2 de diciembre 2025. “Cultivar siempre actitudes de alabanza
y gratitud.” Homilía Papa León XIV, "Beirut Waterfront" (Beirut).
Queridos hermanos y hermanas:
También Jesús, como acabamos de escuchar en el Evangelio,
tiene palabras de gratitud para el Padre y, dirigiéndose a Él, reza diciendo:
“Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra” (Lucas 10,21). Sin embargo,
la dimensión de la alabanza no siempre encuentra espacio dentro de nosotros. A
veces, agobiados por las fatigas de la vida, preocupados por los numerosos
problemas que nos rodean, paralizados por la impotencia ante el mal y oprimidos
por tantas situaciones difíciles, nos sentimos más inclinados a la resignación
y a la queja que al asombro del corazón y al agradecimiento.
La invitación a cultivar siempre actitudes de alabanza y
gratitud la dirijo precisamente a ustedes, querido pueblo libanés. A
ustedes, que son destinatarios de una belleza singular con la que el Señor ha
adornado su tierra y que, al mismo tiempo, son espectadores y víctimas de cómo
el mal, en sus múltiples formas, puede empañar esta maravilla.
Desde esta explanada que se asoma al mar, también yo puedo
contemplar la belleza del Líbano cantada por la Escritura. El Señor ha plantado
aquí sus altos cedros, los ha alimentado y saciado (cf. Salmo 104,16), ha perfumado las vestiduras de
la esposa del Cantar de los Cantares con el aroma de esta tierra (cf. Cantar de
los Cantares 4,11) y, en Jerusalén, ciudad santa revestida de luz por la venida
del Mesías, anuncia: “Hasta ti llegará la gloria del Líbano, con el ciprés, el
olmo y el abeto, para glorificar el lugar de mi Santuario, para honrar el lugar
donde se posan mis pies” (Isaías 60,13).
Al mismo tiempo, sin embargo, esa belleza se ve oscurecida
por la pobreza y el sufrimiento, por las heridas que han marcado su historia
—acabo de rezar en el lugar de la explosión, en el puerto—; se ve oscurecida
por los numerosos problemas que los afligen, por un contexto político frágil y a
menudo inestable, por la dramática crisis económica que les oprime, por la
violencia y los conflictos que han despertado antiguos temores.
En un escenario de este tipo, la gratitud cede fácilmente
paso al desencanto, el canto de alabanza no encuentra espacio en la desolación
del corazón, la fuente de la esperanza se seca por la incertidumbre y la
desorientación.
Sin embargo, la Palabra del Señor nos invita a encontrar
las pequeñas luces que brillan en lo hondo de la noche, tanto para abrirnos a
la gratitud como para estimularnos al compromiso común en favor de esta
tierra.
Como hemos escuchado, el motivo del agradecimiento de Jesús
al Padre no es por obras extraordinarias, sino porque revela su grandeza
precisamente a los pequeños y humildes, a aquellos que no llaman la
atención, que parecen contar poco o nada, que no tienen voz. De hecho, el Reino
que Jesús viene a inaugurar tiene precisamente esta característica de la que
nos habló el profeta Isaías: es un brote, un pequeño retoño que surge de un
tronco (cf. Isaías 11,1), una pequeña esperanza que promete el renacimiento
cuando todo parece morir. Así se anuncia al Mesías y, al venir en la pequeñez
de un brote, sólo puede ser reconocido por los pequeños, por aquellos que sin
grandes pretensiones saben percibir los detalles ocultos, las huellas de
Dios en una historia aparentemente perdida.
Es también una indicación para nosotros, para que
tengamos ojos que sepan reconocer la pequeñez del retoño que surge y crece
incluso en medio de una historia dolorosa. Pequeñas luces que brillan en la
noche, pequeños brotes que despuntan, pequeñas semillas plantadas en el árido
jardín de este tiempo histórico, también nosotros podemos verlos, aquí y
también ahora.
Pienso en su fe sencilla y genuina, arraigada en sus
familias y alimentada por las escuelas cristianas; en el trabajo constante
de las parroquias, las congregaciones y los movimientos para responder a las
preguntas y necesidades de la gente; me vienen a la mente los numerosos
sacerdotes y religiosos que se dedican a su misión en medio de múltiples
dificultades; así como también los laicos, comprometidos en el campo de la
caridad y en la promoción del Evangelio en la sociedad.
Por estas luces que con esfuerzo tratan de iluminar la
oscuridad de la noche, por estos brotes pequeños e invisibles que, sin embargo,
abren la esperanza en el futuro, hoy debemos decir como Jesús: “¡Te alabamos,
Padre!”. Te damos gracias porque estás con nosotros y no nos dejas vacilar.
Al mismo tiempo, esta gratitud no debe quedarse en un
consuelo íntimo e ilusorio. Debe llevarnos a la transformación del corazón, a
la conversión de la vida, a considerar que es precisamente en la luz de la
fe, en la promesa de la esperanza y en la alegría de la caridad donde Dios ha
pensado nuestra vida. Y, por eso, todos estamos llamados a cultivar estos
brotes, a no desanimarnos, a no ceder a la lógica de la violencia ni a la
idolatría del dinero, a no resignarnos ante el mal que se extiende.
Cada uno debe poner de su parte y todos debemos unir
nuestros esfuerzos para que esta tierra pueda recuperar su esplendor. Y sólo
hay una forma de hacerlo: desarmemos nuestros corazones, dejemos caer las armaduras de nuestras
cerrazones étnicas y políticas, abramos nuestras confesiones religiosas al encuentro mutuo,
despertemos en lo más profundo de nuestro ser el sueño de un Líbano unido,
donde triunfen la paz y la justicia, donde todos puedan reconocerse hermanos y
hermanas y donde, finalmente, se pueda realizar lo que nos describe el profeta
Isaías: “El lobo habitará con el cordero y el leopardo se recostará junto al
cabrito; el ternero y el cachorro de león pacerán juntos” (Isaías 11,6).
Este es el sueño que se les ha confiado, es lo que el Dios
de la paz pone en sus manos: ¡Líbano, levántate! ¡Sé morada de justicia y de
fraternidad! ¡Sé profecía de paz para todo el Levante! Hermanos y hermanas, yo también quiero decir,
repitiendo las palabras de Jesús: “Te alabo, Padre”. Elevo mi acción de gracias
al Señor por haber compartido estos días con ustedes, mientras llevo en mi
corazón sus sufrimientos y sus esperanzas. Rezo por ustedes, para que esta
tierra del Levante esté siempre iluminada por la fe en Jesucristo, sol de
justicia, y, gracias a Él, conserve la esperanza que no declina. Fuente: Aciprensa.
Com. Imagen de Vatican. Va.
