23 de diciembre 2025. Una fidelidad que genera futuro. Carta
apostólica Papa León XIV. Fidelidad y misión. Fidelidad y futuro.
1. Una fidelidad que genera futuro es a lo que los
presbíteros están llamados también hoy, en la conciencia de que perseverar en
la misión apostólica nos ofrece la posibilidad de interrogarnos sobre el futuro
del ministerio y de ayudar a otros a percibir la alegría de la vocación
presbiteral. El sexagésimo aniversario del Concilio Vaticano II, que se
celebra en este Año jubilar, nos brinda la ocasión de contemplar nuevamente el
don de esta fidelidad fecunda, recordando las enseñanzas de los Decretos
Optatam Totius y Presbyterorum Ordinis, promulgados respectivamente el 28 de
octubre y el 7 de diciembre de 1965.
Son dos textos nacidos de una única inspiración de la
Iglesia, que se siente llamada a ser signo e instrumento de unidad para todos
los pueblos e interpelada a renovarse, consciente de que «la anhelada
renovación de toda la Iglesia depende en gran parte del ministerio de los
sacerdotes, animado por el espíritu de Cristo».
2. ¡No celebramos un aniversario de papel! Ambos documentos,
en efecto, se fundamentan sólidamente en la comprensión de la Iglesia como el
Pueblo de Dios que peregrina en la historia y constituyen un hito fundamental
de la reflexión acerca de la naturaleza y la misión del ministerio pastoral,
así como de la preparación para el mismo, conservando con el paso del tiempo
una gran frescura y actualidad. Invito, por tanto, a continuar la lectura de
dichos textos en el seno de las comunidades cristianas y a su estudio,
particularmente en los Seminarios y en todos los ámbitos de preparación y
formación para el ministerio ordenado.
3. Los Decretos Optatam totius y Presbyterorum ordinis,
bien situados en el cauce de la Tradición doctrinal de la Iglesia sobre el
sacramento del Orden, pusieron ante la atención del Concilio la reflexión
sobre el sacerdocio ministerial y manifestaron la solicitud de la asamblea
conciliar por los sacerdotes. El propósito era elaborar los presupuestos
necesarios para formar a las futuras generaciones de presbíteros según la
renovación promovida por el Concilio, manteniendo firme la identidad
ministerial y, al mismo tiempo, evidenciando nuevas perspectivas que integraran
la reflexión precedente, en la lógica de un sano desarrollo doctrinal.
Es necesario, por tanto, hacer de ellos una memoria viva,
respondiendo a la llamada a acoger el mandato que estos Decretos han confiado a
toda la Iglesia: revitalizar siempre y cada día el ministerio presbiteral,
extrayendo fuerza de su raíz, que es el vínculo entre Cristo y la Iglesia, para
ser, junto con todos los fieles y a su servicio, discípulos misioneros según su
Corazón.
4. Al mismo tiempo, en los seis decenios transcurridos desde
el Concilio, la humanidad ha vivido y sigue viviendo cambios que exigen una
verificación constante del camino recorrido y una coherente actualización de
las enseñanzas conciliares. Paralelamente, en estos años la Iglesia ha sido
conducida por el Espíritu Santo a desarrollar la doctrina del Concilio
sobre su naturaleza comunión al según la forma sinodal y misionera. Con este
propósito dirijo la presente Carta apostólica a todo el Pueblo de Dios, para
reconsiderar juntos la identidad y la función del ministerio ordenado a la
luz de lo que el Señor pide hoy a la Iglesia, prolongando la gran obra de
actualización del Concilio Vaticano II.
Propongo hacerlo a través de la
perspectiva de la fidelidad, que es a la vez gracia de Dios y camino constante
de conversión, para corresponder con alegría a la llamada del Señor Jesús.
Deseo comenzar expresando gratitud por el testimonio y la entrega de los
sacerdotes que, en todas partes del mundo, ofrecen su vida, celebran el
sacrificio de Cristo en la Eucaristía, anuncian la Palabra, absuelven los
pecados y se dedican día tras día con generosidad a los hermanos y hermanas,
sirviendo a la comunión y a la unidad, y cuidando, en particular, de quienes
más sufren y pasan necesidad.
