24 de enero 2022. Escuchar con los oídos del corazón. Queridos hermanos y hermanas: Mensaje del santo padre Francisco para la 56 jornada mundial de las comunicaciones sociales. El año pasado (2021) reflexionamos sobre la necesidad de “ir y ver” para descubrir la realidad y poder contarla a partir de la experiencia de los acontecimientos y del encuentro con las personas. Siguiendo en esta línea, deseo ahora centrar la atención sobre otro verbo, “escuchar”, decisivo en la gramática de la comunicación y condición para un diálogo auténtico.
En efecto, estamos perdiendo la capacidad de escuchar a
quien tenemos delante, sea en la trama normal de las relaciones cotidianas, sea
en los debates sobre los temas más importantes de la vida civil. Al mismo
tiempo, la escucha está experimentando un nuevo e importante desarrollo en el
campo comunicativo e informativo, a través de las diversas ofertas de podcast y
chat audio, lo que confirma que escuchar
sigue siendo esencial para la comunicación humana.
A un ilustre médico, acostumbrado a curar las heridas del
alma, le preguntaron cuál era la mayor necesidad de los seres humanos.
Respondió: “El deseo ilimitado de ser escuchados”. Es un deseo que a menudo
permanece escondido, pero que interpela a todos los que están llamados a ser
educadores o formadores, o que desempeñen un papel de comunicador: los padres y
los profesores, los pastores y los agentes de pastoral, los trabajadores de la
información y cuantos prestan un servicio social o político.
Escuchar con los oídos del corazón
En las páginas bíblicas aprendemos que la escucha no sólo
posee el significado de una percepción acústica, sino que está esencialmente
ligada a la relación dialógica entre Dios y la humanidad. «Shema’ Israel -
Escucha, Israel» (Deuteronomio 6,4), el íncipit del primer mandamiento de la
Torah se propone continuamente en la Biblia, hasta tal punto que san Pablo
afirma que «la fe proviene de la escucha»
(Romanos 10,17). Efectivamente, la iniciativa es de Dios que nos habla, y
nosotros respondemos escuchándolo; pero también esta escucha, en el fondo,
proviene de su gracia, como sucede al recién nacido que responde a la mirada y
a la voz de la mamá y del papá. De los
cinco sentidos, parece que el privilegiado por Dios es precisamente el oído,
quizá porque es menos invasivo, más discreto que la vista, y por tanto deja al
ser humano más libre.
La escucha
corresponde al estilo humilde de Dios. Es aquella acción que permite a Dios
revelarse como Aquel que, hablando, crea al hombre a su imagen, y, escuchando,
lo reconoce como su interlocutor. Dios ama al hombre: por eso le dirige la
Palabra, por eso “inclina el oído” para escucharlo.
El hombre, por el contrario, tiende a huir de la relación, a
volver la espalda y “cerrar los oídos” para no tener que escuchar. El negarse a escuchar termina a menudo por
convertirse en agresividad hacia el otro, como les sucedió a los oyentes
del diácono Esteban, quienes, tapándose los oídos, se lanzaron todos juntos
contra él (cf. Hechos 7,57).
Así, por una parte está Dios, que siempre se revela
comunicándose gratuitamente; y por la otra, el hombre, a quien se le pide que
se ponga a la escucha. El Señor llama explícitamente al hombre a una alianza de
amor, para que pueda llegar a ser plenamente lo que es: imagen y semejanza de
Dios en su capacidad de escuchar, de acoger, de dar espacio al otro. La
escucha, en el fondo, es una dimensión del amor.
Por eso Jesús pide a sus discípulos que verifiquen la
calidad de su escucha: «Presten atención
a la forma en que escuchan» (Lucas 8,18); los exhorta de ese modo después
de haberles contado la parábola del sembrador, dejando entender que no basta
escuchar, sino que hay que hacerlo bien. Sólo da frutos de vida y de salvación
quien acoge la Palabra con el corazón “bien dispuesto y bueno” y la custodia
fielmente (cf. Lucas 8,15). Sólo
prestando atención a quién escuchamos, qué escuchamos y cómo escuchamos podemos
crecer en el arte de comunicar, cuyo centro no es una teoría o una técnica,
sino la «capacidad del corazón que hace posible la proximidad» (Exhortación. apostólica.
