14 de diciembre 2025. ¡Que nadie se pierda! ¡Que todos se
salven! Homilía Papa León XIV.
Jubileo de los privados de la libertad. Basílica de san Pedro.
Queridos hermanos y hermanas, celebramos hoy el Jubileo de
la esperanza para el mundo carcelario, para los presos y para todos aquellos
que se ocupan de la realidad penitenciaria. Con una elección llena de
significado, lo hacemos en el tercer domingo de Adviento, que la liturgia
define como “¡Gaudete!”, por las palabras con las que comienza la antífona de
entrada de la Santa Misa (cf. Filipenses 4,4).” Alégrense en el Señor- Vuelvo a
insistir Alégrense”
En el año litúrgico, este es el domingo “de la alegría”, que
nos recuerda la dimensión luminosa de la espera: la confianza en que algo
bello, y gozoso sucederá.
A este respecto, el 26 de diciembre del año pasado, el Papa
Francisco, al abrir la Puerta Santa en la Iglesia del Padre nuestro, en el
centro de detención de Rebibbia, lanzó una invitación a todos: «Dos cosas les
digo —afirmó—. Primero: la cuerda en la mano, con el ancla de la esperanza.
Segundo: abrir de par en par las puertas del corazón».
Refiriéndose a la imagen de un ancla lanzada hacia la
eternidad, más allá de cualquier barrera de espacio y tiempo (cf. Hebreos
6,17-20), nos invitaba a mantener viva la fe en la vida que nos espera y a
creer siempre en la posibilidad de un futuro mejor.
Al mismo tiempo, sin embargo, nos exhortaba a ser, con
corazón generoso, agentes de justicia y caridad en los ambientes en los que
vivimos.
A medida que se acerca la conclusión del Año Jubilar,
debemos reconocer que, a pesar del compromiso de muchos, también en el mundo
penitenciario queda aún mucho por hacer en este sentido, y las palabras del
profeta Isaías que hemos escuchado —«Volverán los rescatados por el Señor; y
entrarán en Sion con gritos de júbilo» (Isaías 35,10)— nos recuerdan que Dios
es quien redime, quien libera, y este mensaje resuena como una misión
importante y exigente para todos nosotros.
Es verdad, la cárcel es un entorno difícil y hasta las
mejores intenciones pueden encontrar muchos obstáculos. Precisamente por
eso, no hay que cansarse, desanimarse o retroceder, sino seguir adelante con
tenacidad, valentía y espíritu de colaboración.
De hecho, son muchos los que aún no comprenden que hay que
levantarse de toda caída, que ningún ser humano coincide con lo que ha hecho y
que la justicia es siempre un proceso de reparación y reconciliación.
Sin embargo, cuando se conservan, incluso en condiciones
difíciles, la belleza de los sentimientos, la sensibilidad, la atención a las
necesidades de los demás, el respeto, la capacidad de misericordia y perdón,
entonces, del duro terreno del sufrimiento y el pecado brotan flores
maravillosas e incluso entre los muros de las prisiones maduran gestos,
proyectos y encuentros extraordinarios en su humanidad.
Se trata de un trabajo sobre los propios sentimientos y
pensamientos, necesario para las personas privadas de libertad, pero antes aún
para quienes tienen la gran responsabilidad de representar ante ellos y para
ellos la justicia. El Jubileo es una llamada a la conversión y,
precisamente por eso, es motivo de esperanza y alegría.
Por eso es importante contemplar ante todo a Jesús, a su
humanidad, a su Reino, en el que “los ciegos ven y los paralíticos caminan;
[...] y la Buena Noticia es anunciada a los pobres» (Mateo 11,5),
recordando que, si bien a veces estos milagros se producen gracias a
intervenciones extraordinarias de Dios, con mayor frecuencia se nos confían a
nosotros, a nuestra compasión, a nuestra atención, a la sabiduría y a la
responsabilidad de nuestras comunidades e instituciones.