Fidelidad y servicio
5. Toda vocación en la Iglesia nace del encuentro
personal con Cristo, «que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una
orientación decisiva». Antes de todo compromiso, antes de toda buena
aspiración personal, antes de todo servicio, está la voz del Maestro que llama:
“Ven y sígueme” (cf. Marcos 1,17). El Señor de la vida nos conoce e ilumina
nuestro corazón con su mirada de amor (cf. Marcos 10,21). No se trata sólo de
una voz interior, sino de un impulso espiritual que con frecuencia nos llega a
través del ejemplo de otros discípulos del Señor y que toma forma en una
elección valiente de vida. La fidelidad a la vocación, especialmente en el
tiempo de la prueba y de la tentación, se fortalece cuando no olvidamos esa
voz, cuando somos capaces de recordar con pasión el sonido de la voz del Señor
que nos ama, nos elige y nos llama, confiándonos también al indispensable
acompañamiento de quienes son expertos en la vida del Espíritu. El eco de esa
Palabra es, con el paso del tiempo, el principio de la unidad interior con
Cristo, que resulta fundamental e ineludible en la vida apostólica.
6. La llamada al ministerio ordenado es un don libre y
gratuito de Dios. Vocación, en efecto, no significa constricción por parte del
Señor, sino propuesta amorosa de un proyecto de salvación y libertad para
la propia existencia que recibimos cuando, con la gracia de Dios, reconocemos
que en el centro de nuestra vida está Jesús, el Señor. Entonces la vocación al
ministerio ordenado crece como donación de sí mismos a Dios y, por ello, a su
Pueblo santo. Toda la Iglesia ora y se alegra por este don con el corazón
lleno de esperanza y gratitud, como expresaba el Papa Benedicto XVI al
concluir el Año sacerdotal: «Queríamos despertar la alegría de que Dios esté
tan cerca de nosotros, y la gratitud por el hecho de que Él se confíe a nuestra
debilidad; que Él nos guíe y nos ayude día tras día. Queríamos también, así,
enseñar de nuevo a los jóvenes que esta vocación, esta comunión de servicio por
Dios y con Dios, existe; más aún, que Dios está esperando nuestro “sí”».
7. Toda vocación es un don del Padre que pide ser
custodiado con fidelidad en una dinámica de conversión permanente. La
obediencia a la propia llamada se construye cada día mediante la escucha de la
Palabra de Dios, la celebración de los sacramentos —en particular en el
Sacrificio Eucarístico—, la evangelización, la cercanía a los últimos y la
fraternidad presbiteral, bebiendo de la oración como lugar eminente de
encuentro con el Señor. Es como si cada día el sacerdote regresara al lago de
Galilea —allí donde Jesús preguntó a Pedro «¿me amas?» (Juan 21,15)— para
renovar su “sí”. En este sentido se
comprende lo que Optatam totius indica respecto a la formación sacerdotal,
deseando que no se detenga en el tiempo del Seminario (cf. n. 22),
abriendo el camino a una formación continua, permanente, de modo que constituya
un dinamismo de constante renovación humana, espiritual, intelectual y
pastoral.
8. Por tanto, todos los presbíteros están llamados a
cuidar siempre de la propia formación, para mantener vivo el don de Dios
recibido con el sacramento del Orden (cf. 2 Timoteo 1,6). La fidelidad a la
llamada, pues, no es inmovilidad ni cierre, sino un camino de conversión
cotidiana que confirma y hace madurar la vocación recibida. En esta
perspectiva, es oportuno promover iniciativas como el Congreso para la
formación permanente de los sacerdotes, celebrado en el Vaticano del 6 al 10 de
febrero de 2024, con más de ochocientos responsables de la formación permanente
provenientes de ochenta naciones. Antes de ser esfuerzo intelectual o
actualización pastoral, la formación permanente sigue siendo memoria viva y
actualización constante de la propia vocación en un camino compartido.