Evangelii Gaudium, 171).
Todos tenemos oídos,
pero muchas veces incluso quien tiene un oído perfecto no consigue escuchar a
los demás. Existe realmente una sordera interior peor que la sordera física. La
escucha, en efecto, no tiene que ver solamente con el sentido del oído, sino
con toda la persona. La verdadera sede
de la escucha es el corazón. El rey Salomón, a pesar de ser muy joven,
demostró sabiduría porque pidió al Señor que le concediera «un corazón capaz de escuchar» ( 1 Reyes
3,9). Y san Agustín invitaba a escuchar con el corazón ( corde audire), a
acoger las palabras no exteriormente en los oídos, sino espiritualmente en el
corazón: «No tengan el corazón en los
oídos, sino los oídos en el corazón» [1]. Y san Francisco de Asís exhortaba
a sus hermanos a «inclinar el oído del corazón» [2].
La primera escucha que hay que redescubrir cuando se busca
una comunicación verdadera es la escucha de sí mismo, de las propias exigencias
más verdaderas, aquellas que están inscritas en lo íntimo de toda persona. Y no
podemos sino escuchar lo que nos hace únicos en la creación: el deseo de estar
en relación con los otros y con el Otro. No
estamos hechos para vivir como átomos, sino juntos.
La escucha como
condición de la buena comunicación
Existe un uso del oído que no es verdadera escucha, sino lo
contrario: el escuchar a escondidas. De hecho, una tentación siempre presente y
que hoy, en el tiempo de las redes sociales, parece haberse agudizado, es la de
escuchar a escondidas y espiar, instrumentalizando a los demás para nuestro
interés. Por el contrario, lo que hace
la comunicación buena y plenamente humana es precisamente la escucha de quien
tenemos delante, cara a cara, la escucha del otro a quien nos acercamos con
apertura leal, confiada y honesta.
Lamentablemente, la falta de escucha, que experimentamos
muchas veces en la vida cotidiana, es evidente también en la vida pública, en
la que, a menudo, en lugar de oír al otro, lo que nos gusta es escucharnos a
nosotros mismos. Esto es síntoma de que, más que la verdad y el bien, se busca
el consenso; más que a la escucha, se está atento a la audiencia. La buena comunicación, en cambio, no trata
de impresionar al público con un comentario ingenioso dirigido a ridiculizar al
interlocutor, sino que presta atención a las razones del otro y trata de
hacer que se comprenda la complejidad de la realidad. Es triste cuando, también
en la Iglesia, se forman bandos ideológicos, la escucha desaparece y su lugar lo
ocupan contraposiciones estériles.
En realidad, en muchos de nuestros diálogos no nos
comunicamos en absoluto. Estamos simplemente esperando que el otro termine de
hablar para imponer nuestro punto de vista. En estas situaciones, como señala
el filósofo Abraham Kaplan [3], el diálogo es un “duálogo”, un monólogo a dos
voces. En la verdadera comunicación, en cambio, tanto el tú como el yo están
“en salida”, tienden el uno hacia el otro.
Escuchar es, por
tanto, el primer e indispensable ingrediente del diálogo y de la buena
comunicación. No se comunica si antes no se ha escuchado, y no se hace buen
periodismo sin la capacidad de escuchar. Para ofrecer una información sólida,
equilibrada y completa es necesario haber escuchado durante largo tiempo. Para
contar un evento o describir una realidad en un reportaje es esencial haber
sabido escuchar, dispuestos también a cambiar de idea, a modificar las propias
hipótesis de partida.
En efecto, solamente
si se sale del monólogo se puede llegar a esa concordancia de voces que es
garantía de una verdadera comunicación. Escuchar diversas fuentes, “no
conformarnos con lo primero que encontramos” —como enseñan los profesionales
expertos— asegura fiabilidad y seriedad a las informaciones que transmitimos.
Escuchar más voces, escucharse mutuamente, también en la Iglesia, entre
hermanos y hermanas, nos permite ejercitar el arte del discernimiento, que
aparece siempre como la capacidad de orientarse en medio de una sinfonía de
voces.
Pero, ¿por qué afrontar el esfuerzo que requiere la escucha?