Y esto nos lleva a otra dimensión de la profecía que hemos
escuchado: el compromiso de promover en todos los ámbitos —y hoy subrayamos
especialmente en las cárceles— una civilización fundada en nuevos criterios y,
en última instancia, en la caridad, como decía san Pablo VI al cerrar el Año
Jubilar de 1975:
“Esta —la caridad— querría ser, especialmente en el plano de
la vida pública, […] el principio de la nueva hora de gracia y de buena
voluntad que el calendario de la historia abre ante nosotros: ¡la
civilización del amor!” (cf. Catequesis, 31 diciembre 1975). Con este
propósito, el Papa Francisco deseaba, en particular, que durante el Año Santo
se concedieran también «formas de amnistía o de condonación de la pena
orientadas a ayudar a las personas para que recuperen la confianza en sí mismas
y en la sociedad» (Bula Spes non confundit, 10) y a todos ofrecerles
oportunidades reales de reinserción (cf. ibid..). Confío en que en muchos
países se dé cumplimiento a su deseo.
El Jubileo, como sabemos, en su origen bíblico era
precisamente un año de gracia en el que, de muchas maneras, a todos se les
ofrecía la posibilidad de empezar de nuevo (cf. Levítico 25,8-10).
El Evangelio que hemos escuchado también nos habla de esto.
Juan el Bautista, mientras predicaba y bautizaba, invitaba al pueblo a
convertirse y a cruzar de nuevo, simbólicamente, el río, como en tiempos de
Josué (cf. Josué 3,17), para tomar posesión de la nueva “tierra prometida”,
es decir, de un corazón reconciliado con Dios y con los hermanos.
Y es elocuente, en este sentido, su figura de profeta: era
recto, austero, franco hasta el punto de ser encarcelado por la valentía de sus
palabras — no era «una caña agitada por el viento» (Mateo 11,7) ―; y, sin
embargo, al mismo tiempo era rico en misericordia y comprensión hacia quienes,
sinceramente arrepentidos, se esforzaban por cambiar (cf. Lucas 3,10-14).
San Agustín, al respecto, en su famoso comentario al
episodio evangélico de la adúltera perdonada (cf. Juan 8,1-11), concluye
diciendo: «marchándose uno tras otro […], quedaron solos la mísera y la
misericordia. Y el Señor le dice: […] vete y en adelante no peques más»
(Sermón 302, 14). Queridos hermanos, la tarea que el Señor les confía —a todos
ustedes, reclusos y responsables del mundo penitenciario— no es fácil. Los
problemas que hay que afrontar son muchos.
Pensemos en el hacinamiento, en el compromiso aún
insuficiente para garantizar programas educativos estables de recuperación y
oportunidades de trabajo. Y no olvidemos, a nivel más personal, el peso del
pasado, las heridas que hay que curar en el cuerpo y en el corazón, las
desilusiones, la infinita paciencia que se necesita, consigo mismo y con los
demás, cuando se emprenden caminos de conversión, y la tentación de rendirse o
de no perdonar más. Sin embargo, el Señor, más allá de todo, sigue
repitiéndonos que sólo hay una cosa importante: que nadie se pierda (cf. Juan
6,39) y «que todos se salven» (1 Timoteo 2,4).
¡Que nadie se pierda! ¡Que todos se salven! Esto es lo
que quiere nuestro Dios, este es su Reino, este es el objetivo de su acción en
el mundo. Al acercarse la Navidad, queremos abrazar también nosotros, aún
con más fuerza, su sueño, perseverantes en nuestro compromiso (cf. Santiago
5,8) y llenos de confianza. Porque sabemos que, incluso ante los desafíos más
grandes, no estamos solos: el Señor está cerca (cf. Filipenses 4,5), camina con
nosotros y, con Él a nuestro lado, siempre sucederá algo maravilloso y
alborozador. Fuente: Aciprensa. Com. Imagen de Vatican. Va.