9. Desde el momento mismo de la llamada y desde la primera
formación, la belleza y la constancia del camino están custodiadas por la
sequela Christi. Todo pastor, en efecto, antes incluso de dedicarse a la guía
del rebaño, debe recordar constantemente que él mismo es discípulo del
Maestro, junto con los hermanos y hermanas, porque «a lo largo de la vida se es
siempre “discípulo”, con el constante anhelo de “configurarse” con Cristo».
Sólo esta relación de seguimiento obediente y de discipulado fiel puede
mantener la mente y el corazón en la dirección correcta, a pesar de las
dificultades que la vida puede depararnos.
10. En estas últimas décadas, la crisis de confianza en la
Iglesia provocada por los abusos cometidos por miembros del clero —que nos
llenan de vergüenza y nos llaman a la humildad— nos ha hecho aún más
conscientes de la urgencia de una formación integral que asegure el crecimiento
y la madurez humana de los candidatos al presbiterado, junto con una rica y
sólida vida espiritual.
11. El tema de la formación resulta central también para
afrontar el fenómeno de quienes, después de algunos años o incluso decenios,
abandonan el ministerio. Esta dolorosa realidad, en efecto, no debe
interpretarse sólo en clave jurídica, sino que exige mirar con atención y
compasión la historia de estos hermanos y las múltiples razones que pudieron
conducirlos a tal decisión. Y la respuesta que se ha de dar es, ante todo, un
renovado compromiso formativo, cuyo objetivo es «un camino de familiaridad con
el Señor que involucra a toda la persona: el corazón, la inteligencia, la
libertad, y la moldea a imagen del Buen Pastor».
12. En consecuencia, «el seminario, sea cual sea su
modalidad, debe ser una escuela de los afectos, […] necesitamos aprender a amar
y a hacerlo como Jesús». Por ello invito a los seminaristas a un trabajo
interior sobre las motivaciones que abarque todos los aspectos de la vida: «no
hay nada en ustedes que deba ser descartado, sino que todo debe ser asumido y
transfigurado en la lógica del grano de trigo, con el fin de convertirse en
personas y sacerdotes felices, “puentes” y no obstáculos para el encuentro con
Cristo para todos aquellos que se acercan a ustedes». Sólo presbíteros y consagrados humanamente
maduros y espiritualmente sólidos —es decir, personas en las que la dimensión
humana y la espiritual están bien integradas y que, por ello, son capaces
de relaciones auténticas con todos— pueden asumir el compromiso del celibato y
anunciar de modo creíble el Evangelio del Resucitado.
13. Se trata, por tanto, de custodiar y hacer crecer la
vocación en un camino constante de conversión y de renovada fidelidad, que
nunca es un recorrido meramente individual, sino que nos compromete a
cuidarnos unos a otros. Esta dinámica es siempre, una vez más, obra de la
gracia que abraza nuestra frágil humanidad, sanándola del narcisismo y del
egocentrismo. Con fe, esperanza y caridad, estamos llamados a emprender cada
día el seguimiento poniendo toda nuestra confianza en el Señor. Comunión,
sinodalidad y misión no pueden realizarse, en efecto, si en el corazón de los
sacerdotes la tentación de la autor referencialidad no cede el paso a la lógica
de la escucha y del servicio.
Como subrayó Benedicto XVI, «el sacerdote es
siervo de Cristo, en el sentido de que su existencia, configurada
ontológicamente con Cristo, asume un carácter esencialmente relacional: está al
servicio de los hombres en Cristo, por Cristo y con Cristo. Precisamente
porque pertenece a Cristo, el sacerdote está radicalmente al servicio de los
hombres: es ministro de su salvación, de su felicidad, de su auténtica
liberación, madurando, en esta aceptación progresiva de la voluntad de Cristo,
en la oración, en el “estar unido de corazón” a Él».
