dios salvados y amados.
Las
“Odoríferas palabras del Señor” (cf. S. Francisco de Asís, Carta a los Fieles
II) son como la miel, dan gusto a la vida, suscitan la dulzura de Dios, nutren
el alma, alejan el miedo, vencen la soledad. Así como movieron a aquellos
discípulos a dejar la repetitividad de una vida hecha de barcas y de redes, así
en nosotros renovarán la fe, purificándola y liberándola de tantas escorias,
llevándola de nuevo a los orígenes, a la fuente genuina que brota del
Evangelio.
Con el
relato de las obras que Dios ha hecho por nosotros, la Sagrada Escritura desata los amarres de una fe paralizada y nos hace
saborear de nuevo la vida cristiana como lo que verdaderamente es, una
historia de amor con el Señor.
Los discípulos, por tanto, dejaron; y después
siguieron —dejaron y siguieron—. Detrás del Maestro dieron pasos hacia adelante. Efectivamente su Palabra, mientras
libera de los obstáculos del pasado y del presente, hace madurar en la verdad y
en la caridad, reaviva el corazón, lo sacude, lo purifica de las hipocresías y
lo llena de esperanza.
La Biblia misma da fe de que la Palabra es
concreta y eficaz,
es «como la lluvia y la nieve» para el terreno (cf. Isaías 55,10-11); «como el
fuego», «como martillo que pulveriza la roca» (Jeremías 23,29); como una espada
afilada que «discierne los pensamientos y las intenciones del corazón» (Hebreos
4,12); como un «germen […] incorruptible» (1 Pedro, 1,23) que, aunque pequeño y
escondido, brota y produce fruto (cf. Mt 13). «Es tanta la eficacia que radica
en la palabra de Dios, que es, en verdad […] alimento del alma, fuente pura y
perenne de la vida espiritual» (Concilio. Ecuménico. Vaticano. II, Constitución.
dogmática. Dei Verbum, 21).
Hermanos y
hermanas, el Domingo de la Palabra de Dios nos ayuda a volver con alegría a las
fuentes de la fe, que nace de la escucha de Jesús, Palabra de Dios vivo.
Mientras se dicen y se leen constantemente palabras sobre la Iglesia, que Él
nos ayude a redescubrir la Palabra de vida que resuena en la Iglesia. De lo contrario terminaremos por hablar más
de nosotros que de Él; y muchas veces al centro quedarán nuestros pensamientos
y nuestros problemas, en vez de Cristo con su Palabra.
Volvamos a las
fuentes para ofrecer al mundo el agua viva que no logra encontrar; y, mientras
la sociedad y las redes sociales acentúan la violencia de las palabras,
aferrémonos a la mansedumbre de la Palabra de Dios que salva, que es dulce, que
no hace ruido, que entra en el corazón.
Y por
último, hagámonos una pregunta. ¿Qué puesto reservo yo a la Palabra de Dios en
el lugar donde vivo? Allí habrá libros, periódicos, televisores, teléfonos,
pero ¿dónde está la Biblia? En mi cuarto, ¿tengo
el Evangelio al alcance de la mano? ¿Lo leo cada día para orientarme en el
camino de la vida? ¿Tengo en el bolso un pequeño ejemplar del Evangelio para
leerlo? Muchas veces he aconsejado de llevar siempre consigo el Evangelio, en
el bolsillo, en el bolso, en el teléfono.
Si amo a Cristo más que a nadie, ¿cómo puedo
dejarlo en casa y no llevar conmigo su Palabra? Y una última pregunta: ¿he
leído entero al menos uno de los cuatro Evangelios? El Evangelio es el libro de
la vida, es sencillo y breve y, sin embargo, muchos creyentes nunca han leído
uno desde principio hasta el final.
Hermanos y
hermanas, la Escritura dice que Dios es “principio y autor de la belleza” (cf.
Sb 13,3), dejémonos conquistar por la belleza que la Palabra de Dios trae a
nuestra vida. Fuente e Imagen de: Vatican. Va.