Un gran diplomático de la Santa Sede, el cardenal Agostino Casaroli, hablaba
del “martirio de la paciencia”, necesario para escuchar y hacerse escuchar en
las negociaciones con los interlocutores más difíciles, con el fin de obtener
el mayor bien posible en condiciones de limitación de la libertad. Pero también
en situaciones menos difíciles, la
escucha requiere siempre la virtud de la paciencia, junto con la capacidad de
dejarse sorprender por la verdad — aunque sea tan sólo un fragmento de la
verdad— de la persona que estamos escuchando. Sólo el asombro permite el
conocimiento. Me refiero a la curiosidad infinita del niño que mira el mundo
que lo rodea con los ojos muy abiertos. Escuchar con esta disposición de ánimo
—el asombro del niño con la consciencia de un adulto— es un enriquecimiento,
porque siempre habrá alguna cosa, aunque sea mínima, que puedo aprender del
otro y aplicar a mi vida.
La capacidad de
escuchar a la sociedad es sumamente preciosa en este tiempo herido por la larga
pandemia. Mucha desconfianza acumulada precedentemente hacia la “información
oficial” ha causado una “infodemia”, dentro de la cual es cada vez más
difícil hacer creíble y transparente el mundo de la información. Es preciso
disponer el oído y escuchar en profundidad, especialmente el malestar social
acrecentado por la disminución o el cese de muchas actividades económicas.
También la realidad de las migraciones forzadas es un
problema complejo, y nadie tiene la receta lista para resolverlo. Repito que,
para vencer los prejuicios sobre los migrantes y ablandar la dureza de nuestros
corazones, sería necesario tratar de escuchar sus historias, dar un nombre y
una historia a cada uno de ellos. Muchos buenos periodistas ya lo hacen. Y
muchos otros lo harían si pudieran. ¡Alentémoslos! ¡Escuchemos estas historias!
Después, cada uno será libre de sostener las políticas migratorias que
considere más adecuadas para su país. Pero, en cualquier caso, ante nuestros
ojos ya no tendremos números o invasores peligrosos, sino rostros e historias
de personas concretas, miradas, esperanzas, sufrimientos de hombres y mujeres
que hay que escuchar.
Escucharse en la
Iglesia
También en la Iglesia
hay mucha necesidad de escuchar y de escucharnos. Es el don más precioso y
generativo que podemos ofrecernos los unos a los otros. Nosotros los cristianos
olvidamos que el servicio de la escucha nos ha sido confiado por Aquel que es
el oyente por excelencia, a cuya obra estamos llamados a participar. «Debemos escuchar con los oídos de Dios para
poder hablar con la palabra de Dios» [4]. El teólogo protestante Dietrich
Bonhoeffer nos recuerda de este modo que el primer servicio que se debe prestar
a los demás en la comunión consiste en escucharlos. Quien no sabe escuchar al
hermano, pronto será incapaz de escuchar a Dios [5].
En la acción
pastoral, la obra más importante es “el apostolado del oído”. Escuchar
antes de hablar, como exhorta el apóstol Santiago: «Cada uno debe estar pronto
a escuchar, pero ser lento para hablar» (1,19). Dar gratuitamente un poco del propio tiempo para escuchar a las
personas es el primer gesto de caridad.
Hace poco ha comenzado un proceso sinodal. Oremos para que
sea una gran ocasión de escucha recíproca. La
comunión no es el resultado de estrategias y programas, sino que se edifica en
la escucha recíproca entre hermanos y hermanas. Como en un coro, la unidad
no requiere uniformidad, monotonía, sino pluralidad y variedad de voces,
polifonía. Al mismo tiempo, cada voz del coro canta escuchando las otras voces
y en relación a la armonía del conjunto. Esta armonía ha sido ideada por el
compositor, pero su realización depende de la sinfonía de todas y cada una de
las voces.
Conscientes de participar en una comunión que nos precede y
nos incluye, podemos redescubrir una Iglesia sinfónica, en la que cada uno
puede cantar con su propia voz acogiendo las de los demás como un don, para
manifestar la armonía del conjunto que el Espíritu Santo compone.
Roma, San Juan de Letrán, 24 de enero de 2022, Memoria de
san Francisco de Sales.