Fidelidad y fraternidad
14. El Concilio Vaticano II situó el servicio específico
de los presbíteros dentro de la igual dignidad y fraternidad de todos los
bautizados, como bien lo atestigua el Decreto Presbyterorum ordinis: «Los
sacerdotes del Nuevo Testamento, aunque por razón del sacramento del Orden
ejercen el ministerio de padre y de maestro, importantísimo y necesario en el
pueblo y para el pueblo de Dios, sin embargo, son, juntamente con todos los
fieles cristianos, discípulos del Señor, hechos partícipes de su Reino por la
gracia de Dios que llama. Con todos los regenerados en la fuente del bautismo
los presbíteros son hermanos entre los hermanos, puesto que son miembros de un
mismo Cuerpo de Cristo, cuya edificación se exige a todos».
Dentro de esta fraternidad fundamental, que tiene su raíz en
el Bautismo y une a todo el pueblo de Dios, el Concilio destaca el vínculo
fraternal particular entre los ministros ordenados, fundado en el mismo
sacramento del Orden: «Los presbíteros, constituidos por la Ordenación en el
Orden del Presbiterado, están unidos todos entre sí por la íntima fraternidad
sacramental, y forman un presbiterio especial en la diócesis a cuyo
servicio se consagran bajo el obispo propio […]. Cada uno está unido con los
demás miembros de este presbiterio por vínculos especiales de caridad
apostólica, de ministerio y de fraternidad». La fraternidad presbiteral, por lo tanto,
antes que ser una tarea que hay que realizar, es un don inherente a la gracia
de la Ordenación. Hay que reconocer que este don nos precede: no se
construye sólo con la buena voluntad y en virtud de un esfuerzo colectivo, sino
que es un don de la Gracia, que nos hace partícipes del ministerio del obispo y
se realiza en la comunión con él y con los hermanos.
15. Sin embargo, precisamente por eso, los presbíteros están
llamados a corresponder a la gracia de la fraternidad, manifestando y
ratificando con su vida lo que se estipula entre ellos no sólo por la gracia
bautismal, sino también por el sacramento del Orden. Ser fieles a la
comunión significa, en primer lugar, superar la tentación del individualismo,
que mal se compagina con la acción misionera y evangelizadora que siempre
concierne a la Iglesia en su conjunto.
No en vano, el Concilio Vaticano II se refirió a los
presbíteros casi siempre en plural: ¡ningún pastor existe por sí solo! El
mismo Señor «instituyó a doce para que estuvieran con él» (Marcos 3,14);
esto significa que no puede existir un ministerio desvinculado de la comunión
con Jesucristo y con su cuerpo, que es la Iglesia. Hacer cada vez más visible
esta dimensión relacional y de comunión del ministerio ordenado, conscientes de
que la unidad de la Iglesia deriva «de la unidad del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo», es uno de los principales retos para el futuro, sobre todo en
un mundo marcado por guerras, divisiones y discordias.
16. La fraternidad presbiteral debe considerarse, por lo
tanto, como un elemento constitutivo de la identidad de los ministros, no
sólo como un ideal o un eslogan, sino como un aspecto en el que comprometerse
con renovado vigor. En este sentido, se ha hecho mucho aplicando las
indicaciones de Presbyterorum ordinis (cf. n. 8), pero queda mucho por hacer,
comenzando, por ejemplo, por la equiparación económica entre los que sirven en
parroquias pobres y los que ejercen su ministerio en comunidades acomodadas.
Además, hay que tener en cuenta que, en varios países y diócesis, aún no se
garantiza la necesaria previsión para la enfermedad y la vejez.
El cuidado recíproco, en particular la atención a los
hermanos más solos y aislados, así como a los enfermos y ancianos, no puede
considerarse menos importante que el cuidado del pueblo que se nos ha
confiado. Esta es una de las instancias fundamentales que he recomendado a los
sacerdotes con motivo de su reciente Jubileo. «¿Cómo podríamos nosotros,
ministros, ser constructores de comunidades vivas, si no reinara ante todo
entre nosotros una fraternidad efectiva y sincera?».
17. En muchos contextos, especialmente en los occidentales,
se abren nuevos retos para la vida de los presbíteros, relacionados con la
movilidad actual y la fragmentación del tejido social. Esto hace que los
sacerdotes ya no estén insertados en un contexto cohesionado y creyente que
apoyaba su ministerio en tiempos pasados. En consecuencia, están más expuestos
a las derivas de la soledad, que apaga el impulso apostólico y puede provocar
un triste repliegue sobre sí mismos. También por esto, siguiendo las indicaciones
de mis predecesores, espero que en todas las Iglesias locales surja un
compromiso renovado para invertir y promover formas posibles de vida en común,
de modo que «los presbíteros encuentren mutua ayuda en el cultivo de la vida
espiritual e intelectual, puedan cooperar mejor en el ministerio y se
libren de los peligros que pueden sobrevenir por la soledad».
18. Por otra parte, hay que recordar que la comunión
presbiteral nunca puede determinarse como un aplanamiento de los individuos, de
los carismas o de los talentos que el Señor ha derramado en la vida de cada
uno. Es importante que, en los presbiterios diocesanos, gracias al
discernimiento del obispo, se logre encontrar un punto de equilibrio entre la
valorización de estos dones y la custodia de la comunión. La escuela de la
sinodalidad, en esta perspectiva, puede ayudar a todos a madurar interiormente
la acogida de los diferentes carismas en una síntesis que consolide la comunión
del presbiterio, fiel al Evangelio y a las enseñanzas de la Iglesia.
En un tiempo de gran fragilidad, todos los ministros
ordenados están llamados a vivir la comunión volviendo a lo esencial y
acercándose a las personas, para custodiar la esperanza que se hace
realidad en el servicio humilde y concreto. En este horizonte, sobre todo el
ministerio del diácono permanente, configurado con Cristo Siervo, es signo vivo
de un amor que no se queda en la superficie, sino que se inclina, escucha y se
entrega. La belleza de una Iglesia formada por presbíteros y diáconos que
colaboran, unidos por la misma pasión por el Evangelio y atentos a los más
pobres, se convierte en un testimonio luminoso de comunión.
Según la palabra de Jesús (cf. Juan 13,34-35), es de esta
unidad, arraigada en el amor recíproco, de donde el anuncio cristiano recibe
credibilidad y fuerza. Por eso, el ministerio diaconal, especialmente cuando se
vive en comunión con la propia familia, es un don que hay que conocer, valorar
y apoyar. El servicio, discreto pero esencial, de hombres dedicados a la
caridad nos recuerda que la misión no se cumple con grandes gestos, sino
unidos por la pasión por el Reino y con la fidelidad cotidiana al Evangelio.
19. Una imagen feliz y elocuente de la fidelidad a la
comunión es sin duda la que presenta san Ignacio de Antioquía en la Carta a los
Efesios: «También conviene caminar de acuerdo con el pensamiento de vuestro
obispo, lo cual vosotros ya hacéis. Vuestro presbiterio, justamente reputado,
digno de Dios, está conforme con su obispo como las cuerdas a la cítara. Así en
vuestro sinfónico y armonioso amor es Jesucristo quien canta […]. Es, pues,
provechoso para vosotros el ser una inseparable unidad, a fin de participar
siempre de Dios».
Fidelidad y sinodalidad
20. Llego a un punto que me interesa especialmente. Al
hablar de la identidad de los sacerdotes, el Decreto Presbyterorum ordinis
destaca ante todo el vínculo con el sacerdocio y la misión de Jesucristo (cf.
n. 2) y señala luego tres coordenadas fundamentales: la relación con el
obispo, que encuentra en los presbíteros «colaboradores y consejeros
necesarios», con los que mantiene una relación fraterna y amistosa (cfr. n.
7); la comunión sacramental y la fraternidad con los demás presbíteros, de modo
que juntos contribuyan «a una misma obra» y ejerzan «un único ministerio»,
trabajando todos «por la misma causa», aunque se ocupen de tareas diferentes
(n. 8); la relación con los fieles laicos, entre los cuales los presbíteros,
con su tarea específica, son hermanos entre hermanos, compartiendo la misma
dignidad bautismal, uniendo «sus esfuerzos a los de los fieles laicos» y
aprovechando «su experiencia y competencia en los diversos campos de la
actividad humana, para poder reconocer juntos los signos de los tiempos». En
lugar de destacar o concentrar todas las tareas en sí mismos, «descubran con el
sentido de la fe los multiformes carismas de los seglares, tanto los humildes
como los más elevados» (n. 9).
21. En este campo aún queda mucho por hacer. El impulso del
proceso sinodal es una fuerte invitación del Espíritu Santo a dar pasos
decididos en esta dirección. Por eso reitero mi deseo de «invitar a los
sacerdotes […] a abrir de alguna manera su corazón y a participar en estos procesos»
que estamos viviendo. En este sentido, la segunda sesión de la XVI Asamblea
sinodal, en su Documento final, [20] propuso una conversión de las relaciones y
los procesos. Parece fundamental que, en todas las Iglesias particulares, se
emprendan iniciativas adecuadas para que los presbíteros puedan familiarizarse
con las directrices de este Documento y experimentar la fecundidad de un estilo
sinodal de Iglesia.
22. Todo ello requiere un compromiso formativo a todos los
niveles, en particular en el ámbito de la formación inicial y permanente de los
sacerdotes. En una Iglesia cada vez más sinodal y misionera, el ministerio
sacerdotal no pierde nada de su importancia y actualidad, sino que, por el
contrario, podrá centrarse más en sus tareas propias y específicas. El
desafío de la sinodalidad —que no elimina las diferencias, sino que las
valoriza— sigue siendo una de las principales oportunidades para los sacerdotes
del futuro. Como recuerda el citado Documento final, «los presbíteros están
llamados a vivir su servicio con una actitud de cercanía a las personas, de
acogida y de escucha de todos, abriéndose a un estilo sinodal» (n. 72).
Para implementar cada vez mejor una eclesiología de
comunión, es necesario que el ministerio del presbítero supere el modelo de
un liderazgo exclusivo, que determina la centralización de la vida pastoral y
la carga de todas las responsabilidades confiadas sólo a él, tendiendo
hacia una conducción cada vez más colegiada, en la cooperación entre los
presbíteros, los diáconos y todo el Pueblo de Dios, en ese enriquecimiento
mutuo que es fruto de la variedad de carismas suscitados por el Espíritu Santo.
Como nos recuerda Evangelii Gaudium, el sacerdocio ministerial y la
configuración con Cristo Esposo no deben llevarnos a identificar la potestad
sacramental con el poder, ya que «la configuración del sacerdote con Cristo
Cabeza —es decir, como fuente capital de la gracia— no implica una exaltación
que lo coloque por encima del resto».
Fidelidad y misión
23. La identidad de los presbíteros se constituye en
torno a su ser para y es inseparable de su misión. De hecho, quien
«pretende encontrar la identidad sacerdotal buceando introspectivamente en su
interior quizá no encuentre otra cosa que señales que dicen “salida”: sal de ti
mismo, sal en busca de Dios en la adoración, sal y dale a tu pueblo lo que te fue
encomendado, que tu pueblo se encargará de hacerte sentir y gustar quién eres,
cómo te llamas, cuál es tu identidad y te alegrará con el ciento por uno que el
Señor prometió a sus servidores. Si no sales de ti mismo, el óleo se vuelve
rancio y la unción no puede ser fecunda».
Como enseñaba san
Juan Pablo II, «los presbíteros son, en la Iglesia y para la Iglesia, una
representación sacramental de Jesucristo, Cabeza y Pastor, proclaman con
autoridad su palabra; renuevan sus gestos de perdón y de ofrecimiento de la
salvación, principalmente con el Bautismo, la Penitencia y la Eucaristía;
ejercen, hasta el don total de sí mismos, el cuidado amoroso del rebaño, al que
congregan en la unidad y conducen al Padre por medio de Cristo en el Espíritu».
Así, la vocación sacerdotal se desarrolla entre las alegrías y las fatigas
de un servicio humilde a los hermanos, que el mundo a menudo desconoce,
pero del que tiene una profunda sed: encontrar testigos creyentes y creíbles
del Amor de Dios, fiel y misericordioso, constituye una vía primordial de
evangelización.
24. En nuestro mundo contemporáneo, caracterizado por ritmos
acelerados y por la ansiedad de estar hiperconectados, lo que a menudo nos
vuelve frenéticos y nos induce al activismo, hay al menos dos tentaciones que
se insinúan contra la fidelidad a esta misión. La primera consiste en una
mentalidad eficientista según la cual el valor de cada uno se mide por el
rendimiento, es decir, por la cantidad de actividades y proyectos realizados.
Según esta forma de pensar, lo que haces está por encima de lo que eres, invirtiendo
la verdadera jerarquía de la identidad espiritual. La segunda tentación,
por el contrario, se califica como una especie de quietismo: asustados
por el contexto, nos encerramos en nosotros mismos, rechazando el desafío de
la evangelización y adoptando un enfoque perezoso y derrotista.
Por el contrario, un ministerio gozoso y apasionado —a pesar
de todas las debilidades humanas— puede y debe asumir con ardor la tarea de
evangelizar todas las dimensiones de nuestra sociedad, en particular la
cultura, la economía y la política, para que todo sea recapitulado en Cristo
(cf. Efesios 1,10). Para vencer estas dos tentaciones y vivir un ministerio
gozoso y fecundo, cada sacerdote debe permanecer fiel a la misión que ha
recibido, es decir, al don de la gracia transmitido por el obispo durante la
Ordenación sacerdotal. La fidelidad a la misión significa asumir el
paradigma que nos entregó san Juan Pablo II cuando recordó a todos que la
caridad pastoral es el principio que unifica la vida del sacerdote. Es
precisamente manteniendo vivo el fuego de la caridad pastoral, es decir, el
amor del Buen Pastor, como cada sacerdote puede encontrar el equilibrio en la
vida cotidiana y saber discernir lo que es beneficioso y lo que es proprium del
ministerio, según las indicaciones de la Iglesia.
25. La armonía entre la contemplación y la acción no debe
buscarse mediante la adopción apresurada de esquemas operativos o mediante un
simple equilibrio de actividades, sino asumiendo como central en el
ministerio la dimensión pascual. Darse sin reservas, en cualquier caso, no
puede ni debe implicar la renuncia a la oración, al estudio, a la fraternidad
sacerdotal, sino que, por el contrario, se convierte en el horizonte en el
que todo se comprende en la medida en que se orienta al Señor Jesús, muerto y
resucitado para la salvación del mundo. De este modo se cumplen también las
promesas hechas en la Ordenación que, junto con el desapego de los bienes
materiales, realizan en el corazón del presbítero una búsqueda perseverante y
una adhesión a la voluntad de Dios, haciendo así que Cristo se manifieste en
cada una de sus acciones.
Esto ocurre, por ejemplo, cuando se huye de todo
personalismo y de toda celebración de uno mismo, a pesar de la exposición
pública a la que a veces obliga el cargo. Educado por el misterio que celebra
en la santa liturgia, todo sacerdote debe «desaparecer para que permanezca
Cristo, hacerse pequeño para que Él sea conocido y glorificado, gastándose
hasta el final para que a nadie falte la oportunidad de conocerlo y amarlo».
Por eso, la exposición mediática, el uso de las redes sociales y de todos
los instrumentos disponibles hoy en día debe evaluarse siempre con sabiduría,
tomando como paradigma del discernimiento el del servicio a la evangelización.
«Todo me está permitido, pero no todo es conveniente» (1 Corintios 6,12).
26. En cualquier situación, los presbíteros están llamados a
dar una respuesta eficaz, mediante el testimonio de una vida sobria y casta, al
gran anhelo de relaciones auténticas y sinceras que se encuentra en la sociedad
contemporánea, dando testimonio de una Iglesia que sea «ser fermento eficaz
de los vínculos, las relaciones y la fraternidad de la familia humana»,
«capaz de alimentar las relaciones: con el Señor, entre hombres y mujeres, en
las familias, en las comunidades, entre todos los cristianos, entre los grupos
sociales, entre las religiones».
Para ello es necesario que sacerdotes y laicos, todos
juntos, realicen una verdadera conversión misionera que oriente a las
comunidades cristianas, bajo la guía de sus pastores, «al servicio de la misión
que los fieles llevan a cabo en la sociedad, en la vida familiar y
laboral». Como observó el Sínodo, «de este modo, quedará más claro que la
parroquia no está centrada en sí misma, sino orientada a la misión y llamada a
apoyar el compromiso de tantas personas que, de diferentes maneras, viven y dan
testimonio de su fe en su profesión y en las actividades sociales, culturales y
políticas».
Fidelidad y futuro
27. Espero que la celebración del aniversario de los dos
Decretos conciliares y el camino que estamos llamados a compartir para
concretarlos y actualizarlos se traduzcan en un renovado Pentecostés vocacional
en la Iglesia, suscitando santas, numerosas y perseverantes vocaciones al
sacerdocio ministerial, para que nunca falten obreros para la mies del Señor. Y
que se despierte en todos nosotros la voluntad de comprometernos profundamente
en la promoción vocacional y en la oración constante al Dueño de la mies (cf. Mateo
9,37-38).
28. Sin embargo, junto con la oración, la escasez de
vocaciones al sacerdocio
—especialmente en algunas regiones del mundo— exige que
todos revisemos la capacidad generativa de las prácticas pastorales de la
Iglesia. Es cierto que a menudo los motivos de esta crisis pueden ser diversos
y múltiples y, en particular, depender del contexto sociocultural, pero, al
mismo tiempo, debemos tener el valor de hacer a los jóvenes propuestas fuertes
y liberadoras y de que en las Iglesias particulares crezcan «los ambientes y
las formas de pastoral juvenil impregnadas del Evangelio, donde puedan manifestarse
y madurar las vocaciones a la entrega total de sí». Con la certeza de que el Señor nunca deja de
llamar (cf. Juan 11,28), es necesario tener siempre presente la perspectiva
vocacional en todos los ámbitos pastorales, en particular en los juveniles y
familiares. Recordémoslo: ¡no hay futuro sin el cuidado de todas las
vocaciones!
29. Para concluir, doy gracias al Señor, que siempre está
cerca de su pueblo y camina con nosotros, llenando nuestros corazones de
esperanza y paz, para llevarlas a todos. «Hermanos y hermanas, quisiera que
este fuera nuestro primer gran deseo: una Iglesia unida, signo de unidad y
comunión, que se convierta en fermento para un mundo reconciliado». Y doy las gracias a todos ustedes, pastores y
fieles laicos, que abren su mente y corazón al mensaje profético de los
Decretos conciliares Presbyterorum ordinis y Optatam totius y se disponen,
juntos, a nutrirse y estimularse mutuamente para el camino de la Iglesia.
Encomiendo a todos los seminaristas, diáconos y presbíteros
a la intercesión de la Virgen Inmaculada, Madre del Buen Consejo, y a san Juan
María Vianney, patrono de los párrocos y modelo de todos los sacerdotes. Como
solía decir el santo Cura de Ars: «El sacerdocio es el amor del corazón de
Jesús». Un amor tan fuerte que disipa las nubes de la rutina, el desánimo y
la soledad, un amor total que se nos da en plenitud en la Eucaristía. Amor
eucarístico, amor sacerdotal.
Dado en Roma, junto a san Pedro, el 8 de diciembre,
solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Bienaventurada Virgen María, del
Año jubilar 2025, primero de mi Pontificado.
LEÓN PP. XIV Fuente: Vatican. Va.
